—¿Dónde nos habíamos quedado en nuestra última sesión, antes de que aquel perro bobo empezara a ladrar? —preguntó Sophia con voz suave sacando una botellita de plástico del bolsillo de su bata—. Ah, sí. Ahora lo recuerdo, querido. La gotas para los ojos.
Se resistía a volver a un lado la cabeza, pero sea lo que fuere lo que ella le había inyectado parecía estar bloqueándole la vía nerviosa.
Además, ella había apoyado ambas rodillas contra sus dos antebrazos y se había sentado a horcajadas sobre su ruidoso estómago. En otras circunstancias podría haberse quitado de encima, con una sola mano, el doble de peso del que tenía encima en aquel momento, pero ahora se hallaba paralizado, bastante más de lo que ella había estado fingiendo todo aquel tiempo.
«¿Por qué?».
La miró a los ojos esperando encontrar en ellos una aclaración, una expresión de duda, pero fue un error, porque ella aprovechó la ocasión para ponerle en la córnea un enorme gota de escopolamida altamente concentrada.
Sintió que los ojos le ardían y enseguida reaccionaron al alcaloide que normalmente utilizan los oftalmólogos para dilatar las pupilas antes de realizar un test visual. Después de que Sophia hubiese repetido aquel procedimiento y «goteado lo suficiente» sobre su otra pupila también, empezó a notar los famosos efectos secundarios del extracto de aquella solanácea.
—¿Por qué? —se lamentó él con una extraña calma. Las gotas paralizaban el sistema nervioso parasimpático, calmaban su condición ya débil y le quitaban las ganas de reaccionar. Sus músculos contraídos se relajaron y notó de pronto que sentía menos dolor que nunca, aunque la amenaza seguía flotando sobre él.
Sophia le sonrió y le acarició los cabellos por detrás de las orejas.
—Marie —dijo ella únicamente.
Un nombre corto, pero suficiente para hacerle comprender a él la terrible verdad.
«Así que era eso, claro. —Ahora se acordaba—. Así se llama. ¡Marie!».
El ángel de los cabellos rubios y rizados cuyo tratamiento no había salido bien. Su primer error médico. Pero Marie no era tan sólo una paciente, también era…
—Nuestra hija —le confirmó Sophia con tranquilidad.
Naturalmente. Por eso había sentido todo aquel tiempo atracción por ella, por ese motivo Sophia le era tan familiar. Porque la conocía. Pero de eso había pasado mucho tiempo.
—Tú me la quitaste.
«No, no lo hice —quiso decir—. Tú me abandonaste cuando Marie tenía tres años y te fuiste a Berlín. A vivir con tu nuevo novio».
—Pero ahora me vengaré.
«Voy a luchar. Pronto tendré una cita importante en el juzgado. Deséeme suerte».
Eso era a lo que se refería ella. Era paradójico.
Cuanto más luchaba contra el tóxico que anulaba su sistema nervioso vegetativo, mejor recordaba su anterior y terrible historia.
Durante ocho años apenas había visto a Marie, hasta que recibió una llamada telefónica llena de preocupación de Katja Adesi, la profesora del colegio de la niña.
Por eso había ido a Berlín y se había llevado a Marie a Hamburgo, a su consulta.
«Podemos empezar. Su hija ya está lista. Lo hemos preparado todo, profesor Haberland».
Él la había hipnotizado, sin que Sophia tuviera conocimiento de ello porque quería saber si su hija estaba siendo víctima de malos tratos.
Y ahora Sophia lo tenía bajo su punto de mira porque Marie había sufrido una apoplejía mientras la estaba hipnotizando. Desde entonces había quedado paralizada y deambulaba en una especie de coma vegetativo del que nunca más volvería a despertar.
Atrapada en sí misma, como en un sueño de la muerte, como las víctimas del Destructor de almas.
Pero aquello no era posible, lo peor que podía suceder durante un tratamiento negligente era una pérdida de comunicación. Los daños que presentaba Marie no podían deberse a un efecto secundario de la hipnosis médica.
«Los espasmos, los movimientos incontrolados de sus extremidades, los reflejos reducidos para siempre».
Por eso no había rejas en las ventanas. Nadie se habría llevado a su hija por la fuerza.
«Tengo miedo. ¿Vas a volver pronto, papá?».
