Jueves, 25 de marzo de 2010, 9.05 h
Ben Corey iba a la ciudad casi cada día de la semana en su preciado Range Rover Autobiography de 2010 desde su casa de Anglewood Cliffs, New Jersey. Pese al tráfico habitual, disfrutaba del trayecto, sobre todo al cruzar el puente George Washington.
Siempre procuraba circular por el carril de la derecha de la calzada elevada, para poder apreciar mejor la línea del horizonte de Manhattan y el cauce del río Hudson. No le molestaba si el tráfico se quedaba detenido a veces, pues eso le permitía disfrutar de la vista más rato. Con el fin de que la experiencia resultara más agradable todavía, siempre cargaba el CD con música clásica. Era el único momento del día en que se permitía estar solo e incluso desconectar el móvil.
Aquel día en concreto, el trayecto había cumplido su misión. Cuando entró en el aparcamiento situado al oeste de la calle Cincuenta y siete, se sentía muy descansado y feliz, así como maravillosamente ignorante de lo ocurrido la noche anterior.
Ben caminó menos de una manzana hasta el edificio de oficinas donde iPS USA había alquilado un espacio en la octava planta, encarada a la Quinta Avenida. El día era templado, cerca de los quince grados, y el sol había salido, muy en contraste con el tiempo neblinoso, frío y nublado del día anterior. En conjunto, prometía ser un día glorioso en todos los aspectos.
Ben se quitó la chaqueta cuando pasó ante la recepcionista, Clair Bourse, a quien su ayudante, Jacqueline, había contratado hacía poco. Dijo buenos días, y ella le devolvió el saludo.
Al entrar en su oficina de la esquina, Ben colgó la chaqueta y se sentó ante el escritorio. Delante y en el centro había una copia firmada y certificada por un notario del contrato de Satoshi, con un post-it amarillo que decía «para tus archivos». También estaban los testamentos de Satoshi y su mujer, y los documentos del fondo fiduciario que Satoshi había firmado a nombre de su hijo, Shigeru, con otro post-it advirtiendo de que Satoshi tenía que conseguir la firma de su mujer tanto en el testamento como en el documento del fondo fiduciario. También había un recordatorio de que Ben debía preguntarle si quería tomar posesión física de ellos, o si prefería que los guardaran en la caja fuerte que iPS USA tenía en la cámara acorazada de JPMorgan Chase, o bien en la caja fuerte de la oficina. Por fin, había un ejemplar actual de una poco conocida revista biomolecular titulada Reprogramando tecnologías. En su lustrosa portada había un tercer post-it amarillo, también con letra de Jacqueline: «Mira el artículo de la página 36. Creo que será mejor tomar una decisión». Tras esta sugerencia seguían varios signos de exclamación.
Ben puso los papeles destinados a Satoshi en una esquina del escritorio, con la intención de entregárselos al investigador cuando le viera, que sería dentro de una hora. Las nueve y media era la hora a la que Satoshi solía llegar, y Ben carecía de motivos para pensar que aquella mañana sería diferente. Solo podía pasar que Satoshi hubiera decidido celebrar en serio su contrato la noche anterior y llegara por la tarde. Desde el viaje de Ben a Japón para rescatar los ahora famosos cuadernos de laboratorio, conocía muy bien los efectos del sake.
—¿Has leído el artículo? —preguntó Jacqueline. Había asomado la cabeza desde la oficina contigua a través de la puerta que las comunicaba.
—Lo estoy mirando en este momento.
—Más te vale —le animó Jacqueline—, antes de que firmemos el acuerdo con Rapid Therapeutics en Worcester, Massachusetts.
—Ah, ¿sí?
A Ben no le gustó aquello. Carl Harris y él habían estado negociando con Rapid Therapeutics durante muchos meses para obtener la licencia de sus patentes sobre el aumento de eficacia en la creación de células madre pluripotentes inducidas. El acuerdo era inminente, de modo que no había tiempo que perder si aparecía algo mejor.
