Prólogo

Domingo, 28 de febrero de 2010, 2.06 h Kioto, Japón

Sucedió en un abrir y cerrar de ojos. En un momento dado todo iba bien, teniendo en cuenta que Benjamin Corey estaba allanando un laboratorio biológico extranjero; al momento siguiente un desastre se avecinaba, y Ben Corey había pasado de estar razonablemente relajado a sentir pánico. Al cabo de escasos segundos de que las luces del techo se encendieran, inundando toda la planta de una áspera luz fluorescente, su frente se cubrió de sudor frío, el corazón empezó a martillear en su pecho y, para colmo, notó entumecidas las yemas de los dedos, una reacción instintiva que no había experimentado jamás. Lo que debía ser coser y cantar, tal como lo había descrito la noche anterior en Tokio su contacto con la yakuza, amenazaba ahora con convertirse en todo lo contrario. Un guardia uniformado bastante mayor se acercaba por el pasillo central del laboratorio, con el gorro provisto de visera retirado de la frente y una linterna en la mano derecha, a la altura de la cara. Mientras avanzaba, miraba a un lado y a otro y dirigía el haz hacia las filas que separaban las hileras de bancos del laboratorio. Apretaba un móvil contra el oído izquierdo y hablaba en voz baja y acelerada, seguramente para informar a la oficina central de seguridad de la Universidad de Kioto sobre sus progresos en la investigación de una luz solitaria que se había encendido de repente en una oficina del tercer piso, en un edificio completamente a oscuras y, en teoría, desierto. Cada paso que daba producía un ominoso tintineo del enorme llavero ceñido a su cinturón.

Era el primer episodio de robo con allanamiento de Ben Corey, y se prometió que sería el último. No debería estar allí, teniendo en cuenta que era doctor en medicina y graduado en la Harvard Business School, así como director general y fundador de una prometedora empresa llamada iPS USA LLC. Había fundado la empresa con la esperanza de liderar la comercialización de células madre pluripotentes inducidas (iPS), y de paso convertirse en multimillonario.

La razón concreta de que Ben estuviera allí en aquel momento estaba debajo de su brazo: varios cuadernos de laboratorio pertenecientes a un ex investigador de la Universidad de Kioto, Satoshi Machita. Los libros contenían la prueba de que él, Satoshi Machita, había sido el primero en obtener células iPS. Ben había encontrado los cuadernos en la oficina auxiliar de la que acababa de salir. Satoshi había descrito a Ben dónde se hallaban exactamente los cuadernos, y en esencia le había dado permiso para apoderarse de ellos, permiso que Ben había utilizado para explicar su participación en el robo. Pero había otros factores en juego: durante los dos años anteriores, Ben había padecido una crisis de los cuarenta que le había despojado de la madurez propia de su edad. Se había divorciado de su esposa, con la que había tenido tres hijos, ya adultos; renunciado a su trabajo fijo en un gigante de la biotecnología montado en el dólar; contraído matrimonio con su ex secretaria, Stephanie Baker, y engendrado un nuevo hijo varón; perdido dieciocho kilos y participado en triatlones y esquí extremo, y embarcado en la arriesgada aventura de iPS USA en un momento en que reunir capital era difícil, en el mejor de los casos, y para ello había tenido que hacer sacrificios significativos, sobre todo en lo tocante al origen del dinero.

Tras unos cambios tan importantes en su vida, Ben empezó a enorgullecerse de ser más un «actor principal» que uno «secundario». Cuando se puso en contacto con Satoshi Machita y escuchó la historia del investigador, había aprovechado la oportunidad para implicarse. Ben no tardó en considerar los cuadernos de laboratorio de Satoshi un potencial maná del cielo. Si era cierto que Satoshi había sido la primera persona en obtener células iPS de sus propios fibroblastos, Ben confiaba en que el contenido de los cuadernos significara un terremoto en el mundo de las patentes de biotecnología y pusiera los cimientos de la propiedad intelectual de iPS USA.

Desde aquel momento, y durante un período de muchos meses, Ben se había responsabilizado en persona de su recuperación. Aun así, no pensó en participar en la incursión en la Universidad de Kioto hasta que el jefe de la yakuza, al que había conocido en Tokio durante una entrevista organizada por un jefe de la mafia de Nueva York, quien proporcionaba el capital inicial a Ben, le convenció de lo sencillo que iba a resultar. «Hasta dudo que la puerta del laboratorio esté cerrada con llave», le había dicho el hombre atildado, vestido con un traje de Brioni, cuando se había reunido con él en el bar del club Peninsula de Tokio. «Es posible incluso que, a las dos de la mañana, haya estudiantes trabajando en sus bancos. No les haga caso, consiga lo que pertenece a su empleado y salga. No habrá problemas, según mis fuentes. Le acompañará uno de nuestros mejores hombres de la Yamaguchi-gumi, quien se reunirá con usted en su hotel de Kioto. Ni siquiera tendrá que entrar en el laboratorio si no quiere. Descríbale lo que desea obtener y dígale dónde cree que lo encontrará».

En aquel punto, Ben, el nuevo «actor principal», consideró una justificación poética participar en la fase final de lo que había sido un proceso de meses de duración. Dada la importancia de los cuadernos, quería estar seguro al cien por cien de que se llevaba los que quería. Además, el propietario había autorizado su recuperación, de modo que para él no se trataba de un robo. Se veía actuando como un moderno Robin Hood.

—Hemos de largarnos de aquí —chilló el atemorizado Ben a su cómplice, el presunto «auténtico» profesional, Kaniji Goto. Los dos hombres estaban acuclillados detrás de uno de los bancos del laboratorio. Además del tintineo de las llaves, oían las sandalias del guardia uniformado deslizarse sobre el suelo embaldosado de la sala.

Kaniji, con evidente irritación, indicó a Ben con un ademán que se callara. Ben se tomó la orden con calma, pero le sacó de quicio que Kaniji hubiera extraído un cuchillo del interior de su indumentaria. La repentina luz encendida en la sala arrancó destellos cegadores de la hoja de acero inoxidable del cuchillo. Ben tenía muy claro que Kaniji albergaba la intención de enzarzarse en alguna acción violenta, en lugar de salir corriendo del edificio.

A medida que transcurrían los segundos y el guardia se iba acercando, Ben se reprendió por no abortar la misión cuando el presunto profesional Kaniji había aparecido una hora antes para recogerlo en su ryokan, u hostal tradicional japonés. Ante el horror de Ben, Kaniji llegó vestido todo de negro, como si se dirigiera a un baile de máscaras. Sobre un jersey negro de cuello cisne y unos pantalones holgados negros tipo pijama, llevaba una chaqueta negra de artes marciales, ceñida con un cinturón negro. Iba calzado con zapatillas deportivas negras. Aferraba en la mano un pasamontañas negro. Para colmo, su inglés era muy limitado, lo cual dificultaba que se entendieran.

Pero la deficiente comunicación, junto con un escenario desconocido y el ansia por apoderarse de los cuadernos de laboratorio solo contribuyó a que Ben quisiera seguir adelante con el plan, pese a los timbres de alarma que se dispararon en su cabeza. Y ahora, mientras Kaniji avanzaba centímetro a centímetro blandiendo el cuchillo, la angustia de Ben se disparó sin freno.

Con la esperanza de evitar cualquier enfrentamiento entre Kaniji y el guardia, Ben se lanzó hacia delante y alcanzó a su compañero. Desesperado, agarró el cinturón del japonés y tiró de él.

Kaniji perdió el equilibrio y cayó de culo, pero se levantó con celeridad dándose la vuelta al mismo tiempo, como el experto en artes marciales que era. Desconcertado un instante a causa de aquella inoportuna intervención de su compañero de andanzas, consiguió reprimir su ataque reflejo. Plantó cara a Ben con una postura defensiva agresiva. La punta del cuchillo temblaba a escasos centímetros de su nariz.

Ben se quedó petrificado, mientras intentaba con desesperación dilucidar el estado mental de Kaniji, temeroso de que un leve movimiento por su parte desencadenara el ataque que el japonés estaba reprimiendo. No fue fácil. El pasamontañas con el que Kaniji se había cubierto la cara antes de entrar en el laboratorio ocultaba su rostro por completo, de modo que resultaba imposible descifrar su expresión. Hasta las rendijas eran agujeros negros insondables. Un segundo después, la linterna del guardia los cegó a ambos.

Kaniji reaccionó por puro instinto. Dio media vuelta, lanzó un grito y cargó contra el sorprendido guardia, al tiempo que alzaba el cuchillo sobre la cabeza y lo sujetaba como un puñal. Ben también saltó y volvió a agarrar el cinturón de Kaniji, pero en vez de frenarlo, se sintió propulsado hacia delante. Cuando Kaniji se estrelló contra el guardia, Ben colisionó contra la espalda de su compañero y los tres cayeron al suelo en una especie de emparedado confuso, con el guardia debajo y Ben encima.

En el momento en que sus cuerpos se encontraron, Kaniji había clavado el cuchillo al guardia, hasta hundir la punta en el surco que separaba la clavícula del borde superior del hombro. Cuando el grupo se desmoronó, la hoja seccionó el arco carotídeo del hombre.

