De camino hacia donde se había originado el horror, Caspar no podía recordar si él era creyente o ateo. Pensaba que antes había ido a la iglesia de buen grado, pero esto debía de haber ocurrido hacía mucho tiempo, porque no le venía a la cabeza ninguna oración cuyas palabras pudieran tranquilizarle.
Se masajeó ligeramente con los dedos el globo ocular para estimular alguna reacción del nervio óptico. Normalmente, con ello hacía que se generaran unos rayos similares a los de un caleidoscopio, que bailaba ante su retina con los colores del arcoíris, pero ni siquiera aquella ilusión óptica quería mostrarse. En su lugar estaba sufriendo otro tipo de alucinación: la cabina del ascensor empezaba a girar de un lado a otro. Su circulación sanguínea se estaba volviendo completamente loca y los órganos encargados de mantener el equilibrio habían perdido su última ancla bajo la oscuridad. Caspar daba vueltas en su interior alrededor de sí mismo sin que su cuerpo se moviera ni un solo milímetro.
«La mitad de una jeringuilla, bastante diluida».
Mientras se mareaba no tuvo más remedio que pensar que Bruck posiblemente acababa de recobrar la conciencia de nuevo. Le sorprendía el modo con que aceptaba sin inmutarse el hecho de imaginarse al Destructor de almas, que en aquel momento estaba atado a la pata de la mesa del comedor, levantándose y llevándoselo todo por delante.
«Mientras esté escondido en el ascensor estaré a salvo».
Por un momento Caspar incluso se convenció de que nunca más podría salir de aquel ascensor. Cada segundo que pasaba tenía más la certeza de que éste nunca se detendría y que acabaría deslizándose hasta un foso infinito donde la oscuridad sería cada vez más intensa y el calor más abrasador.
Por eso se sorprendió cuando una luz brillante le deslumbró. Las puertas se habían abierto.
«Menos dos».
Había llegado al lugar adonde nunca hubiera querido entrar.
Parpadeó y percibió la luz.
Toc. Clac. Toc. Toc.
La planta donde se hallaba el laboratorio, intensamente alumbrada, parecía estar conectada con el piso de arriba a través de la ventilación. En cualquier caso el aparato de tomografía amenazaba con oírse con más intensidad de lo que parecía hacerlo en la planta de donde procedía. Sin embargo, Caspar percibía aquel ruido machacón que provenía de la sala de Radiología como si llegara hasta él suavemente, a través de un filtro acústico.
Se protegió los ojos de los rayos penetrantes de la luz halógena del techo, que alumbraba las paredes desnudas de cemento y pintadas de color verde militar como si fuera el foco de un cine.
Toc. Clac. Toc. Toc.
Los oídos de Caspar ya habían aceptado los ruidos de los golpes alternos del aparato de tomografía como si se tratase de una avería inevitable, como la nariz de una persona se acostumbra al hedor de una habitación sin ventanas, algo que resulta insoportable para quien entra en aquel espacio por primera vez. Su consciencia débil había logrado desplazar los sonidos hipnóticos detrás de un muro protector a una de las regiones traseras de su conciencia. Desgraciadamente no le sucedió lo mismo con los ensordecedores gritos, como provenientes de un animal, que le dieron la bienvenida a Caspar en la entrada del laboratorio.