El portal oxidado se cerró con un golpe.
—Ha sido muy valiente —gruñó un hombre mayor sacando un manojo de llaves. Luego se lo guardó en el bolsillo lateral de su uniforme de trabajo y se puso un guante.
—Pensaba que nunca más volvería a venir aquí.
—Era una cosa puntual con mis estudiantes. —El profesor sonrió—. Pero usted aún está aquí también.
—Desgraciadamente. —El vigilante gruñó de modo despectivo mientras ambos se alejaban unos pasos de la casa—. Una vez al mes vengo a asegurarme de que todo está en orden. Tengo que hacer algo para mejorar mi pensión, ya que no lo hace mi mujer.
—¿Nadie ha querido comprar esto?
Bachmann alzó la nariz y su mirada fue a parar a la fachada helada y cubierta de hiedra hasta la parte inferior del tejado a dos aguas.
—Oh, sí. Tras la muerte de Rassfeld la mansión estuvo cerrada. En la prensa no se decía nada en concreto; oficialmente no se había publicado apenas nada de lo sucedido, pero había rumores. No me sorprende que Bruck regresara a Hamburgo y rechazara cualquier oferta para escribir lo que pasó aquella noche. La cocinera se cambió al sector hotelero y Yasmin también dejó su trabajo. He oído que ha grabado un disco con Linus, que al parecer está teniendo bastante éxito y se ajusta bastante a ese par de locos. Greta fue la única en conceder una entrevista una vez. Dijo muy seriamente que, después de aquella noche, había superado su claustrofobia y ya había podido celebrar la Navidad sola, sin nadie. ¿Puede creérselo?
Una bandada de pájaros se disipó para, apenas unos segundos después, volver a reunirse. Bachmann dejó de interesarse por los pájaros y miró al profesor de nuevo. Su mirada se había vuelto opaca y, con el tiempo, seguramente necesitaría unas gafas de lectura con más graduación.
—Hasta hoy la gente piensa que en este manicomio tuvo lugar una masacre, y que los pacientes se mataron los unos a los otros. Por ese motivo muchos piensan que esto está lleno de fantasmas. Menuda tontería. Pero de algún modo asusta a los inversores. Ha habido numerosos proyectos: un edificio de viviendas lujosas, restaurantes e incluso un hotel. No se ha hecho nada de nada.
—¿Se habla también de Sophia?
El viejo vigilante se estremeció al oír el nombre y se rascó sus patillas llenas de canas.
—Los niños dicen que era un bruja y que todavía vive en esta casa, bajo el tejado, con su hija minusválida. Cosas de ésas. —Lanzó una risa forzada y al mismo tiempo el profesor pareció triste, como pocas veces podía vérsele delante de otra persona adulta.
—No te enfades. Voy a dar otra vuelta por la casa, Cas… —El viejo vigilante se interrumpió—. Perdóneme.
—No pasa nada. —Haberland le estrechó la mano para despedirse—. Feliz Navidad. Ha sido un placer volver a verle. Le agradezco que me haya abierto.
—No hay de qué. Lo importante es que no se convierta esto en un hábito.
Se saludaron de nuevo con la cabeza una última vez, y luego cada uno siguió su camino. Dos hombres que, en una sola noche, habían tenido que pasar tantas cosas juntos que en esta vida no existía ningún hueco más para compartir otras vivencias. Ni siquiera para pasárselo bien un rato.
Haberland se volvió de cara al viento y se subió el cuello del abrigo. Puso cuidadosamente un pie en el camino que bajaba suavemente calle abajo. Para aquel día habían anunciado aguanieve, por lo que había que contar con hielo; por eso se había puesto sus botas pesadas de invierno. Por aquel entonces había llegado a la clínica con unos zapatos de goma, que finalmente resultaron ser para él una perdición.
«Por aquel entonces. En una vida anterior».
Ahora era otra persona: no había mentido cuando le había dicho a Lydia que Niclas Haberland había muerto. Un hombre con aquel nombre estaba roto para siempre debido a su propia alma. Si bien Bruck había resuelto el acertijo y le había liberado dos días después, el poco tiempo que había estado atrapado en su interior había durado demasiado. Gracias a Bruck había vuelto realmente a la realidad, pero ya no había podido encontrarse a sí mismo.
«Tírame si me necesitas. Ve a por mí si ya no te sirvo».
