Lydia había sido la primera en terminar. Su novio había necesitado más tiempo y no había llegado a la última página hasta veinte minutos más tarde.
—¿Y qué? —preguntó él al tiempo que miraba la contracubierta del expediente—. ¿Eso es todo? ¿Ya no hay nada más?
El profesor se quitó las gafas para leer y asintió suavemente. Los últimos minutos había estado observando las caras de sus alumnos con atención: cómo se rascaban detrás de la oreja de modo inconsciente antes de que se sumergieran de nuevo en el siguiente párrafo o cómo leían palabras sueltas en silencio al mismo tiempo.
En las últimas páginas, Lydia había acabado estirando hacia abajo su labio inferior, mientras que Patrick seguía apoyando su cabeza entre las manos mientras leía. En sus mejillas se perfilaban ahora unas manchas rojas.
—Se lo dije, al principio no estaba demasiado concentrado en la lectura, ¿cierto, Patrick?
—Bueno, ¿quién hubiera podido pensar que el final sería éste?
El estudiante estiró la espalda y se desperezó cansado.
—Muy sencillamente.
El profesor dio un par de golpecitos al expediente.
—La respuesta ya aparece en la página 15 del protocolo. ¿Se acuerdan aún de la solución del primer acertijo que Greta le cuenta a Caspar?
—El cirujano es una mujer. —Lydia se tocó la frente—. No me lo puedo creer.
—Está bien, está bien, no lo he pillado. Pero entonces, ¿cómo sigue la historia? —preguntó Patrick impaciente, y encogió el brazo bajo el cuerpo al tiritar de frío. Lydia también fue a buscar su chaqueta.
Mientras leían no había notado que el frío se había intensificado a medida que se hacía de noche.
El profesor abrió su bloc de notas y escribió algo.
—Todo a su tiempo. En primer lugar, me gustaría saber qué piensan de verdad. ¿Qué pensaron al terminar de leer la última frase?
Hizo una señal con la cabeza a Lydia, quien se estaba señalando a sí misma con el dedo de forma interrogativa.
—Bueno, yo… —La estudiante se aclaró la voz y fue a coger la botella de agua—. Me he estado preguntando todo este tiempo si pasó realmente lo que dice.
Bebió un trago. El profesor dejó el bolígrafo a un lado y fue a coger el protocolo original.
—Buena pregunta. Dado que este expediente de un paciente fue escrito por una persona con una opinión prácticamente subjetiva, naturalmente existen lagunas y hay un margen lo suficientemente amplio para la interpretaciones. Lo que es seguro es que Niclas Haberland era un experto en el campo de la hipnosis médica y que se había especializado en el tratamiento terapéutico con niños. Años antes había tenido una profunda relación amorosa con una compañera de trabajo, de la que nació una hija: Marie. La relación se rompió muy rápido, Sophia Dorn logró la custodia de la niña y se fue a vivir a la ciudad. —El profesor juntó las piernas por debajo de la mesa—. Un día Haberland recibió una preocupante llamada telefónica desde Berlín. En la clase de arte, Marie pintaba unas imágenes perturbadoras. Su profesora, Katja Adesi, no estaba segura de lo que ocurría y no quería informar de ello aún a las autoridades. Primero se dirigió a su padre biológico. Haberland viajó hasta Berlín y decidió poner las cosas en su sitio.
—¿Hipnotizó a Marie? —preguntó Lydia.
—Hamburgo está a una hora y media de Berlín en tren. Se llevó a su hija con él a la consulta y pretendía devolvérsela a su madre aquella misma noche, pero ya no fue posible. La sesión acabó siendo un desastre y su hija sufrió una apoplejía durante el tratamiento.
—Maldita sea. —Daba la sensación de que a Patrick le dolían las muelas—. El enchufe estaba fuera.
—¿A qué te refieres? —preguntó Lydia volviéndose hacia su novio. El espacio que había ahora entre los dos era obviamente mayor que al principio del experimento, como si el expediente hubiera colocado una cuña invisible entre la pareja. El profesor volvió a tomar notas.
—Bueno, su amigo acaba de emplear una metáfora para lo que se llama síndrome Locked-In —dijo él mirando de nuevo fijamente—. Un estado en el que el cerebro sigue funcionando, pero no es posible establecer ningún tipo de conexión con el mundo exterior. Imagínense que no pudieran ver, oír, saborear, oler, respirar o sentir, solamente pensar.
—¡Santo Dios!
