Jueves, 25 de marzo de 2010, 7.44 h Nueva York
Laurie fue la primera en bajar del taxi en la esquina de la Primera Avenida con la calle Treinta. El edificio seguía siendo tan poco atractivo como siempre: una reliquia de los años sesenta con sus baldosas azules y las ventanas de aluminio. Era feo entonces y seguía siendo feo. Pero le resultó familiar, como si volviera a casa después de un largo viaje. En cuanto a sus angustias anteriores acerca de su competencia profesional, ver el edificio no logró otra cosa que empeorarlas. La jornada laboral estaba a punto de empezar.
Se volvió hacia el taxi y vio que Jack bajaba después de pagar la carrera. Se había ofrecido a acompañarla en coche en lugar de utilizar su amada bicicleta, que hacía poco había cambiado por una Cannondale después de que su Trek hubiera resultado herida de muerte por un autobús urbano que la había arrollado. Por suerte, Jack no montaba en ella en aquel momento, pero había sido testigo de la tragedia a pocos pasos de distancia.
—Bien, ya hemos llegado —dijo Jack, al tiempo que consultaba su reloj.
Era más tarde de lo que deseaba. De hecho, más tarde de la hora en que habrían debido llegar, lo bastante temprano para iniciar las primeras autopsias del día, a las siete y media. Pero nadie empezaba sus casos a las siete y media, salvo Jack los días normales. El jefe, el doctor Harold Bingham, había instaurado la norma de las siete y media, pero a medida que se hacía mayor, su insistencia en el detestado madrugón se había aplacado. Como resultado, la mayoría de los profesionales veteranos empezaban cuando les daba la gana, poco después de las ocho. Jack prefería el madrugón porque le daba la oportunidad de elegir los casos, en lugar de esperar a que se los asignara el forense de guardia, una de cuyas tareas consistía en llegar antes que los demás para estudiar los casos que habían llegado durante la noche, decidir cuáles necesitaban autopsia y quién se encargaría de ellas. La tarea principal del forense de guardia era estar disponible si uno de los investigadores médico-legales necesitaba el respaldo de un patólogo forense en un caso difícil. Era un trabajo del que Jack se encargaba durante una semana tres o cuatro veces al año, cuando le llegaba el turno.
—Siento llegar tarde —dijo Laurie, al fijarse en que Jack consultaba su reloj—. Iré mejorando.
Iban retrasados porque la entrega de J. J. a Leticia había presentado problemas.
Cada vez que Laurie bajaba la escalera para reunirse con Jack, que la esperaba en la puerta, se le ocurría algo más y subía corriendo a la cocina, donde J. J. y Leticia estaban desayunando copos de avena y peras, que iban comiendo con parsimonia.
—Ningún problema —dijo Jack—. ¿Cómo te encuentras?
—Tan bien como cabía esperar.
—Todo irá bien —la tranquilizó Jack.
«Sí, claro», dijo para sí Laurie. Subieron la escalinata y atravesaron la puerta. Entró en el vestíbulo con una sensación de déja vu. Había el mismo sofá de aspecto fatigado, con la misma mesita auxiliar delante y su surtido de revistas atrasadas, algunas sin portada. Las mismas puertas cerradas con llave que daban acceso a la sala de identificaciones y a las oficinas administrativas del director y de la jefa de recursos humanos. Y finalmente, el mismo mostrador de recepción custodiado por Marlene Wilson, una amable mujer negra cuya tez sin mácula desmentía su edad, y cuya actitud era siempre alegre y cordial.
—¡Doctora Montgomery! —exclamó Marlene cuando vio a Laurie—. ¡Bienvenida! —gritó con evidente alegría. Sin vacilar ni un segundo, bajó del taburete y salió de detrás del mostrador para dar a Laurie un fuerte abrazo. Al principio, Laurie se quedó sorprendida por el entusiasmo de Marlene, pero enseguida se relajó y disfrutó del cálido recibimiento. Fue estupendo, porque la reacción de Marlene al ver a Laurie se repitió a lo largo del día con todas las personas que encontró a su paso.
Dentro de la sala de identificaciones, donde los parientes examinaban las fotos del fallecido, o el propio cadáver si insistían, Laurie y Jack encontraron al doctor Arnold Besserman, quien llevaba trabajando en el IML más de treinta años. Como era su turno de guardia, estaba sentado al viejo y mellado escritorio metálico de identificación, examinando las llegadas más recientes. A juzgar por la pequeña pila de expedientes, había sido una noche tranquila en la Gran Manzana.