La prisión de la que había querido liberarla se hallaba en la propia cabeza de Marie. Se había quedado enterrada viva en sí misma.
—Te equivocas… —intentó articular él inútilmente.
Al igual que el resto de los músculos de su cuerpo, tampoco era ya capaz de mover la lengua. A pesar de ello parecía que Sophia le respondía. Le hablaba con voz monótona y segura, y al parecer, le decía algo que debido al ruido de fondo no podía filtrar. Ella era ahora su juez: le había procesado por un hecho que acababa de recordar en aquel instante. Había escogido la clínica como si fuera una sala de audiencia y había iniciado la acusación hacía pocos segundos sin ser consciente de que él estaba sentado en el banquillo de los acusados. Ahora sólo había que ejecutar la sentencia: allí, en la antecámara del laboratorio.
—Déjalo ya, te lo ruego. Estás cometiendo un gran error —quiso decir él, y no tuvo más remedio que pensar en lo inocentes que habían sido todos. En lo ciegos que habían estado.
«Así que era eso: la solución del acertijo».
Todo había sido una obra de teatro, un pasatiempo. Sophia los había vigilado con los ojos abiertos todo aquel tiempo sobre un espejo deformante, de manera que les había mostrado a todos la verdad despiadada, y visible para todos, aunque invertida lateralmente. El Destructor de almas era una mujer, la víctima del asesino, y sus protectores, los que ella daba caza. Y, como si los hubieran deslumbrado, habían luchado hasta el límite contra el único que lo sabía y que quería salvarlos: Bruck. No había sido él sino Sophia quien había asesinado a Rassfeld y lo había arrastrado hasta la sala de Patología. Ella había sido quien había separado al grupo para aislar a su última víctima: él.
Para ello había colocado los acertijos de modo estratégico: en su propia mano, en la boca de Rassfeld y en la bolsa de Sybille.
«Naturalmente. No la observábamos durante mucho tiempo. Su mirada era sencillamente demasiado dolorosa. Y, además, ¿por qué debíamos hacerlo?».
Probablemente había preparado la primera nota, después debió de improvisar. Yasmin le había puesto su bata por encima a Sophia y dentro de ella había un bolígrafo y su talonario de recetas. Apenas podía leerse su letra porque debía de escribir a ciegas, debajo de la manta que cubría su cuerpo.
Los recuerdos de Caspar sobre los acontecimientos de las últimas horas se fragmentaron en millones de pedazos ensangrentados y se unieron enseguida de nuevo para formar un nuevo y terrible mosaico.
Por eso todas aquellas acciones tan diferentes. Eso explicaba también por qué Bruck se había resistido tan poco: no quería matar a Sophia, sino aislarla del resto. Y había vuelto con el escalpelo para liberarlo. Bruck no había querido apuñalarle, sino desatarle, y con ello habían perdido un valioso tiempo que Sophia podía haber utilizado para matar a Tom primero y luego bajar hasta el sótano.
—Déjalo ya, te lo ruego… —volvió a añadir Caspar—. Sé que piensas que soy el causante de la apoplejía de nuestra hija, pero no fue así. Su profesora pensaba que era víctima de malos tratos y Marie hacía dibujos extraños, por eso me llamó. Tú ya lo sabes. La hipnoticé sólo para descubrir si la maltrataban. Y sí, algo no salió bien, pero…
«Soy Niclas Haberland, doctor en Neuropsiquiatría y experto en el campo de la hipnosis médica. Y he cometido un error».
—… pero la hipnosis no fue la causa. Por eso vine aquí, para explicártelo.
Por eso había ido a verla a la clínica diez días antes, para poder hablar con ella por fin, para entregarle el dictamen del cual se desprendía que los daños que sufría Marie no podían haber sido causados por una hipnosis negligente.
La carta del dictamen de J. B., Jonathan Bruck: compañero de trabajo de Rassfeld y experto en la apoplejía.
Quería decirle todo aquello mientras su ex novia le ponía una mano en la frente y con la otra se sonaba la nariz llena de sangre, que debía de proceder de su lucha con Bruck, o con Yasmin, a quien probablemente había apuñalado. Era increíble: él solo se había enredado en la tela de araña e incluso había dejado encerrado a quien venía a salvarle con una herramienta, en la que se había fijado gracias a Sophia.