Aparte del silbido del aire expulsado por los pulmones de Kaniji y del guardia cuando cayeron al suelo, lo primero de lo que Ben tomó conciencia fueron los chorros intermitentes de líquido. Tardó un confuso momento en darse cuenta de que era sangre. Mientras se apartaba a gatas, vio que la sangre brotaba a borbotones cada vez más pequeños, a medida que el corazón iba expulsando el resto de los seis litros aproximados que contiene el cuerpo humano.

Aunque Kaniji estaba cubierto de sangre, tan solo unas cuantas gotas habían alcanzado a Ben, que resbalaron sobre su frente cuando se incorporó. Se las secó frenéticamente con el dorso de la mano libre, y después la sacudió.

Durante un segundo, Ben contempló los dos cuerpos entrelazados teñidos de rojo, uno que todavía luchaba por recuperar el aliento, el otro pálido e inmóvil. Sin pensarlo dos veces, Ben huyó. Aferró los cuadernos de laboratorio bajo el brazo, como si fueran un balón de rugby, y recorrió a la inversa la ruta que Kaniji y él habían tomado para llegar al antiguo despacho de Satoshi.

Al salir por la entrada principal del edificio, situada en la planta baja, Ben vaciló un momento, sin saber muy bien qué hacer. Sin las llaves del antiguo Datsun de Kaniji, no era necesario volver al bosquecillo donde estaba aparcado el coche. Mientras su mente repasaba a toda velocidad diversas opciones, ninguna de ellas muy esperanzadora, se vio obligado a entrar en acción cuando oyó sirenas a lo lejos. Aunque perdido en una ciudad extranjera, sabía que el río Kamo corría hacia el oeste y atravesaba Kioto de norte a sur, y se hallaba cerca del ryokan donde se alojaba, en la parte antigua de la ciudad.

Con la energía de alguien que participaba en triatlones, Ben corrió hacia el río, guiándose por las estrellas. Corría con agilidad y sin esfuerzo, al tiempo que intentaba ser lo más silencioso posible. Al cabo de tan solo tres manzanas oyó que las sirenas enmudecían, lo cual sugería que las autoridades ya habían llegado al laboratorio. Ben aceleró, con la mandíbula tensa. Lo último que deseaba era que lo detuvieran. Angustiado y tembloroso, le habría costado contestar a las preguntas más sencillas, y mucho más explicar por qué corría a aquella hora de la noche cargado con cuadernos robados de un laboratorio de la Universidad de Kioto. Cuando llegó al río, se desvió hacia el norte y adoptó un ritmo rápido pero constante, como si participara en una carrera.

Tres semanas después

Lunes, 22 de marzo de 2010, 9.37 h Tokio, Japón

Naoki Tajiri llevaba en el mizu shobai, o «comercio de agua», mucho más tiempo del que deseaba admitir. Había empezado desde abajo nada más acabar el instituto, lavando tazas de sake, jarras de cerveza y vasos de shochu, una bebida alcohólica similar al vodka, y poco a poco había ido asumiendo responsabilidades mayores. Con el fin de engrosar su currículo, había trabajado en todo tipo de establecimientos, desde los nomiya tradicionales, o locales de bebidas, hasta los bares de putas regentados por la yakuza, la versión japonesa de la mafia. Naoki no era miembro de ninguna banda, pero era tolerado e incluso solicitado por la yakuza debido a su experiencia, y ese era el motivo de que fuera gerente del Paradise, uno de los locales nocturnos más famosos del barrio de Akasaka, en Tokio.

Aunque Naoki había empezado su carrera en su pequeña ciudad natal, con los años se había ido desplazando a ciudades más grandes, hasta desembarcar por fin en Kioto, y después en Tokio. Durante esos años, Naoki había visto prácticamente todo lo relacionado con el comercio de agua, incluido dinero, alcohol, juego, sexo y asesinato. Hasta esa mañana.

Todo empezó con una llamada telefónica poco antes de las seis de la mañana. Irritado por haberle despertado al poco de dormirse, respondió malhumorado, pero no tardó en cambiar de tono. Quien llamaba era Mitsuhiro Narumi, el saiko-komon, o asesor principal, del oyabun, o jefe de la Inagawa-kai, la organización yakuza dueña del Paradise.

El que alguien tan importante le llamara a él, un simple gerente de club nocturno, le produjo escalofríos.

Naoki temía que algo horrendo hubiera sucedido en el Paradise durante la noche y, como gerente, era su responsabilidad saberlo todo. Pero se trataba de algo muy diferente, algo bastante extraordinario. Narumi-san llamaba para informarle de que Hisayuki Ishii, el oyabun o jefe de otra familia yakuza, iría al Paradise para celebrar una importante reunión con Kenichi Fujiwara, el viceministro de Economía, Comercio e Industria, un burócrata con contactos políticos de muy alto nivel. Narumi-san continuó explicando que Naoki sería responsable personalmente de que la reunión fuera bien.

«Dales todo cuanto necesiten o deseen», fue la orden final.

Aliviado de que la llamada no supusiera ningún problema grave, a Naoki se le había despertado la curiosidad de saber por qué un oyabun de otra organización yakuza se desplazaba a una propiedad de la Inagawa-kai, sobre todo para hablar con un ministro del gobierno. Pero no le tocaba a él hacer preguntas, y Narumi-san no le dio ninguna explicación antes de finalizar con brusquedad la conversación.

Cerca de las diez de la mañana, Naoki empezó a tranquilizarse. Todo estaba organizado. Los muebles habituales habían sido retirados, con el fin de colocar una mesa especial en el centro del salón principal, en el segundo piso. Habían sacado de la cama al mejor camarero de Naoki por si pedían bebidas exóticas. Habían llamado a cuatro chicas de compañía por si los visitantes solicitaban sus servicios. El toque final fue un cenicero, junto con un surtido de paquetes de cigarrillos, tanto nacionales como extranjeros, ante cada uno de los dos asientos.

El oyabun fue el primero en llegar, junto con una cohorte de esbirros cortados por el mismo patrón, todos vestidos con trajes negros de zapa, gafas de sol y pelo pincho con mucha brillantina. El oyabun iba vestido con un estilo más conservador, con un traje italiano de lana oscuro hecho a medida y zapatos ingleses acabados en punta muy lustrados. Llevaba el pelo corto y bien peinado; la manicura, perfecta. Era la personificación del hombre de negocios triunfador, que combinaba una serie de negocios legales con sus responsabilidades como jefe de la familia mafiosa Aizukotetsu-kai, radicada en Kioto. Pasó ante el inclinado Naoki como si formara parte del mobiliario. Una vez situado a la cabecera de la mesa, aceptó con brusquedad un poco de whisky, mientras examinaba con displicencia los paquetes de cigarrillos. A modo de distracción añadida, Naoki había indicado a su encargado que llamara a las mujeres.

Naoki se dirigió a la entrada de abajo para esperar la llegada de su segundo invitado importante. Como el Paradise estaba abierto las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días al año, no había puerta propiamente dicha. La sustituía una cortina invisible de aire en movimiento que mantenía a raya el frío del invierno o el calor y la humedad del verano. La idea era capitalizar el capricho de los transeúntes, de manera que entrar fuera de lo más fácil. No era raro que un transeúnte entrara, con la intención de quedarse un momento, y después prolongara su estancia una o dos horas.

La planta baja del Paradise era un amplio salón de pachinko. Incluso a aquella hora de la mañana había más de cien jugadores, al parecer en estado comatoso, sentados delante de ruidosos pinball verticales. Con una mano lanzaban las bolas en vertical, que luego descendían en picado tras el cristal de las máquinas. Durante el descenso, las bolas de acero inoxidable se estrellaban contra diversos obstáculos y senderos. El pachinko inspiraba una devoción casi fanática en muchos jugadores, y aunque Naoki no lo entendía, le daba igual. El juego era responsable de casi el cuarenta y cinco por ciento de los ingresos del Paradise.

Vio en la calle los sedanes negros en que habían llegado el oyabun y su séquito. Entre los Toyota Crown se encontraba el vehículo del oyabun, un impresionante Lexus LS 600h L negro, el nuevo buque insignia de la marca Lexus y de la industria automovilística japonesa. Todos los coches estaban aparcados en una zona prohibida, pero eso no preocupó a Naoki. La policía reconocería los vehículos y haría la vista gorda. Naoki conocía muy bien la fluida y muy poco ortodoxa relación entre las autoridades gubernamentales, incluida la policía, y la yakuza, como demostraba sin la menor duda la inminente reunión que apadrinaría aquella misma mañana.

Naoki consultó la hora y notó que su nerviosismo se renovaba. Pese a la leve sonrisa de complacencia que había detectado en el rostro del oyabun cuando habían aparecido las chicas, Naoki era consciente de que el oyabun tal vez interpretaría la espera como una señal de falta de respeto por parte del viceministro. Para alivio de Naoki, no obstante, en cuanto volvió la vista a la derecha divisó la comitiva del viceministro.

A media manzana de distancia, avanzaban hacia él tres Toyota Crown, tan juntos que parecían yuxtapuestos. El del centro se detuvo justo delante de Naoki. Aunque este extendió una mano para abrir la puerta posterior del vehículo, un ejército de hombres vestidos de negro con auriculares saltó de los otros dos coches y rechazaron su esfuerzo con un ademán. Él se apresuró a obedecerlos.