Con los pies apoyados en la esquina del escritorio, Ben procedió a leer el artículo, y se dio cuenta de que Jacqueline estaba en lo cierto. El artículo versaba sobre una pequeña empresa de California llamada iPS RAPID que acababa de obtener la licencia de un mecanismo que aumentaba cientos de veces la eficacia de la producción de células madre pluripotentes inducidas humanas, hasta el momento un escollo en su utilización. La nueva técnica incorporaba lo que llamaban «moléculas pequeñas».
Ben estaba sorprendido, no de que el avance fuera tan asombroso, que sí lo era, sino de que hubieran conseguido patentarlo sin que nadie dijera ni pío sobre el descubrimiento. Por lo general, tales invenciones aparecían antes en Nature o Science, pues su importancia era evidente como paso gigantesco hacia la comercialización de células madre, pero aquí aparecía en una revista prácticamente desconocida como un proceso patentado ya licenciado, lo cual significaba que iPS USA tendría que entrar en liza con retraso y pagar cientos de veces más por su monopolio. Aunque él estaba contribuyendo a ello, Ben reconoció que era un desgraciado signo de los tiempos. Todas las universidades tenían ahora sus oficinas de patentes y consideraban más importante pleitear por patentes relacionadas con el trabajo de los investigadores que la investigación en sí, y dicho comportamiento estaba retrasando sin duda el avance de la ciencia. Antes de la manía de las patentes, era la publicación inmediata de los avances lo que mantenía en marcha la investigación. Para empeorar el problema, las oficinas de patentes gubernamentales, tanto en Estados Unidos como en Europa, también concedían patentes para procesos vitales, cosa que no debían hacer por ley, con Europa mejor que Estados Unidos en ese aspecto. Ben no podía creer las patentes que había visto hacía poco, surgidas de la oficina de patentes de Estados Unidos. Con frecuencia, se asombraba de que alguien pudiera justificar una patente sobre un proceso que las fuerzas evolutivas habían desarrollado a lo largo de millones, cuando no miles de millones, de años. La actual manía de las patentes no solo retrasaría la investigación, sino que tal vez la paralizara. Nadie podría hacer nada sin afectar a la patente de otro, lo cual daría como resultado más pleitos, de los cuales ya había bastantes en la actualidad. Ben lo consideraba similar a tirar arena en los engranajes del progreso en la investigación médica, una consecuencia que iPS USA estaba intentando soslayar, al menos en el campo de las células madre pluripotentes inducidas.
—¡Llama a estos tipos de iPS RAPID! —dijo Ben a Jacqueline a través de la puerta de comunicación—. Tienes razón sobre este artículo. ¡Consigue el nombre del director general y que se ponga al teléfono!
Jacqueline asomó la cabeza por la puerta, con el pelo rojo iluminado por el sol que entraba a chorros en su despacho.
—¿No te has dado cuenta de que iPS RAPID está en San Diego, y de que allí son apenas las seis de la mañana? —preguntó con paciencia.
Por un momento, Ben la miró sin poder distinguir sus facciones a causa del resplandor. Tardó un momento en comprender que en la costa Oeste era demasiado temprano para conseguir que alguien se pusiera al teléfono.
—Pues ponme con Carl —dijo—. ¿Qué tengo programado para esta mañana?
Estaba pensando en cancelar todo para concentrarse en el problema de iPS RAPID.
—Aparte de reuniones internas, estás citado con Michael Calabrese en su despacho del centro a las once menos cuarto. ¿Lo habías olvidado?
—Lo olvidé —admitió Ben.
Agradeció haber contratado a alguien tan bueno como Jacqueline para ocuparse de su agenda. Él se consideraba más un tipo de ideas. Si bien era importante atacar el asunto de esta nueva empresa, a la larga era más importante hablar con Michael y romper la relación con la mafia y la yakuza. Intuía que, cuanto más larga fuera la asociación, más costaría romperla. También sabía que, si alguna vez se filtraba dicha relación, tendría que dimitir, o al menos tendría que despedirse de toda oportunidad de lanzar una OPA. No quería ni pensar en la posibilidad de ser procesado.