Ahora que la amnesia se desvanecía deseó que le hicieran el favor de poder perder de nuevo la memoria. ¿Por qué no podía quedar todo tan inexplicable como la cuestión de por qué Bruck estaba allí con ellos en la clínica? ¿Por qué se había clavado él mismo el cuchillo en el cuello y por qué Sophia había tenido que torturar a todas las demás mujeres?
¿Por qué podía quedar aquello como un secreto mientras a él le invadía el terrible conocimiento de que Bruck nunca había querido hacerle daño? Al contrario, durante todo aquel tiempo el hombre no había podido hacerse entender debido a la herida que tenía en las vías respiratorias. Había gritado el nombre de Sophia varias veces e incluso había intentado escribirlo con su propia sangre en el cristal de la sala de Radiología, pero ellos no habían captado las señales correctamente y se habían defendido contra él cuando había querido llevárselos a rastras de la zona peligrosa. Lejos, en aquel lugar, en el refugio cerrado y seguro que era el laboratorio. Tras las puertas, los hombres seguían golpeando contra el cristal desde fuera, no como rehenes sino como personas libres que eran. Tampoco querían pedir ayuda, sino advertirle sobre Sophia antes de que fuera demasiado tarde.
«Me he comportado como un tonto. He sido tan ciego, tan ignorante».
Caspar abrió la boca reseca. Sus ojos le lloraban porque las pupilas dilatadas artificialmente no le protegían de la luz deslumbrante del techo y le dolían porque ya no podía repartir la secreción limpiadora en sus pestañas. La luz se rompió como un prisma en la punta de sus pesadas pestañas y le otorgó al bello rostro de Sophia un cuadro difuso de colores del arcoíris.
Y entonces pudo volver a oír.
Sólo por un momento se rompió la onda protectora acústica. Los gemidos en sus oídos, que acababa de percibir en aquel instante antes de que desaparecieran de pronto, fueron sustituidos por la sugestiva voz de Sophia.
—Cuanto más luches en contra, más profundamente caerás —dijo ella silenciosamente con la mirada fija en sus pupilas entumecidas.
«¿A qué se refiere? ¿Un último acertijo? ¿Es eso? ¿Mi ultima oportunidad?».
—Cuanto más luches en contra, más profundamente caerás —repitió ella de nuevo, y entonces alguien lo alejó de Sophia.
Quería sentir alegría al fin. Pensó en Bruck, que habría logrado retirar el atizador, o en Linus, que seguramente habría ido en busca de ayuda. Pero entonces se acordó de que su cuerpo estaba incapacitado físicamente. Se estaba cayendo al suelo y bajo su espalda notó de repente una sensación blanda: el cemento se había transformado en arena movediza y una mano helada lo estiraba hacia arriba pretendiendo arrastrarlo. Y entonces comprendió completamente cuál era su situación.
Ahora estaba luchando contra ello, contra la mirada hipnótica, contra la voz sugestiva de Sophia, contra la mezcla de pentotal y escopolamina que había roto su resistencia.
«Otra película de Hollywood —gritaba en su cabeza la voz de Schadeck—. No es posible hipnotizar a alguien en contra de su voluntad».
«Depende las condiciones», le había contestado él en la sala de Patología.
«Tras incorporar el dolor físico y la tortura psíquica, especialmente a través de fuertes y traumáticos estados de conmoción, es posible lograr, con ayuda de la administración de estupefacientes que transforman el subconsciente, que las personas fácilmente influenciables entren en un trance hipnótico en contra de su voluntad para dominar su subconsciente».
Caspar pensó en los cortes que tenía, el hombro dislocado, la tortura que había recibido por parte de Schadeck, las muñecas quemadas y el miedo que lo invadía los últimos segundos. Empezaba a notar los barbitúricos que le llevaban hacia la apatía y oyó a través del sistema de ventilación el sonido machacón y psicodélico del aparato de tomografía. Éste era el acompañamiento musical que más le convenía al principio de la hipnosis, y del cual ya no podía librarse, porque Sophia ya había establecido una conexión con él y había fijado una pérfida orden en su consciencia que nunca podría romper por sí mismo.
«Cuanto más luches en contra, más profundamente caerás».
Y por eso dejó de hacer nada, cerró sus ojos dilatados y no se resistió más a caer al vacío.
Cayó hacia la profundidad, al hueco frío y oscuro en el que nunca había habido una luz antes, a la prisión de su alma.