Naoki hizo una profunda reverencia cuando Kenichi Fujiwara bajó a la acera. El hombre, que iba vestido casi con tanta elegancia como el oyabun, titubeó un momento mientras inspeccionaba la fachada del Paradise. Los cinco pisos superiores del edificio eran una casa de citas, cuyas habitaciones temáticas podían alquilarse por horas o por días. La expresión de Kenichi era de leve desprecio, como insinuando que no era él quien había elegido el lugar. No obstante, entró en el Paradise a través de la cortina de aire, pasando ante el inclinado Naoki con la misma indiferencia exhibida por el oyabun cuando llegó un cuarto de hora antes.

Naoki se incorporó, corrió para adelantarse a su invitado, y se dirigió a los recién llegados en voz lo bastante alta para que le oyeran por encima del estruendo de las bolas de pachinko.

—La reunión se celebrará en el segundo piso. Síganme, por favor.

Arriba, las chicas estaban riendo, y se cubrieron la boca con timidez. Un momento después, fueron barridas a un lado cuando el oyabun se levantó con brusquedad al ver al viceministro. Sin la menor queja, las chicas se replegaron en el bar.

Aunque los dos séquitos se miraron con una mezcla de desdén y una pizca de hostilidad reprimida, el saludo entre las dos autoridades fue cordial y penosamente equivalente, como el de dos ejecutivos amigos.

—¡Kenichi Fujiwara Daijin! —dijo el oyabun con voz tensa y forzada, imprimiendo idéntico énfasis a cada sílaba.

—¡Hisayuki Ishii Kunicho! —respondió el viceministro de forma similar.

A la vez que hablaban, se hicieron una mutua reverencia en el mismo ángulo exacto y bajaron los ojos en señal de respeto. Después, intercambiaron tarjetas. Primero el viceministro, que extendió la tarjeta sujeta con ambas manos por los pulgares y los índices al tiempo que repetía una reverencia menos profunda. El oyabun le imitó con suma precisión.

Tras el ritual de intercambio de tarjetas, los hombres se volvieron un momento hacia sus respectivos séquitos, y con una simple mirada y un movimiento de cabeza los dirigieron a lados opuestos de la sala. En aquel momento, el oyabun y el viceministro se sentaron, uno frente al otro, separados por la larga mesa de biblioteca hecha de caoba que habían encontrado para la ocasión. Cada uno colocó la tarjeta del otro delante y en el centro, exactamente paralela al lado de la mesa.

Sin instrucciones concretas que indicaran lo contrario, Naoki, que debía pasar inadvertido, permaneció cerca por si alguno de los distinguidos invitados solicitaba algo. Intentó en vano no escuchar lo que decían. En su negocio, poseer información podía ser peligroso.

Tras una serie de cortesías, mediante las cuales afirmaron su mutuo respeto, Kenichi fue al grano.

—No nos queda mucho tiempo antes de que echen de menos mi presencia en el ministerio. En primer lugar, permítame expresarle mi sincero agradecimiento por haber consentido en efectuar el tedioso viaje entre Kioto y Tokio.

—No ha sido ninguna molestia —respondió Hisayuki con un ademán displicente—. Tenía que venir a Tokio por negocios.

—En segundo lugar, el ministro le envía recuerdos y confía en que comprenda que habría preferido celebrar esta reunión con usted en mi lugar. Por desgracia, le convocaron a una reunión inesperada con el primer ministro.

Hisayuki no respondió verbalmente. Se limitó a asentir para indicar que le había oído. En realidad, el repentino cambio de agenda, sucedido a primera hora de la mañana, le había enfurecido, pero por temor a exagerar su reacción había aceptado la nueva situación. Un encuentro de alto nivel con el gobierno, fuera con el ministro o con el viceministro, era algo demasiado excepcional para desaprovecharlo. Además, en muchos sentidos el viceministro era más poderoso que el ministro. No había sido elegido por este, sino que era un funcionario de reconocido prestigio. Además, Hisayuki sentía curiosidad por saber qué le iban a ofrecer. Las relaciones entre la yakuza y el gobierno siempre exigían negociaciones.

—También quiero que sepa que nos habría gustado ir a Kioto, pero teniendo en cuenta el estado de la economía mundial y la economía nacional, los medios no cesan de acosarnos y creemos que no podemos correr ese riesgo. Es importante que esta entrevista sea ocultada a los medios. El gobierno necesita su ayuda. Usted sabe tan bien como yo que Japón no posee un equivalente de la CIA o el FBI.

Hisayuki reprimió con cierto esfuerzo una sonrisa de satisfacción. Como negociador nato, era un placer para él que alguien susceptible de serle útil le abordara para pedirle un favor. Interesado, Hisayuki se inclinó hacia delante para acercar su rostro más al de Kenichi.

—¿Puedo suponer, en esta circunstancia en particular, que mi posición de oyabun de una familia yakuza me concede la oportunidad de poder ayudar al gobierno?

Kenichi también se inclinó hacia delante.

—Ese es precisamente el motivo.

Pese a los intentos de Hisayuki de evitarlo, una leve sonrisa apareció en su cara, lo cual le obligó a contradecir su mantra de no expresar la menor emoción cuando negociaba.

—Perdone si considero esto irónico —dijo, mientras controlaba su expresión—. El que ahora pide ayuda, ¿no es el mismo gobierno que aprobó las leyes antibandas en 1992? ¿Cómo es eso posible?

—Como usted sabe, el gobierno siempre ha sido ambivalente con la yakuza, y esas leyes fueron aprobadas por motivos políticos, no para imponer su cumplimiento. Además, no se han llevado a la práctica. Más en concreto, no se aprobado nada equivalente a la Ley RICO norteamericana, y sin una ley semejante nuestras leyes antibandas nunca podrán ser llevadas a la práctica.

Hisayuki juntó las yemas de los dedos. Le gustaba el sesgo que tomaba la conversación.

—La ironía reside en que las leyes antibandas no han influido tanto en las actividades delictivas como en nuestros negocios legales. ¿Sería reacio a estudiar algunas de estas circunstancias concretas si me avengo a ayudarle a usted y al gobierno?

—Eso es justo lo que pensábamos ofrecer. Cuanto más legales sean las operaciones comerciales o la empresa, y cuanto más libres parezcan del control de la yakuza, más podremos intervenir. Será un placer para nosotros.

—Otra pregunta antes de decirme qué desean: ¿por qué yo? ¿Por qué la Aizukotetsu-kai? Comparados con la Yamaguchi-gumi, o incluso con la Inagawa-kai, somos muy pequeños.

—Hemos acudido a usted porque usted y la Aizukotetsu-kai, como principal yakuza de Kioto, ya están implicados.

Las cejas del oyabun apenas se enarcaron, reflejando tanta sorpresa como confusión.

—¿Cómo saben que estamos implicados, y cuál es exactamente el problema?

—Sabemos que están implicados debido a la fuerte inversión que han hecho en la empresa, relativamente nueva, iPS Patent Japan a través de su empresa RRTW Ventures. Con tantas acciones en juego, suponemos que creen, al igual que el gobierno, que la tecnología de las células madre pluripotentes inducidas va a dominar la industria de la biotecnología durante el próximo siglo. La mayoría creemos que, en cuestión de una década o así, estas células iPS van a ser claves para curar, no solo tratar, multitud de enfermedades degenerativas. Y de paso, darán lugar a una industria muy rentable. ¿Estoy en lo cierto?

Hisayuki no se movió.

—Voy a tomar su silencio como una afirmación. También voy a asumir, debido al tamaño de su inversión, que cree que la Universidad de Kioto no estaba preparada para manejar los aspectos de las patentes de los grandes avances que surgían de sus laboratorios de células madre, pues eso era lo que iPS Patent Japan se proponía rectificar y controlar.

Kenichi hizo una nueva pausa, pero Hisayuki permaneció tan inmóvil como una estatua, estupefacto por la exactitud de lo que estaba escuchando. No tenía ni idea de que el gobierno estuviera enterado de la inversión que había hecho en iPS Patent Japan, puesto que la empresa todavía no había salido a la luz pública.

Después de carraspear y esperar un momento por si el oyabun quería responder, el viceministro continuó.

—Decir que el Ministerio de Economía, Comercio e Industria está preocupado por el hecho de que nuestra nación corre el peligro de perder su ascendencia en este campo tan importante, el de comercializar la tecnología de las iPS, a manos de los estadounidenses, sería una burla de nuestros verdaderos sentimientos. Estamos desesperados, sobre todo porque el pueblo japonés ya ha aceptado la preponderancia de Japón en dicho campo como una cuestión de orgullo nacional. Todavía peor, hemos averiguado hace muy poco que se ha producido una deserción gravísima, la de un investigador del laboratorio de células madre de la Universidad de Kioto.

Como si despertara de un trance, Hisayuki se enderezó.

—¿Adónde ha desertado? —soltó.

Los yakuza de la vieja escuela, como la extrema derecha japonesa, eran apasionadamente patrióticos. Para él, ese comportamiento de un investigador japonés era anatema.

