El humo era un ser vivo, un grupo de células microscópicas que se introducían a través de su piel para descomponer su cuerpo desde dentro.
Especialmente en sus pulmones había tenido en cuenta empujar desde la tráquea hasta los bronquios, pero aquello no era en absoluto tan malo como lo había sido con las llamas, con cuchillas que quemaban y salían desde el cuadro de mandos, le desgarraban la camisa y le arrancaban la piel, que, sobre su corazón, empezaba a mostrar heridas, como el plástico que se derrite bajo algo de fuego.
Se miró a sí mismo, y empleó la fuerza que le prestaba el dolor insoportable que sentía para pisar a fondo el acelerador, no para poner de nuevo en marcha el coche, sino para inclinarse hacia atrás. Quería tener el mayor espacio suficiente posible entre él y el fuego.
Escupió un cúmulo de sangre y mucosidad negruzca hacia las llamas y recapituló los acontecimientos que le habían llevado hasta aquella situación desesperada. Había tratado a Marie en su consulta sin el consentimiento de su madre, sabiendo con absoluta seguridad que una hipnosis no podía tener efectos secundarios.
Y entonces la niña había sufrido una apoplejía durante la sesión. Marie nunca más volvería a ponerse bien ni volvería a reír. Su bulbo raquídeo estaba dañado de tal forma que podían decir que había tenido suerte si recuperaba el reflejo de la deglución.
«¿Cómo había podido pasar aquello?».
Escuchó la botella que se hacia añicos bajo sus pies con la que él se había embriagado. Después de aquel tratamiento fatal, antes de su último trayecto.
Y ahora estaba allí sentado, atrapado en un coche de desguace, con la foto de su hija en la mano, quien nunca más volvería a llevar una vida normal. Y estaba quemándose por dentro y por fuera al mismo tiempo.
Estiró sus manos evitando el fuego, como si con ello pudiera detener la muerte que le rodeaba con unos brazos resplandecientes. Y entonces, justo cuando creía que ya no podría soportar más el olor a carne chamuscada, justo cuando quería arrancarse la carne picada del pecho, lo vio todo con claridad. El accidente de coche en que se había estrellado contra un árbol en aquella carretera mojada por la lluvia mientras buscaba en el expediente la foto de Marie desapareció. El humo, el fuego e incluso el dolor se esfumaron.
Atrás quedó un gran vacío.
«Gracias a Dios —pensó—, sólo es un sueño». Abrió los ojos, y no comprendió nada.
Seguía atrapado en la misma pesadilla, nada había cambiado.
«¿Dónde estoy?».
Según la primera impresión, muy probablemente se encontraba en el pasillo del sótano. Dos hombres enmascarados estaban delante de él, ambos armados. En sus uniformes negros de camuflaje se relejaba en mayúsculas la palabra POLICÍA.
—¿Puede oírme? —preguntó uno de los dos subiéndose la visera. Tenía una cicatriz con forma de pico justo encima de su ceja izquierda.
—Sí —respondió Haberland.
«¿Por qué estoy desnudo? ¿Qué hago sentado con solamente un pantalón de pijama sucio mirando fijamente una pared verde de cemento?».
—Mira, Morpheus, sus pupilas.
El funcionario oyó su sobrenombre, se acercó un poco más, bajó su metralleta y también se subió la visera hacia arriba.
—Está bajo el efecto de las drogas.
—Tal vez por eso no puede hablar —supuso el hombre de la cicatriz.
—Sí —dijo Haberland, y quiso tocar su garganta ardiendo, pero no lo logró.
—Tenemos aquí abajo un diez-trece. —Haberland escuchó cómo Morpheus hablaba por la radio—: Está vivo, pero no muestra ningún tipo de reacción. Necesitamos urgentemente un médico.
—¿Cómo se llama? —preguntó el otro policía mientras se arrodillaba delante de él.
Se levantó el pasamontañas hasta encima de la boca dejando al descubierto una perilla sucia y mal cuidada.
—Casp… —quiso responder, pero entonces se corrigió—. Soy Niclas Haberland.
«Soy Niclas Haberland, doctor en Neuropsiquiatría y experto en el campo de la hipnosis médica. Y he cometido un error».
Lo repitió de nuevo, pero el miembro del comando de operaciones especiales tan sólo negó con la cabeza lamentándose.
—¿Hay más ahí abajo? —se oyó sisear desde un walkie-talkie.
—Sí, eso parece. Aquí hay un acceso al laboratorio o algo así. El cristal parece estar blindado: detrás se mueve algo.
—Mando refuerzos.
—De acuerdo.
Morpheus apagó su radio y unos minutos después se abrió a su derecha la puerta del ascensor. Al menos dos hombres más salieron con unas botas pesadas y con las metralletas preparadas para disparar.
—¡Mierda! ¿Qué ha ocurrido aquí, Jack? —preguntó una voz.
Al parecer se refería al hombre de la cicatriz, que ahora se hallaba detrás de la silla de ruedas de Haberland, quien respondió:
—No tengo ni idea. Éste de aquí está completamente KO, no se puede hablar con él.
«Pero ¿qué ocurre? ¿Por qué no queréis oírme?».
Haberland notó cómo se inclinaba hacia atrás: la parte superior de su cuerpo quedó en posición diagonal y luego miró directamente a la luz del techo, que le deslumbraba.
—¿Ha dicho ya algo el tipo ese al que habéis sacado del ascensor? —preguntó Jack a las personas que acababan de llegar.
