El borboteo que provenía del radiador de aceite era más intenso, si bien la temperatura de la biblioteca iba disminuyendo cuando más hablaba él.
—Lo único que les puedo contar es que Sophia desapareció para siempre aquella noche. —El profesor parecía haber envejecido un año—. Marie está atendida desde entonces en la clínica Westend con tratamiento de medicina intensiva. Ya no respira artificialmente y puede comunicarse a traves del párpado derecho de su ojo, pero los médicos no han podido constatar algún tipo de mejoría.
—Un momento. ¿Sophia abandonó a su hija sin más? —preguntó Patrick—. ¿Después de todo lo que había pasado?
—Eso es lo que pareció en un primer momento.
El radiador de aceite crujió y el profesor tuvo la tentación de volverse hacia la chimenea, donde yacía un trozo de leña sin llama. Al mismo tiempo se preguntó si sus oyentes habían notado cómo su voz vibraba cada vez con más intensidad.
—Pero entonces, un año más tarde, las enfermeras encontraron un regalo para Marie en la mesita de noche.
—¿Qué clase de regalo? —preguntaron Patrick y Lydia casi al mismo tiempo.
—Un regalo en una caja de color lila, del tamaño de un cofre pequeño. Dentro había una tarjeta con un amuleto; pueden imaginarse a quién pertenecía.
Lydia levantó la mano con vacilación, como si estuvieran en la escuela.
—¿Nadie pudo verla?
—Una sala de Cuidados Intensivos no es un ala de alta seguridad —se defendió el profesor—. Y muchas de las personas que estaban allí de visita llevaban una mascarilla en la boca. No, nadie logró verla entrar ni salir.
—¿Nunca?
—Continuó haciéndolo. Cada Navidad se halla un nuevo regalo. En ocasiones una botellita de perfume que puede olerse en la frente de Marie; otras veces, una caja de música o una moneda valiosa. Y siempre hay junto al regalo una nota doblada.
Lydia respiró profundamente.
—¿Y qué pone en ella?
—Nada. Está en blanco.
El profesor abrió las manos como si fuese un mago que acaba de hacer desaparecer un pañuelo.
—Y ¿esos regalos son las únicas señales de vida de Sophia? —preguntó Patrick con recelo.
—No del todo. Existe la leyenda de que estuvo en tratamiento con un famoso psiquiatra, naturalmente con un seudónimo. Por lo visto se hacía llamar Anna Spiegel.
Al mencionar el nombre ambos estudiantes se estremecieron. La boca de Patrick se abrió despacio.
—¿Y cómo se llama el psiquiatra…?
—Viktor Larenz. Hablamos de él al empezar el experimento, pero desgraciadamente ya no es posible preguntarle nada sobre estos acontecimientos. Con el cierre de su consulta se encontró el expediente que están leyendo ahora, y los científicos siguen discutiendo si fue él mismo quien lo escribió o una tenebrosa paciente. Debido al tiempo que el doctor se ocupó de este caso acabó cayendo enfermo. Se dice que Sophia Dorn, alias Anna Spiegel, era el modelo real de una figura que Larenz habría reactivado más tarde como una alucinación de su nivel esquizofrénico, pero ésa es otra historia que no está del todo clara ni pertenece a lo que se está tratando aquí ahora.
—Oh, sí, yo creo que sí. De todos modos ha sido usted quien nos ha dado esta porquería para que la leyéramos. —Patrick dio un par de golpecitos a la tapa cerrada—. ¿De dónde cree usted que ha salido?
—Pues… —el profesor vaciló—. Para ser franco, lo encontrarán en las indicaciones que ofrece el mismo texto. En la página 177, línea 23.
—¿El protocolo Alzner? —leyó Lydia en voz alta, asustada.
El profesor respiró profundamente.
—Podría tratarse de un anagrama de Larenz —dijo él.
—Pero ¿por qué tendría que escribir el mismo Larenz un juego de palabras en su propio expediente?
—Justo eso es lo que el profesor pretende decirnos ahora. —Lydia le lanzó a su novio una mirada irascible—. Sophia lo escribió.
—Un momento. —Patrick soltó incrédulo una carcajada—. ¿Y cómo es posible? El informe está escrito prácticamente desde la perspectiva de Caspar. ¿Cómo podía saber cuáles eran sus vivencias, lo que pensaba y sentía…? —Se quedó atascado, con la cara sin control.
—… si Sophia no estaba en su cabeza. Exacto. —El profesor se pasó la mano temblorosa por la agitada cabeza—. Entre el momento de hipnosis de Haberland y la aparición de la policía pasó más de una hora y media, un tiempo suficiente para que Sophia pudiera averiguar todo lo que quisiera de primera mano. Ella tenía en sus manos la llave de su consciencia. El resto de los hechos que no le reveló Haberland pudo conocerlos a través de la prensa; por ejemplo, cómo Linus había salido al paso de la máquina quitanieves de Mike Haffner.
Ahora Patrick ya no pudo seguir sentado en aquella silla. Se levantó furioso.