—A Estados Unidos, por supuesto, por eso estamos tan preocupados: a Nueva York, para ser más concreto. La deserción ha sido orquestada por una nueva empresa llamada iPS USA, que planea aprovechar el caos de las patentes en el campo de las células madre, y la tecnología iPS en particular. Aunque se dice que la empresa se encuentra en «modo sigiloso», parece ser que su objetivo es monopolizar toda la propiedad intelectual importante en este campo tan prometedor.

—Lo cual significa que podrían terminar controlando lo que promete ser una industria billonaria, una industria que Japón debería controlar por derecho propio.

—Bien dicho.

—¿Este desertor plantea una amenaza muy grande?

—Enorme. iPS USA se alió con una cohorte de la Yamaguchi-gumi aquí en Tokio, con la ayuda de algunos contactos de la mafia de Nueva York, a fin de llevar a cabo espionaje industrial en Kioto. Hubo un robo en las instalaciones (un guardia de seguridad de la universidad fue asesinado) y consiguieron apoderarse de las únicas copias en papel del trabajo del desertor. Estos valiosos cuadernos de laboratorio estaban irresponsablemente guardados en un archivador del laboratorio de la Universidad de Kioto, que ni siquiera estaba cerrado con llave. Es un desastre complicado y muy peligroso.

Hisayuki había oído vagos rumores acerca del robo en la Universidad de Kioto, incluso de la muerte del guardia de seguridad, pero que no involucraban a la banda rival Yamaguchi-gumi. Sabía que la Yamaguchi-gumi había intentado en otras ocasiones invadir su territorio. A diferencia de las demás familias yakuza, la Yamaguchi, radicada en la ciudad de Kobe, despreciaba la tradición al extenderse a otras localidades de Japón. Pero la idea de que estuvieran colaborando con una empresa estadounidense para llevar a cabo espionaje industrial en Kioto era de lo más indignante. Como oyabun de la Aizukotetsu-kai tenía que proteger la inversión hecha en iPS Patent Japan.

—¿Por qué es tan importante el trabajo de este investigador?

—Debido a lo que hizo a espaldas de todo el mundo. Según tengo entendido, estaba trabajando en células madre y en células iPS de ratones, tal como le habían ordenado sus superiores. Pero en sus ratos libres trabajaba con células humanas. De hecho, estaba trabajando con sus propias células, a partir de una biopsia de sus antebrazos. Como resultado, fue el primero en producir células iPS humanas, no sus jefes, que se han adjudicado el mérito. Cuando intentó señalar esto a sus superiores de la universidad, no le hicieron caso, le despidieron, y después le prohibieron el acceso al laboratorio para recoger sus efectos personales. Dichos efectos personales incluían copias en papel de su trabajo, las cuales respaldaban sus reclamaciones, y que habían sido borradas a propósito del ordenador de la universidad. Trataron a ese hombre de una manera abominable, aunque al defender sus derechos estaba saltándose la tradición japonesa. La competencia en el ámbito académico actual, tan íntimamente relacionado con la industria, puede ser brutal.

—¿Qué cree que va a pasar?

—¡Lo que ya está pasando! —dijo Kenichi, indignado—. De hecho, nos enteramos de este desastre gracias a la oficina de patentes de Japón. Con la ayuda de iPS USA, nuestro desertor ya ha presentado una querella contra la Universidad de Kioto y contra la validez de sus patentes iPS, y ha contratado a uno de los abogados expertos en patentes más prestigiosos de Tokio. Al contrario que sus anteriores jefes de laboratorio, no tenía contrato con la universidad relativo a la propiedad de su trabajo, lo cual significa que es de él y no de la universidad. Posee ahora una serie de patentes estadounidenses pendientes, que sin duda pondrán en entredicho a las patentes de Kioto en el WTO de Japón, así como a las que son propiedad de una universidad de Wisconsin, porque Estados Unidos reconoce el momento de la invención, no el momento de la presentación de los documentos. Es el único país del mundo que lo hace.

—Se trata sin duda de una emergencia —replicó Hisayuki, con el rostro congestionado. Por dentro, se estaba arrepintiendo de su decisión de invertir tanto dinero en iPS Patent Japan. Si la realidad que el viceministro estaba describiendo llegaba a materializarse, el valor en el mercado de iPS Patent Japan descendería a cero—. ¿Cómo se llama ese desertor traicionero? —preguntó airado.

—Satoshi Machita.

—¿Es de Kioto?

—Sí, pero ahora él y su familia más próxima, incluidos los abuelos, se encuentran casi domiciliados en Estados Unidos, y muy pronto obtendrán la residencia. Esto ha ocurrido gracias a la connivencia entre la Yamaguchi-gumi e iPS USA, pero sobre todo por culpa de la Yamaguchi-gumi, responsables de sacarles de Japón e introducirles en Estados Unidos. No estamos seguros de por qué Yamaguchi lo hizo, pero podría deberse a una relación económica con iPS USA.

—¿En qué lugar de Estados Unidos vive Satoshi?

—Carecemos de información fidedigna. No tenemos la dirección. Suponemos que está en Nueva York, pues ahí se encuentra la sede de iPS USA, y es miembro de la junta consultiva científica de la empresa.

—¿Le queda familia en Kioto?

—Me temo que no. Al menos, familiares próximos no. La Yamaguchi trasladó a todos, incluida su esposa, una hermana soltera y los cuatro abuelos.

—Da la impresión de que me está transmitiendo esta información un poco tarde.

—Casi todo lo que le he contado nos ha sido comunicado durante estos últimos días, después de que avisaran a la oficina de patentes del inicio de acciones legales. La Universidad de Kioto tampoco ha sido de mucha ayuda. Solo nos informaron de lo que habían sustraído después de cometido el robo, y porque se lo preguntamos directamente.

—¿Qué es lo que usted aconsejaría hacer a la Aizukotetsu-kai si estuviera en mi mano transmitir tales sugerencias, cosa que no pienso admitir?

El viceministro carraspeó y tosió sobre su puño. No le sorprendía en absoluto la ridícula cautela del oyabun, y respondió de la misma forma.

—No voy a suponer que puedo decir a la Aizukotetsu-kai cómo dirigir su organización. Pensé que era importante para mí contar a alguien cuál era la situación actual y cuáles eran los peligros inmediatos para la Aizukotetsu-kai y su paquete de acciones, pero nada más que eso.

—¡Pero hay que hacer algo, y pronto!

—Estoy totalmente de acuerdo, así como el ministro, e incluso el primer ministro; pero por motivos evidentes, tenemos las manos atadas. Ustedes no, sin embargo. Tienen sucursales en Nueva York, ¿verdad?

—¿A qué sucursales se está refiriendo, Fugiwara-san? —preguntó el oyabun en tono inocente, al tiempo que enarcaba sus pobladas cejas para subrayar sus palabras. No iba a aceptar de forma tácita tal afirmación, pese a que se trataba de algo bastante conocido.

—Con el debido respeto, Ishii-san —dijo el viceministro con una leve reverencia—, no es momento de fingimientos. El gobierno conoce muy bien las operaciones de la yakuza en Estados Unidos, y sus vínculos con las organizaciones criminales locales. Sabemos lo que está pasando y, para ser sincero, nos encanta que envíen tanto cristal a Estados Unidos, pues eso significa menos problemas aquí. No nos entusiasman tanto sus otras actividades, en términos de contrabando de armas, juego y vicio, pero han sido toleradas por si sus contactos podían ser beneficiosos en alguna circunstancia futura, tal como ocurre con la actual calamidad.

—Tal vez pueda transmitir la información que ha sido tan amable de proporcionarme a ciertos conocidos —dijo Hisayuki tras una breve pausa—. Puede que se les ocurra algo beneficioso para los intereses de ambos.

—Esa era la idea general, y el ministerio, de hecho, el gobierno en pleno, estaría muy agradecido.

—No puedo prometer nada —se apresuró a añadir Hisayuki, mientras sopesaba varias ideas. Sabía que tenían que encontrar al desertor de inmediato, lo cual no creía que planteara ningún problema. Pero la perfidia de alguna banda de la Yamaguchi-gumi, violando las normas establecidas y operando en la ciudad de Kioto sin su permiso, era un problema diferente. No podía tolerarse. Confiaba en que se tratara de una banda renegada aislada, que actuaba sin que lo supiera el oyabun de la Yamaguchi-gumi. Antes de tomar alguna decisión en su feudo, juró descubrir la verdad sobre aquella cuestión vital. Pero estaba limitado por la realidad de que la Aizukotetsu-kai se veía eclipsada por la Yamaguchi-gumi, como una nación en vías de desarrollo ante una superpotencia.

—Una cosa que me gustaría subrayar —dijo el viceministro— es que, hagan lo que hagan, sobre todo en Estados Unidos, ha de hacerse con la máxima discreción. Cualquier daño que sufra el desertor debe parecer natural, y el gobierno japonés no puede verse implicado en ello de ninguna manera.

—Trato hecho —dijo el oyabun, distraído.

Dos días después

Miércoles, 24 de marzo de 2010, 16.14 h Nueva York

Satoshi Machita firmó con desenvoltura y aplicó su sello inkan personal a las cinco copias del acuerdo que concedía a iPS USA derechos de licencia mundiales en exclusiva por sus patentes de iPS pendientes.