A menudo se había preguntado por qué Sophia había dejado sus notas con acertijos. De todas formas, había proporcionado una salida a sus víctimas gracias a éstas. Al principio él había creído, luego lo había tomado de una expresión de esperanza irracional. Su hija quizá también podría haber salido de aquel laberinto de tortura con tan sólo una palabra. En la actualidad, después de muchos años de sufrimiento, sabía mejor que nunca de qué hablaba. Los acertijos eran una parte importante del castigo, la prueba de su omnipotencia. Sophia lo había arrastrado hasta el infierno dejando la llave puesta por fuera. No le importaba si venía alguien a abrir el calabozo. Porque ella tenía el poder de volver a cerrarlo siempre que quisiera.
«… Ve a por mí si ya no te sirvo…».
Desde aquella noche vivía con el miedo irracional de pensar a menudo que Sophia no había vuelto a aparecer porque ella ya se hallaba escondida dentro de él. No físicamente, por supuesto, sino en sentido figurado. Si se había preocupado de que con una sola palabra pudiera despertar de aquel sueño de la muerte, entonces, ¿por qué no debía haber pensado en darle otra orden posthipnótica que él no conociera? De todos modos ella lo había tenido bajo su control durante mucho tiempo a fin de sacarle toda la información que tenía en su cabeza y que era necesaria para escribir aquel expediente médico.
Ése era el motivo de que siempre se sobresaltara cuando sonaba el teléfono, cuando escuchaba una voz desconocida o una palabra extraña en un contestador automático, porque siempre contaba con encontrarse lo peor, desde que había huido del purgatorio de su alma. Y ése era también el motivo de aquel experimento: debía saber lo fuerte que era ella realmente. Si había encontrado un camino tras su desaparición para entrar en la mente de otra persona.
Haberland tragó saliva y se preguntó si el picor que sentía en el cuello era síntoma de que había cogido un resfriado. Sus cicatrices le molestaban un poco, como casi siempre que estaba a punto de nevar. Comenzaba doliéndole el pecho desgarrado, pero cada año que pasaba sentía también que el tejido muerto de alrededor de sus muñecas era más sensible a los cambios de tiempo. De repente sintió algo húmedo junto a su mano derecha y miró hacia abajo.
—¡Así que ahí estás! —saludó al perro, que no paraba de mover la cola. Mientras conversaba con Bachmann se había introducido en el bosque, pero nunca se alejaba de él durante mucho tiempo. Últimamente su pata trasera le fallaba cada vez más, incluso dando cortos paseos, y su ojo derecho había perdido buena parte de su visión. Los tiempos en los que Tarzán tiraba de la correa ya habían desaparecido.
—Ahora debemos que tener cuidado los dos de tropezar, ¿verdad? Hoy vamos a ir a ver a Marie.
Acarició la cabeza del viejo perro y se dio la vuelta por última vez. La mansión se extendía como un oscuro monolito hasta el cielo invernal de color gris. Las ventanas de abajo estaban tapiadas con placas de acero. Más arriba del edificio, el último agente inmobiliario se había contentado con correr las cortinas raídas. No se veía ni una luz en la casa, tan sólo un farol de gas en la entrada.
Haberland cerró fuertemente los ojos y durante un breve instante creyó ver movimiento detrás de las descoloridas cortinas, arriba del todo, en la cuarta planta, bajo el tejado. Pero estaba oscuro y, además, había tenido que aprender que en aquel recinto era difícil distinguir la realidad de la ficción, incluso en los días claros.
Probablemente se lo había imaginado, o había sido una rata; tal vez el sistema de ventilación, ya que en algún lugar habían destrozado un cristal. Haberland se levantó la manga y se rascó la muñeca.
«Los meteorólogos tienen razón. Va a nevar», pensó, y se volvió hacia Tarzán, que lo miraba fijamente lleno de expectación.
—¿Tú qué crees? A lo mejor celebramos este año una Navidad blanca…
El perro olfateó contento el aire y Haberland lo siguió, demasiado deprisa. Empezó a temblar y levantó su brazo izquierdo atemorizado. Había estado a punto de perder el equilibrio, pero sus zapatos pisaron fuerte esta vez, y él continuó siguiendo las huellas que habían dejado sus botas en el barro helado, camino de la clínica. Con cuidado, paso a paso, fue caminando como un pato la vía de acceso hacia abajo. Lejos de la mansión situada en Teufelsberg, que una vez había alojado el principio del mayor de sus miedos y que ahora le esperaba detrás de él, vacía y desangrada, a que ocurriera un milagro, que alguien pasara por allí y limpiara el polvo del pasado que había quedado incrustado en aquellos muebles, que hiciera un fuego acogedor en la chimenea que alejara los recuerdos oscuros y fueran a la caza del espíritu maligno que había en el sótano del olvido.
Que todo volviera a ser como había sido una vez.