Mientras Jacqueline iba en busca de Carl, Ben volvió al artículo, intrigado por el tipo de moléculas implicadas. Supuso que debía de ser una especie de supresión del inhibidor del factor de crecimiento, pero eso solo era lo obvio. Mientras leía, se asombró de la velocidad de los avances biomédicos, sobre todo por saber que dichos descubrimientos siempre apuntaban a otras posibilidades, que a su vez daban lugar a más descubrimientos, en un proceso de predeterminación acelerado. También sabía que había descubrimientos y descubrimientos, lo cual significaba que algunos eran pasos enormes y otros no tanto. Supuso que ese hallazgo reciente sería relativamente grande, al menos con relación a la comercialización de células iPS.
—¿Querías verme? —preguntó una voz desde la puerta del pasillo unos minutos después.
Carl estaba parado en el umbral con la corbata aflojada, el último botón de la camisa desabrochado y las mangas subidas por encima de los codos. Era la viva imagen del contable laborioso, más que la de un director financiero, y por eso era tan bueno en su especialidad. No había nada que no pudiera resolver. Estaba implicado en todos los aspectos de las finanzas del negocio, desde lo mundano hasta lo conceptual, y Ben confiaba en él sin reservas y dependía por completo de él.
—¡Entra! ¡Siéntate y echa un vistazo a esto! —dijo Ben, al tiempo que le pasaba el artículo.
Ben observó la expresión de su director financiero mientras leía, y vio que fruncía cada vez más el ceño. Después, en un aparente momento de frustración al terminar, Carl arrojó el artículo sobre el escritorio y miró a Ben.
—Hay algo que debo aclarar. Es una especie de confesión.
—¿De qué coño estás hablando? —preguntó Ben, preocupado por haber descuidado algún problema económico importante, justo cuando todo parecía de color de rosa.
—Es algo que habría debido admitir hace uno o dos años —dijo Carl, tan contrito que la preocupación de Ben se disparó.
«¿Y ahora, qué?», pensó en silencio, mientras intentaba prepararse para lo peor, como que la empresa se había quedado sin dinero por culpa de alguna estafa u otro desastre. Con la firma del contrato del día anterior, había confiado en que la situación económica era sólida, sobre todo porque el contrato aumentaba su valor en el mercado.
—Debo admitirlo, pero no sé lo bastante sobre células madre —dijo Carl en tono culpable—. Lo entiendo hasta cierto punto, pero cuando me das algo realmente técnico como esto, me sobrepasa. Lo siento. Como director financiero de esta empresa debería poseer más conocimientos, pero la verdad pura y dura es que domino más el aspecto económico que el científico. Recuerda que me reclutaste del mundo financiero, no de la biotecnología.
Por un momento, Ben se quedó estupefacto y sin habla, debido a una combinación de alivio y sorpresa. Como científico biomolecular, estaba tan familiarizado con el material que le costaba creer que los demás no estuvieran tan bien informados como él. Al instante, el alivio y la sorpresa dieron paso al humor, y Ben lanzó una carcajada. En ese momento le tocó a Carl sentirse confuso.
—¿Por qué te ríes? —preguntó, perplejo. Había esperado que Ben expresara sorpresa e irritación, no que riera.
—No puedo evitarlo —admitió Ben—. Me convenciste de que sabías del tema tanto como cualquiera. Joder, te he pedido opinión sobre montones de asuntos y siempre he pensado que me dabas buenos consejos. ¿Cómo es eso posible?
—Casi todos los consejos que te he dado han sido de tipo económico, y tanto si una empresa trabaja con células madre como con naranjas, el consejo suele ser similar. Si me consultabas algo ajeno a la parcela económica, te sugería que preguntaras a Brad, Marcus o Lesley. Eso era siempre un buen consejo, y ha funcionado muy bien. He intentado acumular más información a medida que transcurría el tiempo. Hay tanto que aprender…
—¿Qué te parece un rápido repaso? —preguntó Ben.