El contrato le proporcionaba un justo y lucrativo tanto por ciento, incluidas generosas opciones de compra de acciones que se prolongarían durante los veinte años siguientes. Con una floritura final, Satoshi levantó la pluma hacia los presentes y agradeció los aplausos de entusiasmo. La firma representaba un nuevo capítulo tanto en la vida de Satoshi como en el futuro de iPS USA, que ahora se encontraba en posición de controlar el desarrollo comercial a escala mundial de las células madre pluripotentes inducidas, las cuales, según la opinión de casi todos los biólogos moleculares, curarían las enfermedades degenerativas humanas. Sería una revolución en la historia de la medicina, un adelanto que eclipsaría a todos los demás.

Como fundador y director general de iPS USA, el doctor Benjamin Corey fue el primero en adelantarse y estrechar la mano de Satoshi. Destellaron flashes entre vítores, que bañaron de manera intermitente a los dos hombres con estallidos de una luz azul gélida. Corey, de pelo rubio y metro noventa de estatura, empequeñecía a su compañero de pelo oscuro, pero nadie se dio cuenta. Ambos se encontraban a la misma altura a los ojos de los testigos: el hombre de mayor tamaño en la parcela del capital riesgo biotecnológico, el más menudo en el campo cada vez más avanzado de la biología celular.

En aquel momento, los demás miembros del equipo de iPS USA se acercaron para estrechar la mano del futuro multimillonario. El equipo incluía al doctor Brad Lipson, director general de operaciones; Carl Harris, director de finanzas; Pauline Hargrave, jefa de la asesoría jurídica; Michael Calabrese, agente bursátil responsable de conseguir una cantidad importante del capital inicial de la empresa, y Marcus Graham, presidente de la junta asesora científica, de la cual Satoshi era miembro. Mientras continuaban las felicitaciones mutuas, y como todos los presentes estaban convencidos de que iban a ser mucho más ricos, Jacqueline Rosteau, secretaria y ayudante personal de Ben, descorchó varias botellas muy frías de Dom Pérignon del 2000, y todo el mundo lanzó vítores al oír el festivo sonido.

Ben y Carl, que se habían alejado con las copas llenas de champán, miraron satisfechos por las ventanas del despacho de Ben, que daban a la Quinta Avenida. El edificio estaba cerca de la esquina con la Cincuenta y siete, una zona muy bulliciosa de la ciudad, sobre todo cuando se acercaba la hora punta. Como caía una fina lluvia de primavera, muchos peatones llevaban paraguas y desde arriba parecían insectos apresurados con caparazones negros.

—Cuando empezamos a hablar de iPS USA —musitó Carl—, jamás habría adivinado ni en un millón de años que llegaríamos tan lejos en tan poco tiempo.

—Ni yo —admitió Ben—. Mucho del mérito por haber descubierto a Michael y su firma de inversiones, además de sus exclusivos clientes, es tuyo. Eres único entre un millón. Gracias.

Ben y Carl se hicieron amigos en la universidad, pero después cada uno había seguido su camino. Mientras Ben iba a la facultad de medicina, Carl había estudiado para obtener una licenciatura en contabilidad. A partir de ahí había saltado al mundo de las finanzas, del que Ben le había reclutado para fundar iPS USA.

—Gracias a ti, Ben —dijo Carl—. Procuro ganarme el pan.

—Y esto no habría sucedido si no nos hubiéramos enterado de la existencia de Satoshi, sus logros y lo mal que le habían tratado.

—En ese aspecto, el gran avance fue apoderarnos de sus cuadernos de laboratorio.

—Tienes toda la razón, pero no me lo recuerdes —dijo Ben con un estremecimiento. Pese a que ya habían transcurrido más de tres semanas, pensar en la experiencia y en su descerebrada decisión de participar todavía le ponía los pelos de punta. Había sido un milagro que no le hubieran detenido junto con su cómplice aquella noche.

—¿Ha habido consecuencias en Japón?

—No, que yo sepa, y Michael insiste en que sus contactos tampoco han oído nada. Es cierto que el gobierno japonés siempre ha mantenido una relación extraña, ampliamente conocida pero jamás reconocida, en plan compañeros de cama, con sus yakuza, que es la antítesis de la relación de nuestro gobierno con nuestra mafia.

—Hablando de la mafia —dijo Carl, al tiempo que bajaba la voz—, ¿no te preocupa su continua implicación?

—No me gusta, por supuesto —admitió Ben—, pero siendo nuestro «ángel» inversor más importante, junto con sus socios de la yakuza, y teniendo en cuenta el papel que han desempeñado a la hora de obtener los cuadernos de laboratorio y traer aquí a Satoshi y su familia con tanta rapidez, has de reconocer que no estaríamos donde estamos de no ser por su intervención. Pero tienes razón. Permitir que sigan participando es jugar con fuego, y eso debe cambiar. Ya hablé con Michael sobre este asunto antes de que llegara Satoshi, y él y yo vamos a reunimos en su despacho mañana a mediodía. Lo comprende y está de acuerdo. Le dije que, a partir de hoy, el papel de sus clientes ha de volver a ser el de inversores silenciosos, nada más. Podemos ofrecer algunas opciones de compra de acciones para conseguir que se esfumen.

Carl enarcó las cejas, escéptico por que pudiera ser tan fácil, pero no contestó. Satoshi se había acercado para despedirse y excusarse de la fiesta.

—Quiero volver a casa con mi familia y darles la buena noticia —dijo, al tiempo que hacía una reverencia a Ben y Carl.

—Lo comprendemos —contestó Ben, y entrechocó las manos con el diminuto investigador de apariencia juvenil. Cuando Ben le conoció, pensó que era todavía adolescente, aunque ya tenía unos treinta y cinco años—. ¿Pudiste reunirte con Pauline para solucionar lo del testamento y el fondo fiduciario?

—Sí, y lo firmé todo.

—Estupendo —respondió Ben, y volvieron a entrechocar las manos.

Satoshi se había doctorado en Harvard y conocía bien las costumbres estadounidenses. Después de otra ronda de apretones de manos, felicitaciones mutuas y promesas de volver a reunirse en circunstancias más lúdicas, Satoshi dio media vuelta para marcharse, pero regresó tras dar unos pasos.

—Quería preguntarle una cosa —dijo mirando a Ben—. ¿Me ha conseguido ya acceso a algún laboratorio?

Todavía en pañales, iPS USA solo contaba con espacio para oficinas en el edificio de la Quinta Avenida. Carecía de instalaciones de investigación, y era probable que jamás las tuviera. Su plan comercial era aprovecharse del caos relacionado con las patentes relativas a las células madre en general, y a las células madre pluripotentes inducidas en particular. La idea consistía en monopolizar el mercado de células madre a base de controlar la propiedad intelectual relacionada con los descubrimientos de otras personas, y lograrlo antes de que otros conocieran las intenciones de iPS USA: una especie de guerra relámpago de la propiedad intelectual.

—Aún no —admitió Ben—, pero creo que estamos haciendo progresos en el Columbia Medical Center para alquilar espacio en su nuevo edificio de células madre. Nos lo comunicarán de un momento a otro. Pásate por aquí o llámame mañana. Les telefonearé a primera hora de la mañana.

—Gracias —dijo Satoshi, al tiempo que hacía una reverencia—. Soy muy feliz.

—Seguiremos en contacto —dijo Ben, y dio una palmada en el hombro del diminuto hombre.

—Hai, hai —contestó Satoshi, y salió.

—¿Espacio de investigación? —preguntó Carl después de que Satoshi abandonara la sala.

—Arde en deseos de trabajar. Se siente un poco como un pez fuera del agua cuando no está en el laboratorio.

—Debo decir que habéis acertado de pleno.

—Supongo. Jacqueline y yo hemos ido a cenar con él y su mujer un par de veces. Tiene un niño pequeño, de un año y medio. Te aseguro que el niño ni siquiera parece real, y es muy silencioso. Ni un sonido. Se limita a pasear la vista a su alrededor con esos ojos enormes, como si lo absorbiera todo.

—¿Qué hará en el laboratorio? —preguntó Carl, siempre controlando los gastos—. ¿No saldrá muy caro?

—Quiere trabajar en técnicas de electroporación para generación de iPS —dijo Ben con un encogimiento de hombros—. No lo sé con exactitud, y tampoco me importa. Lo que me interesa es tenerle contento, por eso nos apresuramos a traerle a él y a su familia a Estados Unidos cuanto antes, sin esperar a que finalizaran las formalidades. Es un investigador nato, y considera todas las negociaciones legales una pérdida de tiempo. No queremos que se distraiga o cambie de opinión hasta que lo tengamos todo atado, me refiero a las patentes. Va a ser nuestra gallina de los huevos de oro, pero solo si conseguimos que se sienta a gusto en el nido.

—O sea que, de momento, es un inmigrante ilegal.

—Supongo, pero eso pronto cambiará. No me preocupa. Gracias al secretario de Comercio, el consulado de Estados Unidos en Tokio está trabajando para conseguirles a todos la tarjeta de residencia permanente.

—¿Dónde viven él y su familia? —preguntó Carl. Teniendo en cuenta la importancia de Satoshi para el éxito de iPS USA, Carl consideraba prudente saber dónde estaba el hombre en todo momento.

—No lo sé. Ni quiero saberlo, por si las autoridades vienen a preguntar. Creo que ni siquiera Michael lo sabe. Al menos, esa fue mi impresión la última vez que hablamos al respecto. Lo que sí tengo es el móvil de Satoshi.