—¿Quiere eso decir que todo este tiempo hemos estado leyendo un documento escrito por una maníaca que acabó llevando a la locura a un psiquiatra?
—¡Un momento, un momento…! —El profesor alzó la mano para pedir silencio—. Sólo se trata de un rumor, no tiene por qué ser el caso. Además, ambos están bajo atención medica. Si en algún momento notasen algo extraño durante los próximos días, les ruego que contacten conmigo enseguida.
Cogió la cartera de los expedientes que tenía en la mesa y sacó de ella un pequeño bloc con post-its.
—¿Por qué? ¿Qué tendría que pasar? —preguntó Patrick mientras el profesor cogía un bolígrafo.
—Como todos sabemos ya, Sophia Dorn estaba obsesionada con hipnotizar a las personas en contra de su voluntad. Los expertos no se ponen de acuerdo sobre si ella, durante el tiempo en que ha estado desaparecida, ha podido mejorar su método y seguir desarrollándolo.
—Vaya al grano, por favor.
El estudiante se olvidó de cualquier forma de respeto al hablar. Pero el profesor no podía tomárselo en cuenta, dadas las condiciones en las que se hallaban.
—La ciencia debate desde hace tiempo la posibilidad de hipnotizar a las personas a través de la lectura.
—¿A qué se refiere?
—A que si realmente existe el protocolo Alzner del que se habla en la página 177, es posible que ustedes ya tengan uno en las manos: un documento con un subtexto invisible que solamente puede leer el subconsciente.
—¿Está de broma, no? —La voz de Patrick mostró un soplo de pánico—. ¿Cómo quiere que estemos los dos hipnotizados sólo leyendo de pasada un expediente como éste escrito por una persona perturbada?
El profesor asintió.
—De eso trata este experimento. Para ver si funciona he tenido el placer de inaugurarlo de antemano con ustedes. Personalmente, no creo en ello. Me inclino más por pensar que todo esto es una leyenda, un mito de la ciencia que nosotros juntos vamos a refutar.
—¿Y si es verdad? ¿Qué pasará entonces con nosotros?
—No lo sé. Pero como les dije antes, si sospechan de alguna experiencia anormal, algo que les preocupe, les ruego que me llamen.
—¿Podría sacarnos de allí, me refiero de ese trance, si acabamos en él?
Los ojos de Lydia temblaron.
—Si acabasen allí, sí, seguro. Conozco la palabra clave.
—¿La palabra clave?
—La respuesta del último acertijo: «Tírame si me necesitas. Ve a por mí si ya no te sirvo». Si hay un mensaje subliminal, es decir, un subtexto escondido, entonces suponemos que podemos acabar con su efecto hipnótico.
—Ustedes lo suponen. Ya estoy más tranquilo. Adelante, diga. ¿Qué palabra es?
El profesor sacudió la cabeza mientras Patrick seguía amenazándole con el dedo.
—Si se la dijera ahora, el experimento fracasaría. Espere simplemente a ver si su vida sufre algún cambio. Anote cosas, pero, por favor, no se preocupe. Quedo a su disposición día y noche. No va a sucederles nada.
—Me marcho de aquí antes de que acabe sabiendo esta maldita palabra.
El estudiante estaba casi gritando. La puerta se cerró con un crujido detrás de él y una cabeza apareció por allí.
—Todo está bien, no hay ningún problema. Todo está en orden aquí —dijo el profesor al hombre mayor que alzaba sus cejas y volvía a cerrar la puerta tras de sí.
—No, nada está bien. Tiene que decirnos ahora mismo la solución del último acertijo o…
—Está bien, está bien —dijo interrumpiendo aquel torrente enérgico de palabras.
Estaba listo. Ya contaba con aquello. El profesor se dirigió a sus estudiantes, cogió los documentos y enganchó sobre ellos una de aquellas notas amarillas en las que acababa de anotar un correo electrónico.
Lydia y Patrick lo miraron de modo interrogativo.
—Si tiene alguna duda sobre algún tema, envíenme un correo electrónico. Recibirán enseguida la respuesta que me han pedido. Está en sus manos el que quieran o no interrumpir este experimento y sólo les pido que lo hagan si realmente no existen más opciones. En nombre de la ciencia. ¿Podemos llegar a un acuerdo?
El profesor volvió a sentarse en su sitio, cogió sus documentos y los metió dentro de su desgastada cartera.
Lydia se levantó.
—Pero lo resolvieron, ¿no? —preguntó titubeante—. El acertijo de Haberland, finalmente sobrevivió a esta historia, ¿no?
El profesor quiso guardar el protocolo original. Contuvo la respiración.
—No —dijo en voz baja. Y una niebla triste volvió a mostrarse en sus ojos. Lydia asintió como si fuera necesario un simple aliento para pronunciar todas aquellas verdades dolorosas.
Aquella vez, en aquel bar poco iluminado, con la música muy alta: nunca había tenido a la joven tan desnuda y vulnerable delante de él. Así se hallaba él ahora. Se preguntó si la chica era consciente de todo aquello. Entonces dijo:
—Lo lamento. Me temo que no pudieron hacer nada más por Niclas Haberland.