—¿Hasta ese momento se había observado un efecto secundario como aquél a través de una hipnosis incorrecta?
Lydia se aclaró la voz de nuevo.
—¿Falleció la niña?
—No, fue mucho peor. Marie quedó el resto de su vida destrozada en cuerpo y alma. Su madre también quedó destruida en su interior sin que pudiera notarse nada desde fuera. Su novio la dejó poco después de que este golpe de destino llamara a su puerta. Hasta ahora sigue negando haberle hecho nada a Marie.
Una piedra golpeó contra los enormes cristales de las ventanas; el viento fresco seguía trayendo consigo restos de suciedad y gravilla. El sauce llorón hundió sus ramas cuando el profesor siguió hablando:
—Primero, Sophia intentó el desagravio por medio de la vía legal. Se buscó una abogada, Doreen Brandt, pero ésta rehusó finalmente querellarse contra Niclas Haberland porque creía que era muy difícil demostrar que había cometido un error. Propuso llegar a un acuerdo.
El profesor se levantó y estiró igualmente los hombros hacia atrás para relajarse. Todos los ejercicios que hacía para consolarse le recordarían a sus doloridas articulaciones, mañana a más tardar, que hoy había estado sentado durante demasiado tiempo.
—Sophia estaba cada vez más desesperada —dijo él caminando hacia el radiador de aceite que había cerca de la chimenea y emitía un ruido de silencioso borboteo—. Allí donde iba para informarse, siempre recibía la misma respuesta: una hipnosis no podía causar un daño tan grave como aquél. Su tristeza fue aumentando hasta llegar a la locura, e ideó aquel perverso plan para vengar a Marie. Quería demostrarles a todos que era muy posible romperle el alma a una persona mediante la hipnosis. Aún peor: quería castigar a los culpables transportándolos también a ellos al estado en el que se hallaba Marie.
—Locked in: encerrada en el sueño de la muerte.
—Correcto —contestó a la observación de Patrick haciéndole una señal de que estaba de acuerdo—. Mientras estudiaba medicina Sophia se había interesado por la hipnosis médica, si bien siempre había rehusado aplicarla en la terapia; ahora la practicaba con la misma desesperación de un loco para poder emplear aquella técnica como si fuera un arma. El método que ideó era, en principio, muy sencillo: primero llevaba a sus víctimas, bajo la hipnosis, hasta el momento en el que tenían sus más terribles pesadillas. Luego les provocaba una pérdida de comunicación artificialmente.
—Lanzaba a las personas al infierno y luego cerraba la puerta.
Patrick sacudió la cabeza consternado.
—Hablando figuradamente, sí. Sophia perdió de manera intencionada el control que tenía sobre sus rehenes y los dejó en un estado en los que era imposible controlarlos. Debido a que en algún momento cualquier hipnosis errónea se convierte inevitablemente en un sueño normal del que uno se despierta, ella se dio finalmente una orden posthipnótica. Debían dormirse de nuevo en cuanto se despertaran.
—¿Cómo logró eso?
—¿Ha visto alguna vez algún espectáculo de hipnosis, Lydia?
—En la televisión. Hipnotizaron a un hombre delante del público. El mentalista le sugirió que era un perro y cuando se despertó no podía acordarse de nada, pero cada vez que el público le gritaba «Hasso» tenía que ladrar tres veces.
—Y presumo que él lo hizo.
—Sí.
—Es un ejemplo vulgar pero perfecto de orden posthipnótica sencilla, como la que establecía Sophia susurrándoles al oído. Sólo que aquí nadie tenía que gritar «Hasso». Bastaba con que sus víctimas abrieran los ojos y entraran en sus retinas fotones de luz. Ése era el detonador. Cuanto más fuerte era la luz, más rápido volvía a entrar la víctima en la hipnosis.
—Terrible.
Lydia se subió la cremallera de la chaqueta hasta arriba temblando de frío.
—Pero funcionaba. Así consiguió Sophia trasladar a sus víctimas a un sueño de la muerte en forma de espiral, que sólo podía llegar a su fin diciendo la palabra clave correcta durante la fase en la que la persona se despertaba: la solución al acertijo que había en la nota correspondiente.
El profesor colocó sus manos en las ranuras de la calefacción eléctrica. Si bien el fuerte calor chamuscaba la yema de sus dedos, sólo llegaba a extenderse hasta las muñecas.
El profesor sintió un enorme escalofrío tan pronto como Patrick le hizo la siguiente pregunta:
—¿Y qué pasó con Haberland?