Carl rió en voz baja, más asombrado que divertido.

—¿Qué es eso tan gracioso?

—Oh, qué intrincada red tejemos cuando practicamos por primera vez el engaño.

—¡Muy listo! —dijo con sarcasmo Ben—. ¿Intentas decir que no habríamos debido meter a Satoshi en esto, cuando nuestros esfuerzos en la parcela del espionaje industrial nos proporcionaron su nombre e historial?

—No, no necesariamente. Es que me inquieta nuestra implicación con la familia Lucia.

—Razón de más para cortar todo contacto. Tal vez hagan falta más opciones de compra de acciones de las que sospecho para terminar con ellos, pero valdrá la pena. Dejaré las negociaciones en tus hábiles manos, y en las de Michael.

—¡Muchísimas gracias! —murmuró Carl con idéntico sarcasmo—. Oye, ¿qué era eso de Pauline y el fondo fiduciario? ¿Qué tipo de fondo?

—Satoshi está un poco paranoico con la Universidad de Tokio y el hecho de haber sido expulsado de Japón. Está preocupado por su mujer y su hijo si le pasara algo a él. Me di cuenta de que era una buena idea que iPS USA tomara precauciones. Pedí a Pauline que hablara con él, y ella le endosó un par de testamentos para él y su mujer, y un fondo fiduciario para el crío. Introdujimos una cláusula que protegerá nuestro acuerdo de licencia, por supuesto.

—¿Quién es el fideicomisario del chico?

—Yo. No fue idea mía, pero podemos considerarlo una capa extra de seguridad.

Satoshi Machita estaba entusiasmado. Mientras bajaba en el ascensor art déco, de trabajados adornos, se dio cuenta de que jamás había sido más feliz en su vida. Acababa de trasladarse a Estados Unidos, y su familia y él ocupaban una casa justo al otro lado del puente George Washington. Sin duda añoraría una serie de cosas de su antigua vida en Japón (los cerezos en flor que rodeaban los gloriosos templos de Kioto, su ciudad natal, y la vista del amanecer desde el pico del monte Fuji), pero aquellos placeres serenos no podrían compararse con la sensación de libertad que experimentaba aquí: una vida que había aprendido a amar mientras estudiaba en Harvard y vivía en Boston. Lo que no iba a añorar de Japón sería el abrumador peso del deber con el que había cargado desde que tenía uso de razón: deberes para con sus abuelos, deberes para con sus padres y profesores, deberes para con los jefes de su laboratorio y para con las autoridades universitarias, incluso deber para con su comunidad y, en definitiva, con su país. Nunca se lo había podido sacar de encima.

Se detuvo antes de salir para mirar a través del cristal escarchado los peatones que pasaban a toda prisa, así como la confusión de taxis amarillos y autobuses urbanos que intentaban avanzar hacia el centro bajo la llovizna y la espesa niebla. Por un momento, Satoshi pensó en parar un taxi, pero después cambió de idea. Pese a reconocer que el contrato que acababa de firmar le convertiría en multimillonario en un futuro no demasiado lejano, aún se sentía como el chico pobre que había sido en su adolescencia. A pesar de que el sueldo que iPS USA le pagaba por pertenecer a la junta consultiva científica de la empresa era generoso, teniendo en cuenta el escaso trabajo que representaba, no era gran cosa, pues aún tenía que pagar ocho meses de manutención y alquiler. Como temía represalias por haber abandonado Japón, había ido a Estados Unidos con los abuelos de ambos, su hermana soltera, su mujer y su hijo. Con tales pensamientos en la cabeza, decidió recorrer a pie las tres manzanas hasta Columbus Circle y luego ir en metro hasta la terminal de autobuses del puente George Washington. Desde allí, como había aprendido durante las últimas semanas, tomaría un autobús que cruzaría el puente en dirección a Fort Lee, New Jersey, donde le habían encontrado un alojamiento provisional para él y su familia.

Cuando Satoshi salió por la puerta giratoria, cambió la bolsa de deporte, que contenía el contrato recién firmado, de la mano derecha a la izquierda con el fin de poder utilizar aquella para sujetar las solapas de la chaqueta y mantenerlas cerradas sobre la base del cuello. La niebla que había observado desde dentro era más fría y húmeda de lo que había imaginado. Después de recorrer unos pocos pasos, pensó de nuevo en tomar un taxi, pero daba la impresión de que todos estaban ocupados.

Satoshi se paró en el bordillo hasta que el semáforo se puso en rojo para los vehículos que circulaban por la Quinta Avenida en la esquina de la calle Cincuenta y siete. Mientras buscaba en vano un taxi libre, sus ojos se posaron en un japonés parado en la acera de enfrente. Lo que llamó su atención y le sobresaltó fueron dos cosas: en primer lugar, el hombre sostenía lo que parecía una fotografía en la mano izquierda, que miraba de vez en cuando para luego desviar la vista en dirección a Satoshi. Era como si le estuviera comparando con aquella foto. Y en segundo lugar, y eso era tal vez lo más desconcertante, Satoshi estaba bastante seguro de que la apariencia del hombre era la de un miembro de la yakuza japonesa. Llevaba el típico traje negro de zapa, pelo pincho y gafas oscuras, pese a la ausencia absoluta de sol. Aún más definitivo era el hecho de que le faltaba la última articulación del dedo meñique de la mano que sostenía la fotografía. Como la mayoría de japoneses, Satoshi sabía que los miembros de la yakuza, si necesitaban pedir perdón a su jefe u oyabun, tenían que cortarse el extremo del dedo meñique.

Al instante siguiente, para empeorar todavía más la situación, Satoshi se dio cuenta de que eran dos los hombres, y que el primero estaba señalando en dirección a Satoshi, mientras el segundo asentía como para darle la razón.

Al temer que aquellos dos tipos fueran a cruzar la calle para abordarle, Satoshi dejó de buscar un taxi, giró en redondo y empezó a caminar a toda prisa hacia Central Park, abriéndose paso entre la muchedumbre. Aunque la yakuza Yamaguchi-gumi le había ayudado en fechas recientes a él y a su familia a huir de Japón, y les había encontrado alojamiento a instancias de Ben Corey e iPS USA, nunca había visto a esos individuos, y supuso que debían pertenecer a otra familia yakuza. No tenía ni idea de por qué otra organización yakuza quería hablar con él, pero no le interesaba averiguarlo. Sospechaba que solo podía acabar de la peor de las maneras.

Cuando llegó a la calle Cincuenta y ocho, el semáforo le animó a cruzar la Quinta Avenida en lugar de esperar a cruzar la Cincuenta y nueve. Mientras lo hacía, miró a la izquierda para ver si podía divisar a los dos hombres entre la multitud. Aunque no se detuvo para ello, no los vio, y empezó a confiar en que el incidente no fuera más que una jugarreta de su imaginación hiperactiva. Apretó el paso y cruzó bajo las ramas esqueléticas del árbol rechoncho que crecía en el pequeño parque situado delante del hotel Plaza, y caminó a toda prisa bajo la mirada de la escultura en bronce de Pomona desnuda, que se bañaba eternamente en su fuente.

Cuando Satoshi estaba a punto de doblar la esquina nordeste del hotel Plaza y encaminarse al oeste por la calle Cincuenta y nueve, miró un momento hacia atrás. Lo que vio le dejó sin respiración. Los mismos dos hombres que había visto antes estaban rodeando la fuente y se dirigían hacia él, al tiempo que conversaban con los dos hombres que avanzaban en dirección contraria a bordo de un 4 × 4 negro por la calzada que pasaba delante del hotel. Los dos japoneses se dieron cuenta de que Satoshi les había localizado, y reaccionaron poniéndose a correr e interrumpiendo la conversación.

Satoshi también empezó a correr, convencido ya de que le seguían y de que los miembros de la yakuza habrían estado esperando delante de iPS USA a que él apareciera. No tenía ni idea de quiénes eran ni de qué deseaban. Ben había negociado con la Yamaguchi los detalles de su emigración e inmigración. Pero el hecho de que le siguieran debía de estar motivado por su relación con iPS USA y su brusca huida de Japón a Estados Unidos.

Sin dejar de sujetar la bolsa de deporte con una mano y las solapas con la otra, Satoshi se abrió paso entre la masa de gente, sin saber muy bien qué hacer. Columbus Circle siempre es una estación de metro complicada y muy concurrida, donde convergen múltiples líneas ferroviarias, y se le antojaba un oasis que prometía seguridad, pero ¿cómo llegaría sin que sus seguidores le alcanzaran? Estaba angustiosamente convencido de que los yakuza aparecerían detrás de él de un momento a otro.

La salvación se materializó en el último instante cuando un taxi frenó en el bordillo y un pasajero bajó. Sin vacilar ni un segundo, Satoshi esquivó a los demás transeúntes y saltó dentro del taxi antes incluso de que el pasajero hubiera cerrado la puerta.

—¡Columbus Circle! —dijo sin aliento Satoshi.