Al igual que Marlene, aunque sin tanto entusiasmo, Arnold se levantó en cuanto Laurie apareció y le dio un abrazo de bienvenida.
En la sala también se encontraba Vinnie Amendola, uno de los técnicos de la morgue. Casi siempre llegaba media hora antes para facilitar la transición entre los dos técnicos de noche, pero su verdadera ocupación era preparar café en una máquina de tamaño institucional. Tuvo que esperar a que terminara Arnold para saludar a Laurie, y después se retiró a una de las antiguas butacas de cuero con su ejemplar del Daily News. Jack y él eran íntimos, aunque a veces costaba descubrirlo debido a las pullas verbales que intercambiaban. Casi todos los días, Vinnie y Jack empezaban las autopsias hasta una hora antes que los demás.
—¿Qué tenemos hoy? —preguntó Jack, mientras seguía a Arnold hasta el escritorio.
—Poca cosa —dijo Arnold sin concretar. Sabía muy bien lo que Jack quería, es decir, seleccionar cuidadosamente los casos, algo que siempre le había distinguido de los demás forenses, quienes perdonaban a Jack esta costumbre porque se ocupaba de más casos que cualquiera de ellos. Existía cierta animosidad entre ambos, porque Jack consideraba a Arnold un vago que se limitaba a perder el tiempo, trabajando lo mínimo posible, a la espera de llegar a la edad de la jubilación y conseguir la pensión máxima.
Pese a la mirada amenazadora de Arnold, Jack empezó a examinar los expedientes, buscando en cada caso las circunstancias de la muerte, como herida de bala, acaecida en un hospital pero inesperada, accidente, suicidio, asesinato o algo sospechoso.
Con los brazos en jarras y una expresión impaciente en el rostro, Arnold dejó que Jack continuara mientras silbaba, sin hacer nada por ayudarle, cosa que habría podido hacer, puesto que ya había revisado los casos.
Todavía absorto en su veloz examen de las autopsias del día, Jack reparó en que había otra persona en la sala. En una de las butacas encaradas hacia el radiador había otra figura masculina repantigada, de manera que solo sobresalía el extremo de su sombrero por el respaldo de la butaca. Lo único que se veía del resto del cuerpo eran los zapatos rayados, apoyados sobre el radiador. Al pensar que el sombrero y los zapatos solo podían pertenecer a una persona, Jack dejó caer los expedientes, rodeó el escritorio y se acercó para echar un vistazo a la figura dormida. Tal como sospechaba, era su amigo del alma, el recién ascendido capitán de detectives Lou Soldano.
—¡Mira quién está aquí! —gritó Jack a Laurie, que estaba preparándose un café a su gusto.
Laurie se acercó al instante, se paró al lado de Jack y miró a Lou. No se veía gran cosa de la cara de Lou, porque el sombrero inclinado la ocultaba casi por completo. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Sobre ellos había un periódico abierto. El abrigo estaba casi desabrochado y colgaba hasta el suelo. Su respiración era profunda, aunque no roncaba, y el periódico abierto sobre su pecho subía y bajaba rítmicamente.
—Debe de estar agotado —comentó Laurie, como la madre que era ahora.
—Siempre está agotado —dijo Jack. Extendió el brazo para levantar el sombrero de Lou y verle la cara, pero Laurie le retuvo.
—¡Déjale dormir!
—¿Por qué?
—Como ya he dicho, debe de estar agotado.
—Está aquí por algún motivo —comentó Jack mientras liberaba su mano de la presa de Laurie y levantaba con delicadeza el sombrero del policía dormido—. Cuanto antes se meta en una cama de verdad, mejor.
Con la cara ahora visible, Lou parecía la viva imagen del reposo más absoluto, pese al entorno. También parecía agotado, con ojeras debajo de los ojos algo hundidos. Las ojeras se destacaban pese a la tez morena del hombre. Era un tipo apuesto, masculino y musculoso; un hombre de pies a cabeza, sin duda italiano. Llevaba la ropa desaliñada y arrugada, como si la hubiera llevado puesta varios días seguidos, y daba la impresión de no haberse afeitado en todo ese tiempo.
—Lleva aquí tanto como yo —dijo Arnold desde el escritorio.