—Te lo agradecería mucho.
—De acuerdo —dijo Ben, mientras pensaba en cómo empezar—. Todo comenzó a principios de los sesenta, cuando un par de investigadores canadienses descubrieron las primeras células madre en sangre de ratón. Eran células bastante primitivas capaces de dividirse y procrear, de las cuales la mitad se convertían en glóbulos y la mitad tan solo se autorrenovaban. A continuación se produjo un lapso de unos treinta y cinco años, hasta que un investigador de Wisconsin pudo aislar similares células madre humanas de embriones muy poco crecidos y conseguir que crecieran fuera del cuerpo en probetas, mediante una técnica denominada in vitro. Al mismo tiempo, otros investigadores aprendieron a convertir estas células madre en toda clase de células diferentes, como células cardíacas, células renales, etcétera, planteando una posibilidad muy real de crear células y partes corporales sustitutivas con el fin de curar enfermedades degenerativas.
»Por supuesto, llegó el desastre, debido al uso de embriones creados en la industria de fertilización in vitro para conseguir células madre. En colisión con el antiguo y emocional debate sobre el aborto, la idea de obtener células madre a partir de embriones provocó que Bush hijo prohibiera que se destinaran fondos federales a la investigación de células madre, salvo de una exigua fuente de líneas de células madre ya existentes.
—Me acuerdo de todo eso —interrumpió Carl—. Pero ¿qué es este rollo de las células madre pluripotentes inducidas? ¿Es lo mismo que células madre embrionarias?
—Aunque parezca asombroso, parecen lo mismo, y en cierta forma su creación desafía lo que la ciencia opinaba sobre el desarrollo. Durante mucho tiempo, los científicos creían que el desarrollo de una célula desde un estadio primitivo a célula madura era un proceso de sentido único. Pero resulta que ese no es el caso. Al estudiar el proceso de desarrollo, daba la impresión de que existían treinta genes implicados en la variación de las cantidades y la cadencia en el proceso de maduración. Al reunir dichos genes en diferentes cantidades y combinaciones, e introducirlos en una célula madura completamente desarrollada con la ayuda de virus, tuvo lugar una reprogramación, que devolvió la célula madura a un estadio embrionario, al parecer el equivalente de una célula madre embrionaria.
—¿Por eso llaman «inducidas» a estas nuevas células madre?
—¡Exacto! Y por eso se llaman también pluripotentes, lo cual significa que, como células madre embrionarias, son capaces de formar cualquiera de las trescientas células o así que forman el cuerpo humano.
—¡Sorprendente! —exclamó Carl.
—Más que sorprendente, en mi opinión. Es increíble. La ciencia de las células pluripotentes inducidas corre a la velocidad del rayo. Hace cuatro años fueron los genes relacionados con el desarrollo, introducidos en células maduras mediante virus, y algunos de estos genes eran oncogenes, estrechamente relacionados con la aparición de cánceres. Era cosa sabida que hasta los vectores víricos eran a veces carcinógenos, o causantes de cánceres, de modo que las células madre pluripotentes inducidas nunca podrían ser utilizadas en pacientes, pues serían demasiado peligrosas. Pero desde ese temprano inicio, hace cuatro años, los genes se han identificado como los agentes que reprograman las células y las revierten a un estadio más primitivo con los productos proteínicos de los genes, y la inserción por mediación de virus peligrosos en potencia se ha cambiado al utilizar una corriente eléctrica llamada electroporación, y, más recientemente, por ciertos elementos químicos que atraen las proteínas del desarrollo a través de las membranas celulares sin dañarlas.
—De acuerdo. «Increíble» es una palabra mejor que «sorprendente».
—Lo más importante es que te facilita una comprensión mejor de la especialidad, ¿verdad?
—Mucho mejor. Por fin cuento con algo de contexto.
—Siempre me complace poder darte explicaciones científicas. Que no te avergüence preguntar.