Frustrado por un trayecto tan corto, el conductor dio la vuelta de manera ilegal, lo cual provocó que Satoshi saliera disparado contra la puerta que acababa de cerrar. Con la cara apretada contra el cristal, se sujetó para oponer resistencia a la fuerza centrífuga que le había inmovilizado un momento. Una vez el taxi dejó de girar, Satoshi se enderezó y miró por la ventanilla trasera, a tiempo de ver a los dos japoneses doblar la esquina del hotel y detenerse. Satoshi ignoraba si le habían visto subir al taxi, pero esperó que no fuera así.

Satoshi llegó a una de las entradas de la estación de metro de Columbus Circle sin ver a los dos japoneses ni al 4 × 4 detrás de él. Tranquilizado al descender al abarrotado y laberíntico mundo subterráneo, pasó a través del torniquete a toda prisa.

Al otro lado del torniquete se encontró con dos policías de Nueva York muy grandes. Satoshi volvió la cabeza cuando pasó a su lado, debido a un acto reflejo. Como inmigrante ilegal, tenía tanto miedo de la policía como de los hombres sospechosos que le seguían. Era engorroso sentir miedo de ambos extremos, y ardía en deseos de tener en su poder las tarjetas de residencia permanente que Ben le había prometido.

Se dirigió a la vía del tren A, se acercó al borde del andén y contempló la boca del túnel por el que llegaría su tren. Aguardaba su llegada con impaciencia. Si bien se sentía bastante seguro de haber evitado una confrontación con los dos japoneses, no sabía qué haría si aparecían de repente.

Retrocedió del borde del andén y contempló con suspicacia a los demás pasajeros, todos los cuales evitaron el contacto visual. El andén se llenó enseguida mientras esperaba. Los pasajeros leían periódicos, jugaban con sus móviles o contemplaban la lejanía. Llegó más gente, y cada vez iba quedando menos espacio libre. Entraron varios trenes en la estación, pero siempre por otras vías.

Fue entonces cuando Satoshi le vio. Era el mismo hombre que le había observado desde la acera de enfrente de la Quinta Avenida sujetando la fotografía. Solo les separaban unos dos metros, y miraba de soslayo a Satoshi con sus ojos negros penetrantes. Un escalofrío recorrió la espina dorsal de Satoshi. Con una renovada sensación de temor, intentó desplazarse a un lado, lejos del desconocido, pero era difícil, porque no paraban de llegar más y más pasajeros.

Tras conseguir recorrer unos pocos metros, Satoshi miró hacia delante para ver cuál era el obstáculo que le impedía continuar. Fue entonces cuando vio al segundo hombre, que fingía leer un periódico, pero en realidad estaba observando a Satoshi. Estaba tan cerca de él por delante como el otro hombre por detrás, de forma que le habían acorralado entre la vía y una pared embaldosada.

Ahora que el miedo de Satoshi había llegado al punto álgido, el formidable tren A llegó por fin, precedido por el rugido que surgió de la boca del túnel. Apenas había anunciado su aparición inminente. En un momento dado reinaba un relativo silencio, y al siguiente se produjeron un crescendo de viento furioso, un ruido ensordecedor y una vibración estremecedora. Y fue durante este torbellino de escasa magnitud cuando Satoshi tomó conciencia de que los dos hombres se estaban abriendo paso a empujones entre la muchedumbre, acercándose a él. Estaba dispuesto a chillar si alguno le tocaba, pero no lo hicieron. Solo percibió un silbido que sintió más que oyó, pues el ruido del tren ahogó por completo el sonido. Al mismo tiempo, notó un dolor agudo y candente en la parte posterior de la pierna, en la articulación que une la extremidad con la nalga, seguido justo después por una oscuridad y un silencio absolutos.

Susumu Nomura y Yoshiaki Eto habían trabajado juntos como pistoleros desde que habían llegado a Estados Unidos, hacía más de cinco años, a las órdenes directas de Hisayuki Ishii, el oyabun de su familia yakuza, Aizukotetsu-kai. Había sido un buen matrimonio, que combinaba la audacia de Susumu con la planificación cautelosa de Yoshiaki. Cuando habían recibido la orden de eliminar a Satoshi Machita, Susumu estaba tan entusiasmado y ansioso por complacer a Hideki Shimoda, el saiko-komon y jefe de la sucursal neoyorquina de la Aizukotetsu-kai, que quiso resolver el asunto de inmediato. Para colmo, deseaba consumar el asesinato a plena luz del día, en la Quinta Avenida. Para Susumu, era una oportunidad que ni pintada para demostrar al jefe su lealtad y osadía, rasgos de personalidad muy apreciados por los yakuza.

Pero Yoshiaki se había opuesto, insistiendo en que necesitaban unos cuantos días para urdir un plan y ejecutar la segunda parte de la orden: conseguir que el atentado pareciera la muerte natural de un individuo no identificado. Como les habían explicado, era importante evitar que la policía, y tal vez el FBI, investigara el caso.

Tras ceñirse al plan de Yoshiaki, que consistía en seguir al hombre por Manhattan durante unos cuantos días, cuando iba desde el trabajo hasta el tren A, el golpe se había desarrollado a la perfección, sin que nadie sospechara siquiera que se estaba gestando. A instancias de Yoshiaki, Susumu había esperado a que el tren A entrara en la estación para disparar a Satoshi con la pistola de aire comprimido oculta en el eje del paraguas que Hideki Shimoda le había proporcionado. En cuanto apretó el gatillo, Yoshiaki había agarrado al hombre para mantenerlo erguido cuando sus piernas cedieron. Mientras los impacientes pasajeros se abalanzaban a bordo del tren, nadie se había percatado de nada extraño cuando Susumu despojó a toda prisa a Satoshi de su bolsa de deporte, el billetero y el móvil. La única sorpresa habían sido unas leves convulsiones, pero ni siquiera eso frustró el atentado. Como ya les habían advertido de que esa circunstancia entraba dentro de lo posible, Yoshiaki había sostenido erguido a Satoshi hasta que su cuerpo se quedó sin fuerzas. En ese momento, cuando los últimos pasajeros corrían hacia el tren mientras las puertas intentaban cerrarse, Yoshiaki había depositado el cuerpo inerte sobre el andén de cemento, y Susumu y él se habían alejado sin prisas.

Cinco minutos después, los dos pistoleros yakuza subían el último tramo de escaleras y salían a la esquina de Columbus Circle, donde habían bajado tan solo un cuarto de hora antes. Ambos se sentían complacidos y orgullosos de que el asunto hubiera salido tan bien. Mientras Yoshiaki utilizaba su móvil para llamar a los hombres del 4 × 4 negro, Susumu abrió la cremallera de la bolsa de deporte y sacó el grueso contrato. Después de comprobar que la bolsa no contuviera nada más de interés, devolvió su atención al documento, cuyas páginas pasó a toda prisa, sin saber muy bien qué era. Su dominio del inglés era muy limitado.

—¿No están los cuadernos de laboratorio? —preguntó Yoshiaki mientras esperaba a que le contestaran. Abrió con el pulgar la bolsa de deporte que Susumu todavía sujetaba y escudriñó su interior. Se quedó muy decepcionado al ver que estaba vacía, salvo por unas cuantas revistas. Lo que esperaba ver eran un par de cuadernos de laboratorio, pues su misión consistía en asesinar a Satoshi y conseguir los cuadernos. Yoshiaki, en concreto, estaba convencido de que los valiosos cuadernos estarían en la bolsa de deporte, porque durante los días que habían seguido a Satoshi para planificar el atentado, este siempre había llevado la bolsa con él.

—Solo este puñado de papeles —dijo Susumu, al tiempo que levantaba el contrato.

Yoshiaki apoyó el teléfono en el hueco del cuello y cogió el contrato. Mientras examinaba la primera página, contestaron a su llamada.

—Ya hemos salido —dijo en inglés—. Estamos en la misma entrada del metro donde nos dejasteis.

—Nosotros estamos al otro lado de la plaza. Llegaremos dentro de un momento.

—Es un contrato legal —dijo Yoshiaki, mientras colgaba y volvía a emplear el japonés. Aunque ambos hombres llevaban más de cinco años en Nueva York, su inglés era muy poco fluido.

—¿Es importante? —preguntó esperanzado Susumu. Si no iban a poder entregar los cuadernos, Susumu deseaba entregar algo valioso en su lugar. Era un hombre ansioso por complacer.

Un Denali GMC negro frenó ante el bordillo. Yoshiaki y Susumu se apresuraron a subir al asiento trasero, y en cuanto cerraron la puerta el vehículo se adentró en el tráfico de la hora punta.

El hombre que iba en el asiento del pasajero se volvió a medias. Se llamaba Carlo Paparo. Era un hombre grande y musculoso de calva lustrosa, grades orejas y nariz respingona. Iba vestido con un jersey negro de cuello cisne, chaqueta deportiva de seda gris y pantalones negros.

—¿Dónde está vuestro investigador? ¿Le perdisteis?

Susumu sonrió.

—No le perdimos.

Se volvió hacia Yoshiaki y repitió en japonés la pregunta sobre el contrato, pero Yoshiaki se encogió de hombros para indicar que no lo sabía, mientras lo guardaba de nuevo en la bolsa de deporte.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Carlo—. Con lo deprisa que habéis ido, no habrá sido un registro muy minucioso.