—¡Eh, chavalote! —dijo Jack, al tiempo que propinaba un leve empujón al hombro de Lou—. Ya es hora de que vuelvas a casa para acostarte.
El ritmo de la respiración de Lou cambió un instante, pero no despertó.
—Deja dormir a ese pobre hombre, aunque sea un ratito.
—Vamos, hombre —dijo Jack, sin hacer caso de Laurie y empujando con más fuerza a Lou.
Todo el mundo pegó un bote cuando Lou se incorporó de repente y sus pies golpearon con fuerza el suelo. Sus ojos se habían abierto de tal manera que se veía todo el blanco alrededor de los iris. Antes de que nadie pudiera reaccionar, vio a Laurie.
—¡Hola, Laurie! ¡Menuda sorpresa! Pensaba que volvías la semana que viene. —Se puso en pie algo vacilante y envolvió a Laurie en un gran abrazo—. ¿Cómo está el pequeño?
Laurie se recobró del sobresalto y devolvió el abrazo a Lou, pese a que apestaba a tabaco. Conocía a Lou desde hacía más tiempo que a Jack, pues se encontraron por primera vez el año en que empezó en el IML, a principios de los noventa. Incluso habían salido juntos una temporada, antes de que ambos se dieran cuenta de que estaban hechos más para ser amigos que amantes. Lou conocía la difícil historia de J. J. mejor que nadie en el IML, pues visitaba con frecuencia la casa de los Stapleton.
Después de un poco más de charla personal, Jack preguntó a Lou qué estaba haciendo en el IML, que Lou insistía en llamar «el depósito de cadáveres». Aunque Lou sabía que el IML era mucho más que un depósito de cadáveres, y de que el depósito en sí era tan solo una ínfima parte de la institución, le resultaba imposible cambiar, y Jack ya había desistido de convencerle.
—Quiero que te encargues de un caso —empezó Lou—. El incidente sucedió en Queens, pero aproveché mis influencias y traje el cadáver aquí en lugar de a la delegación de Queens. Espero que no te importe.
—¿Importarme a mí? —preguntó Jack, divertido—. Ni se te ocurra. Bien, puede que Bingham arme un cirio, con lo legalista que es, y que nuestro hombre de Queens se sienta ofendido y menospreciado, pero estoy seguro de que será capaz de olvidarlo antes de la jubilación.
Lou lanzó una risita.
—¿Tan grave será?
—Lo dudo, al menos en el caso de Dick Katzenburg.
—A Katzenburg no le importará en absoluto —intervino Laurie. Había tenido montones de oportunidades de trabajar con el jefe de la delegación de Queens. El IML de Nueva York tenía cuatro emplazamientos físicos, con el 519 de la Primera Avenida al servicio de Manhattan y el Bronx, y delegaciones independientes en Queens, Brooklyn y Staten Island, correspondientes a dichos barrios.
—Fue una herida de bala —empezó Lou.
—¡Oye, Arnold! —gritó Jack—. ¿Puedo ocuparme de la víctima del disparo?
En última instancia, como forense de guardia, Arnold podía elegir qué caso debía asignarse a cada patólogo. Algunas personas tenían preferencias concretas, sobre todo si estaban llevando a cabo algún estudio sobre un tema forense determinado. Otras personas tenían aversiones concretas, y a nadie le gustaban los desagradables cadáveres descompuestos, que se repartían equitativamente.
—Me es indiferente —gruñó Arnold, mientras tiraba el expediente con cierta agresividad hacia Jack, como si le arrojara un frisbee. Como cabía esperar, parte del contenido salió volando, y Jack se vio obligado a recogerlo del suelo—. Lo siento —mintió Arnold.
Jack blasfemó para sí mientras recuperaba un certificado de defunción relleno a medias, una hoja de identificación terminada y una solicitud del laboratorio del preceptivo análisis de anticuerpos del sida.
—Capullo —masculló Jack, mientras devolvía los papeles a la carpeta y extraía el informe del investigador médico-legal. Le alegró que Janice Jaeger hubiera sido la investigadora en ese caso. Era minuciosa y profesional. Típico de Janice, hasta había dibujado un plano con las distancias y ángulos reales.