—Te tomo la palabra —dijo Carl, al tiempo que apoyaba la mano sobre la hoja impresa—. Si no lo he entendido mal, este artículo habla de un procedimiento que acelera la producción de células madre pluripotentes inducidas, y se trata de otro de esos procedimientos clave que hemos de controlar.
—Sí, y creo, a propósito, que iPS RAPID se está comportando como si estuviera en venta, un tema que tú dominas más que yo. Yo diría que sería más fácil de controlar que la empresa de Massachusetts. Sería un golpe genial absorberlos antes de que tengan la oportunidad de sondear el mercado. ¿Tenemos suficiente capital disponible?
—Es probable que no, pero con la firma de ayer nuestra cotización en el mercado ha aumentado, y no tardaremos en poder calcular cuánto podríamos reunir a corto plazo.
—Hazlo —ordenó Ben.
—Lo haré —dijo Carl, y se levantó de la silla—. Gracias de nuevo.
Un momento después, se había ido.
Ben se levantó y asomó la cabeza en el despacho de Jacqueline. Tuvo que entornar la vista para que el sol que entraba por las ventanas encaradas al este no le deslumbrara.
—¿Alguna noticia de Satoshi? —preguntó.
Como la joven estaba hablando por teléfono, Jacqueline se limitó a agitar la mano y negar con la cabeza, con el fin de indicar que no le había visto.
Ben volvió a su escritorio y se dijo medio en broma que, con relación a Satoshi, se sentía como el padre de un hijo adolescente, siempre preocupado hasta cierto punto por dónde estaba el chico y qué hacía. Ya eran cerca de las diez, pero Satoshi no había aparecido ni llamado. Ben suspiró y reconoció que siempre estaba nervioso hasta que Satoshi aparecía en la oficina, aunque el hombre no tuviera nada concreto que hacer. Ben le había pedido que llamara si no tenía la intención de ir, pero Satoshi nunca se tomaba la molestia. En una ocasión, Satoshi no apareció durante una semana, y no se molestó en llamar ni conectar su móvil, lo cual provocó una gran preocupación a Ben. Cuando Satoshi hizo acto de aparición, dijo que había llevado a su familia a las cataratas del Niágara. Aunque la situación era mejor ahora, con el contrato de licencia firmado y certificado por un notario, perder a Satoshi sería más que un inconveniente.
Pensar en Satoshi recordó a Ben que había prometido llamar a Columbia para saber en qué fase se encontraba su solicitud de alquilar un espacio de laboratorio. Mientras llamaba, se reprendió sin demasiada acritud por no haberlo hecho antes. Como conocía bien a Satoshi, y de haber sido más responsable, no tendría que preocuparse por el paradero del japonés, porque el hombre estaría siempre en el laboratorio.
La conversación con los poderes fácticos de Columbia fue breve y agradable, y muy positiva. El espacio estaba libre, el precio era elevado pero justo, y lo único que debía hacer Satoshi era proporcionar una lista de equipo y reactivos, que la universidad aportaría con mucho gusto.
Ben escribió en una tarjeta las palabras «Espacio de laboratorio en Columbia disponible, puedes empezar de inmediato, necesito saber reactivos y equipo especial».
Añadió la ficha a la pila cada vez más gruesa del contrato, los testamentos y el fondo fiduciario. Ben descolgó el teléfono. Ya había esperado bastante y se sentía impaciente. Marcó el número de móvil de Satoshi, que se había aprendido de memoria.
Mientras se apoderaba de él una premonición inquietante a cada tono, Ben tamborileó con los dedos sobre el borde del escritorio. Cuando oyó el mensaje del contestador automático, la premonición de Ben se demostró cierta. Al llegar el momento, dejó grabado un mensaje a Satoshi para que contestara a la llamada, y añadió que tenía buenas noticias para él. Ben confiaba en que ese mensaje sería la mejor manera de conseguir una llamada de respuesta lo antes posible.
Cuando terminó, Ben se dirigió al armario y sacó la chaqueta. Tenía que acudir a su reunión matutina con Michael.