03:34 horas

Los temblores comenzaron en cuanto los cables de acero se pusieron en movimiento. El cuerpo de Sophia se estremecía con movimientos epilépticos, lo que provocaba que la silla de ruedas temblara bajo su cuerpo. Había dejado de tener sentido del tiempo, no se había fijado en el tiempo que realmente necesitaba el ascensor para subir o bajar aquellos pocos pisos, pero tenía claro que en menos de veinte respiraciones desesperadas Bruck llegaría y los encontraría allí abajo. Caspar contuvo la respiración como si así pudiera hacer que el tiempo se parara y retrasar lo inevitable.

Claaaaaac.

Detrás del cristal opalino los rehenes volvían a empujar con sus bocas y sus puños contra la puerta, y gritaban hasta desgarrarse sus gargantas. Sin embargo, apenas podía escucharlos a través del cristal blindado. Mientras tanto Sophia se erguía en su silla, alterada, cada vez con más energía. Estiraba el cuello, hacía presión con la parte superior de su cuerpo y se aferraba como un borracho al puño de plástico de la silla. Su bata, empapada de sudor, polvo, sangre y suero, le resbalaba por uno de sus hombros. Entonces su cabeza se golpeó contra el puño pintado de color metálico del atizador y se oyó como el ruido de dos bolas de billar que chocan la una contra la otra. Caspar se apresuró hacia ella, le cogió la cabeza con ambas manos y la puso a un lado evitando con el dorso de la mano un nuevo golpe entre el palo de hierro y su cabeza. Para evitar que volviera a herirse, sacó el atizador de allí. Mientras lo sacaba de donde lo habían fijado comprendió que posiblemente la última salvación que tenían estaba en sus manos.

«¡El ascensor! ¡La puerta!».

Al principio Caspar no quiso malgastar la última fracción de su valioso tiempo golpeando con la barra el irrompible cristal opalino. Volvió a deslizarse hasta el ascensor lo más rápido que pudo y se quedó observando el indicador.

Primera planta. Sólo unos pocos metros más.

«Tiene que funcionar. Te lo suplico, Dios mío, deja que funcione».

El juego de útiles de la chimenea en forma de «L» era largo como una raqueta de tenis y por el gancho podía verse que había sido utilizado. Por suerte, quedaba algo aplanado por un lado, como el canto de un destornillador. Caspar utilizó el atizador como si fuera una palanqueta y lo clavó en medio de ambas puertas del ascensor.

«Si el ascensor tiene un dispositivo de seguridad o algo parecido, entonces…».

Se mordió el labio al conseguir separar las puertas algunos centímetros.

«… entonces, se quedaría parado, en cuanto… Mierda. No».

El puño se le había resbalado de las manos y la puerta volvió a cerrarse con un chirrido. Se había quedado lo suficientemente abierta una vez como para que él pudiese ver lo cerca que estaba de la muerte. La parte inferior de la cabina apenas se veía, colgada sobre su cabeza.

«Muy bien, nuevo intento. El último…».

De nuevo puso el atizador en la hendidura, volvió a empujarlo con todas sus fuerzas y las puertas se abrieron de nuevo unos centímetros. Caspar sintió una corriente de aire y, con esa brisa de polvo procedente del hueco del ascensor, le llegó un olor a aceite lubricante. De repente se dio cuenta de que el aparato de tomografía hacía más ruido. Puede que fuera así porque sus sentidos trabajaban ahora a todo gas o, lo más probable, que el amenazador ruido de aquella lavadora se estaba distribuyendo mejor por el sótano gracias a que las puertas estaban abiertas.

«Oh, no…».

Pensó que fracasaría de nuevo, que el atizador caería por segunda vez, pero entonces logró entreabrir la puerta con tanta fuerza que enseguida pudo colocar su pie desnudo en medio, justo antes de que las puertas del ascensor volvieran a cerrarse. Se oyó un fuerte crujido y Caspar tuvo la sensación de que le habían aplastado el dedo gordo del pie, pero la realidad era otra. Había sucedido lo que esperaba: el ascensor se había inmovilizado en cuanto el cerebro digital de un sistema de seguridad había detectado una apertura de puertas inadecuada.