Las órdenes de Carlo no habían sido demasiado concretas. Después de que le recordaran lo importante que era la relación comercial entre los Vaccarro y la Aizukotetsu-kai, tan solo le habían dicho que debía ayudar a los dos tipos que trabajaban para la Aizukotetsu-kai a establecer contacto con un individuo japonés que había huido en fecha reciente de Japón. La ayuda consistía en acompañarles en coche por la ciudad adonde quisieran ir.

—Sufrió un infarto —dijo Yoshiaki, que deseaba dar por finalizada la conversación.

—¿Un infarto? —preguntó Carlo con escepticismo.

—Eso nos ha parecido —respondió Yoshiaki, mientras intentaba reprimir las carcajadas de Susumu. Este comprendió el mensaje y se controló al instante.

Carlo fulminó a los dos hombres con la mirada.

—¿Qué coño está pasando aquí? ¿Os estáis quedando conmigo o qué?

—¿Qué quiere decir «quedarse contigo»? —preguntó Yoshiaki. Nunca había oído esa expresión.

Carlo los dejó por imposibles y se volvió. Al mismo tiempo, intercambió una veloz mirada con su compañero, Brennan Monaghan. Tanto Brennan como Carlo eran ayudantes de Louie Barbera, y solían trabajar en equipo. Louie Barbera estaba dirigiendo las operaciones de la familia Vaccarro desde Queens, mientras Paulie Cerino continuaba cumpliendo condena en Rikers Island. Brennan llevaba el coche de Carlo porque este detestaba conducir cuando había mucho tráfico. Era demasiado impaciente, y siempre terminaba poniendo en peligro la vida de alguien, incluida la suya.

Después de recoger a los dos japoneses, Brennan había girado a la derecha por Central Park West, en dirección norte, con la intención de llegar al East Side atajando a través del parque. Pero no iba a ser rápido, porque paraban más que avanzaban.

—A ver, vosotros dos —dijo de repente Carlo, al tiempo que se volvía. Estaba claro que la situación le había frustrado, aunque no estuviera conduciendo—. ¿Habéis terminado el trabajo o qué?

Yoshiaki levantó la mano.

—Estamos intentando decidir. ¡Concédenos un momento!

—¡Mierda! —masculló Carlo, y se volvió de nuevo. Había pensado en bajar del coche y caminar, y dejar que Brennan le recogiera cuando le alcanzara. Se volvió otra vez hacia sus dos pupilos—. Tendréis que tomar una decisión, estúpidos. De lo contrario, os dejo plantados aquí hasta que encontréis un taxi. Yo también tengo cosas que hacer.

—¿Dónde está Fort Lee, New Jersey? —preguntó Susumu. Sostenía una tarjeta. Sobre el regazo descansaba el billetero abierto de Satoshi.

—Al otro lado del río —respondió Carlo con cierta vacilación. Con aquel tráfico espantoso, uno de los últimos lugares a los que deseaba desplazarse era Fort Lee, New Jersey, lo cual exigía cruzar el puente George Washington. A aquella hora del día, lo que en circunstancias normales exigiría unos veinte minutos se convertiría con facilidad en una hora, tal vez incluso dos, y solo si tenían suerte y no se producían accidentes.

Susumu miró a su compañero y habló en japonés.

—Como tenemos la dirección, deberíamos ir a ver si encontramos los cuadernos. El saiko-komon dijo que quería los cuadernos de laboratorio. Después de apoderarnos de los libros, borraremos todas las huellas. Nadie se enterará.

—No sabemos si los cuadernos estarán allí.

—No sabemos si no están allí.

Yoshiaki clavó la vista al frente un momento, mientras meditaba sobre las ventajas y las desventajas.

—Vale —dijo al fin en inglés—. ¡Vamos a Fort Lee!

Carlo exhaló un suspiro y se volvió para mirar a través del parabrisas. Vio un mar de coches parados en ambas direcciones, aunque había un semáforo en verde a lo lejos.

—Creo que vamos a New Jersey —dijo con voz cansada.

Tal como Carlo temía, tardaron dos horas en llegar a Fort Lee, y otros veinte minutos en localizar la calle concreta. Era corta, como una callejuela, con varios edificios comerciales de dos plantas de ladrillo rojo cubiertos de pintadas, así como cierto número de diminutas casas ruinosas con anticuadas tablillas de amianto color hueso. El sol casi se había puesto y estaba nublado, por lo que Brennan tuvo que encender los faros. Las luces de la pequeña casa que coincidía con la dirección encontrada en el billetero de Satoshi estaban encendidas, en contraste con las de los vecinos, oscuras y con apariencia de estar abandonadas.

—Aquí es —dijo Brennan—. ¡Menudo palacio! ¿Cuál es el plan? —Estaba mirando por la ventanilla el patio invadido de malas hierbas y lleno de toda clase de desperdicios, incluidos una bicicleta oxidada, un balancín roto, varios neumáticos desgastados y una colección de latas de cerveza vacías—. ¿Qué queréis que hagamos?

Susumu abrió una de las puertas traseras, y Yoshiaki y él salieron. Yoshiaki se asomó al interior por una de las ventanillas.

—Seremos rápidos. Tal vez sería mejor que apagarais las luces.

Brennan obedeció. Una oscuridad neblinosa los envolvió, lo cual difuminó al menos la mayor parte de la basura diseminada por los patios. Al mismo tiempo, destacaba los árboles esqueléticos de aspecto mortuorio, perfilados contra el cielo pálido y turbulento.

—Este lugar me pone la carne de gallina —dijo.

—A mí también —dijo Carlo.

Los dos matones vieron que los japoneses subían a toda prisa los inseguros escalones hasta un pequeño porche cubierto. En aquel momento, eran simples siluetas contra la apagada luz incandescente que surgía a través de la puerta principal vidriada. Hicieron una pausa y los dos desenfundaron sus pistolas.

Al instante siguiente, uno de los intrusos utilizó la culata de su arma para romper el cristal de la puerta principal, introdujo la mano en el interior y abrió la puerta. En un abrir y cerrar de ojos, ambos desaparecieron dentro, y la puerta quedó colgando de los goznes. Brennan se volvió hacia Carlo.

—¡Esto no me gusta! Se está convirtiendo en algo mucho más grave de lo que yo imaginaba. En el peor de los casos, creía que esos payasos iban a dar una paliza a alguien.

—A mí tampoco me gusta —dijo Carlo—. Preferiría no mezclarme en esto. —Consultó su reloj—. Dentro de cinco minutos nos largamos de aquí. Ya volverán por su cuenta a la ciudad.

Ambos hombres se revolvieron nerviosos en sus asientos, con la vista clavada en la entrada de la pacífica casa. Pocos minutos después, oyeron el sonido apagado de un disparo, seguido de otros dos. Los dos hombres pegaron un bote cada vez, pues ya sabían qué significaba aquel sonido: habían asesinado a alguien a sangre fría, y ellos, Brennan y Carlo, eran cómplices.

Durante el minuto siguiente se produjeron tres disparos más, dando un total de seis, lo cual provocó que el miedo y la angustia de Brennan y Carlo alcanzaran niveles alarmantes. El problema era que ninguno sabía lo que debían hacer, o sea, ignoraban lo que su jefe, Louie Barbera, querría que hicieran. ¿Acaso prefería que se quedaran y correr el riesgo de ser detenidos y acusados de cómplices, o que se largaran de allí para no poner en peligro a toda la organización Vaccarro? Como no había forma de saber la respuesta a esa pregunta, se quedaron paralizados hasta que a Carlo se le ocurrió de pronto la idea de llamar a Barbera.

Debido al repentino movimiento de sacar el móvil, Carlo consiguió que Brennan se sobresaltara de nuevo.

—¡Jesús! —se quejó Brennan—. ¡Avísame antes!

—Lo siento —dijo Carlo—. He de hablar con Louie. Tiene que saber lo que está pasando aquí. Esto es una locura.

Concentrado en marcar el número, Carlo no se dio cuenta de que Brennan le estaba dando golpecitos en el hombro, hasta que este aumentó la fuerza de sus golpes.

—¡Ya salen! —dijo angustiado Brennan, y señaló por la ventanilla lateral.

Carlo miró. Susumu y Yoshiaki estaban bajando a toda prisa los peldaños de la entrada y corrían hacia el Denali, cargados con fundas de almohada sobre los hombros. Carlo cerró el teléfono justo cuando los hombres llegaron al vehículo y se apiñaron en el asiento trasero. Sin que nadie dijera nada, Brennan puso en marcha el 4 × 4 y se alejó.

Esperó casi una manzana a encender los faros.

Brennan y Carlo guardaron silencio durante casi diez minutos, mientras los dos japoneses mantenían una animada conversación en su idioma. Era evidente que no se sentían contentos con lo ocurrido en el interior de la casa. Cuando llegaron al puente George Washington, Carlo se había relajado lo suficiente para hablar.

—¿Algo ha ido mal? —preguntó. Procuró aparentar escaso interés.

—Estábamos buscando unos cuadernos de laboratorio, pero no los encontramos —contestó Yoshiaki.

—Lo siento. Oímos algo parecido a disparos. ¿Lo eran?

—Sí. Había seis personas en la casa, más de las que esperábamos.

Carlo y Brennan intercambiaron una mirada de preocupación. Su intuición les decía que Louie iba a llevarse una sorpresa, y no precisamente agradable.