—El incidente implicó a dos agentes de policía fuera de servicio, llamados Don y Gloria Morano —empezó a explicar Lou—. Son marido y mujer, después de conocerse en la academia. Buenos chicos y buenos agentes de policía. Han hecho la ronda algo más de dos años, y todavía están un poco verdes, como suele suceder. Anoche, a eso de las tres de la mañana, oyeron el ruido de cristales rotos en la calle Bayside, donde viven, y supusieron correctamente que eran los de su coche nuevo, un Honda. Sea como sea, saltaron de la cama, mientras Gloria cogía su automática reglamentaria. Salieron corriendo al camino de entrada, justo a tiempo de ver a un par de chavales que subían a una furgoneta aparcada al lado de su vehículo. Más tarde averiguaron que los adolescentes habían robado un GPS Garmin del salpicadero de su coche. En ese momento, los acontecimientos se precipitaron. El conductor cargó contra los Morano, que estaban parados frente a su casa, con Don en mitad del camino y en la trayectoria del vehículo, y Gloria un poco delante de Don y a su izquierda, más cerca de la casa y parada en el césped. ¿Te haces una idea?
—Sí, claro —dijo Jack.
—¿El conductor quería arrollar a Don? —preguntó Laurie.
—Nadie lo sabe —admitió Lou—. O eso, o cometió una equivocación debido al nerviosismo, y puso la primera en lugar de dar marcha atrás. Pero eso es algo que nunca sabremos. Sea como sea, con la furgoneta corriendo hacia Don, Gloria dispara una sola bala que atraviesa el parabrisas y alcanza al conductor en el pecho. No muere al instante, sino que frena, baja de la furgoneta y muere unos metros más allá.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Jack con el ceño fruncido.
—El problema son los otros dos chicos. Ambos insisten en que la furgoneta no corrió hacia delante. Afirman que el conductor les estaba mirando mientras subían a la furgoneta por la puerta corredera. Incluso insisten en que tenía el brazo encima del asiento delantero de la furgoneta.
—Vale, ya lo pillo —dijo Jack—. Si el conductor fallecido estaba dando marcha atrás, los policías se han metido en un lío grave por utilizar fuerza letal innecesaria, mientras que si corrió hacia delante, fue homicidio justificado.
—Exacto —dijo Lou—. Para acabar de hacerlo más interesante, el casquillo de la bala estaba en el asiento delantero y la víctima tenía una herida en el antebrazo.
—Eso pone las cosas todavía más interesantes —confirmó alborozado Jack—. Vinnie, vamos a ponernos en marcha. Tenemos trabajo que hacer. —Miró a Laurie—. Elige un caso y baja. Te reservaré la mesa contigua, tal como quedamos.
—Fantástico —respondió Laurie, mientras Jack, Lou y Vinnie desaparecían a través de la sala de comunicaciones, donde había operadoras sentadas para recibir llamadas sobre fallecimientos. Se acercó a Arnold—. ¿Ya tienes un caso para mí? Tal vez podría ser uno sencillo, en lugar de algo controvertido. Me gustaría empezar de nuevo, más que zambullirme a fondo. No me gustaría meter la pata.
—Hoy no hay casos para ti, Laurie —dijo Arnold—. Órdenes de Bingham. Dijo que, a menos que estuviéramos muy agobiados, debía concederte el día libre para que te fueras adaptando de nuevo después de tanto tiempo de ausencia. Así que estás libre.
¡Bienvenida!
Laurie exhaló un suspiro con los labios fruncidos. No sabía si sentirse contenta o decepcionada. Por una parte, parecía lógico subir a su despacho y organizar las cosas, puesto que hacía casi dos años que no lo pisaba; pero, por otra, era demorar lo inevitable, y mañana tendría que volver a revivir toda la angustia.
—¿Estás seguro de que insistió, o dijo algo acerca de que eligiera yo?
—Tan insistente como solo puede ser el doctor Bingham. Ya conoces al jefe. No tiene término medio. Dijo que subieras a su despacho en cuanto llegaras para darte la bienvenida.
—De acuerdo —dijo resignada Laurie.
Dejó a Arnold con sus gráficas y siguió a Jack y a los demás. Pensó en bajar al depósito de cadáveres para decirle que no iba a trabajar aquel día. Pero cuando llegó al ascensor de atrás, cambió de opinión. Conociendo a Jack y su marcada inclinación por los casos interesantes, como sin duda lo sería la herida de bala de Lou, y lo concentrado que estaría, decidió decírselo después. Dio media vuelta y se dirigió a administración para averiguar si Harold Bingham había llegado ya. Mientras andaba sacó el móvil para hacer la primera de las numerosas llamadas para interesarse por J. J.