«Lo he conseguido».

No era demasiado tarde. La cabina de Bruck se hallaba a la altura de los ojos de Caspar. Estiró su cuerpo para poder espiar a través de la fina hendidura del ascensor y su mirada fue a parar directamente a los pies ensangrentados del Destructor de almas.

Se apartó con repugnancia y puso el atizador entre las puertas de modo que el pliegue de la «L» quedara justo entre las paredes de aluminio. Luego se secó el sudor de la frente, tragó dos veces saliva para quitarse la presión de los oídos debido al esfuerzo, y se volvió hacia Sophia.

«Gracias a Dios».

Parecía que estaba más tranquila. Las vibraciones funestas habían cesado y ya sólo se mantenían los temblores en sus ojos. Y ésta era una buena señal. Se estaba despertando.

«¿O tal vez no?». Caspar se volvió hacia ella de nuevo.

—¿Sophia? ¿Puedes oírme? —le preguntó arrodillándose a sus pies.

Dudó sobre si debía tocarle los párpados con las yemas de los dedos para calmarla. Por ahora se conformaba con poder acariciar sus largas pestañas, mientras le limpiaba la secreción que había quedado incrustada y así facilitarle que pudiera abrir los ojos.

Le dio otro masaje en la palma de la mano, examinó con alegría creciente cómo sus dedos apretados presionaban contra su mano ligeramente y pensó en la nota del acertijo que habían encontrado en su mano.

«Es la verdad, aunque el nombre engaña».

—Hipnosis —susurró la solución acercando mucho su boca al oído de ella.

Debía llegar hasta ella, esperar el momento en que su subconsciente abriera una compuerta para que él pudiera anular la orden posthipnótica, pero no tenía ni la menor idea del tamaño de aquel ventanal, ni del tiempo que le quedaba.

Detrás de él se oyó un crujido: probablemente era el ascensor, o quizás el Destructor de almas, cuyos incomprensibles gritos se mezclaban con el ruido del aparato de tomografía y los gritos que pedían ayuda detrás del cristal opalino.

Caspar ya había dejado de escuchar aquello. Estaba absolutamente concentrado en Sophia, la mujer con la que se había intercambiado los papeles en ese momento. Ahora él era el médico y ella la paciente a la que debía salvar de la prisión de su alma, del sueño de la muerte.

Le acarició el pelo por detrás de la oreja que tenía ligeramente separada. Lo hizo como ella misma lo había hecho siempre. Acarició suavemente su cuello con la esperanza de que así provocaría una reacción positiva, y repitió la palabra de la solución:

—Hipnosis.

Se la decía una y otra vez directamente al oído mientras aquel enorme ruido se le metía en la cabeza.

—Hipnosis. Hipnosis. Hipnosis.

El entorno de aquel sótano tan cercano había desaparecido. Había dejado de oír: los crujidos, golpes, gemidos, lamentos, llantos y sacudidas. Tanto metálicos como humanos, de huesos y sordos. Ni siquiera podía oír sus propias palabras.

«Hipnosis. Hipnosis. Hipnosis».

Sus labios rozaron el lóbulo de las orejas de ella como si fuese un beso íntimo y entonces, justo antes de pronunciar la ultima sílaba, reaccionó por fin.

Abrió los ojos.

Un maremoto de endorfinas inundó sus vasos sanguíneos al ver sus ojos claros y expresivos.

Había llegado a tiempo, había podido acceder a ella. No sólo la había alcanzado desde fuera, sino también por dentro.

Los ojos de Caspar no paraban de llorar de emoción. Quería cogerla, apretarla, abrazarla, besarla y no dejar que se fuera nunca más. Y entonces, justo en ese momento, quiso gritar.

Sin éxito. Abrió la boca pero ni un solo sonido se dignó a salir de ella cuando vio que el rostro de Sophia se transformaba.

En una sonrisa aterradora.

—Has resuelto el acertijo, Niclas —dijo ella.

Se levantó tranquilamente de la silla de ruedas y le clavó una jeringuilla en el brazo.