—No, se encuentra en estado de shock. Además, tiene un corte en la tráquea y no para de silbar como una tetera.
Empujaron la silla de ruedas donde estaba Haberland.
—¿Y qué tal se ve arriba?
—Sucio. Hay sangre y huellas de lucha por todas partes. Parece que ha habido un incendio en la sala de Radiología. Hasta ahora hay dos muertos: a uno le rajaron la garganta y al otro lo encontramos en Patología, dentro de una cámara frigorífica.
—¿Identificados?
—Positivo. Thomas Schadeck y Samuel Rassfeld. Uno de ellos conducía la ambulancia que volcó en la entrada y el otro era el director de la clínica.
«¿Schadeck? ¿Rassfeld? Naturalmente».
Haberland vio su propia imagen reflejada. Examinó las manchas de sangre que había en el suelo del ascensor al que ella lo había empujado, y gritó:
—Os lo puedo explicar, sé lo que ha pasado.
—¿Has oído eso? —preguntó Morpheus.
Jack apretó el botón de la planta baja y se dio la vuelta. Las puertas se cerraron y ambos policías encendieron una linterna.
—¿El qué?
—Pensé por un momento que había dicho algo.
Jack se encogió de hombros.
—Seguramente sería el ascensor —dijo con una risa burlona, pero, para más seguridad, alumbró directamente la cara de Haberland de nuevo.
—Mira.
—¿Qué?
—Sus manos. Tiene algo ahí.
Haberland sintió cómo dos dedos cubiertos por un guante de piel negro le cogían la mano con cuidado.
—Es cierto.
—¿Qué es?
La luz de la lámpara se alejó de él.
—Una nota —confirmó Morpheus.
—¿Qué pone?
«Oh, Dios mío».
Haberland buscó con pánico una ocasión para hacerse notar.
—Qué extraño.
—¿Qué?
—Ese tipo tiene en la mano una nota con un acertijo.
—Mierda, ¿crees que…?
—Sí, sí, sí —gritó Haberland, y vio horrorizado que sus labios, reflejados en el espejo, no se habían movido ni un sólo milímetro.
«Ha sido el Destructor de almas. No. ¡La Destructura de almas! ¡Sophia Dorn!».
—«Tírame si me necesitas. Ve a por mí si ya no te sirvo» —leyó Morpheus.
—¿Cómo?
—Seguro que se trata sólo de una broma tonta, o de algún aprovechado.
—¿Por qué crees eso?
—Piensa un poco. Las víctimas del Destructor de almas eran todas mujeres.
«NO», gritó Haberland, y quiso cerrar los ojos ante el horror, pero ni siquiera era capaz de lograr eso.
«Por favor. No se trata de una broma —gritó él mentalmente—. Debéis resolver el acertijo. Tenéis que sacarme de aquí. No de la clínica, sino de mí mismo. ¿Es que no podéis entenderlo?».
No, claro que no.
Sabía que en aquel instante no podía hablar, leer ni escribir. Le habían robado toda capacidad de comunicación. En el panel de aluminio del ascensor el botón de la primera planta del sótano estaba encendido. Enseguida llegarían arriba.
«Todo ha sido idea de Sophia. Ella ha sido quien me ha hipnotizado para conducirme a la peor de mis pesadillas, al coche en llamas. Una y otra vez me despierto de mi sueño, y vuelvo a la realidad. Entonces mis ojos se abren y tenéis la posibilidad de anular la pérdida de comunicación diciendo la palabra clave. ¿No lo entendéis? Si dejáis escapar el momento vuelvo a meterme en el sueño. Entonces la espiral del sueño de la muerte gira otra vez desde el principio. Os lo suplico, tenéis que ayudarme».
—¿Tienes idea de qué quiere decir eso? —preguntó Jack.
—«¿Tírame si me necesitas. Ve a por mí si ya no te sirvo?».
—Ni idea —oyó que respondía el otro policía.
Pero la voz se alejaba. Haberland tampoco sintió cómo las puertas se abrían en la planta baja y un médico salía a recibirle.
Una fuerza invisible le tendió sus manos frías y empezó a atraerlo hacia ella, hacia el lugar que no quería pisar nunca más en su vida y que acababa de dejar hacía tan sólo unos segundos: el infierno de las llamas de su accidente de coche.
Había hecho un nuevo intento de hacerle una señal al policía para que fueran a buscar a Sophia, su ex novia, a la que hacía cinco días había ido a visitar a escondidas para conversar con sinceridad. Quería pedirle que lo perdonara y darle el dictamen que había realizado el médico que le había tratado tras lo ocurrido. Según la opinión experta en la materia del doctor Jonathan Bruck, la apoplejía de Marie hubiera tenido lugar también sin que hubiera sido hipnotizada.
Sin embargo, Sophia no había querido escucharle. Había lanzado a la chimenea la carta junto con el dictamen médico, y a través del perro había conseguido que llegara hasta ella. Aquel animal que él había dejado atado en la clínica. Se acordaba de cómo tiraba de la correa porque Tarzán, o Mr. Ed, como todos le llamaban allí, empezó a husmear y entonces él se había caído y dado un golpe en la cabeza. No podía comunicarles nada de todo aquello a la caravana de policías y médicos cuyos perfiles empezaban a desvanecerse lentamente ante sus ojos, al tiempo que volvía a caer en su pesadilla hipnótica.
De vuelta al coche ardiendo, de vuelta al mar de llamas que Sophia había planeado para él como un castigo eterno.