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Dicen que las personas sólo reconocen su verdadero yo cuando se enfrentan a situaciones extremas, en esos momentos en que las condiciones no hacen posible que se pueda actuar según los valores enseñados, se haga presente el condicionamiento de muchos años adquirido a través de los padres, la escuela, los amigos y la relación con otras personas externas. Una crisis es como un cuchillo afilado que sirve para cortar fruta; pela la piel de fuera y deja al descubierto el interior; el estado primitivo, sin forma, que generalmente posee un marcado instinto donde la supervivencia domina la moral.

Si esta teoría era cierta, entonces Caspar acababa de hacer un asombroso descubrimiento: en lo más profundo del interior de su alma se hallaba un hombre débil. Y esto era así porque era incapaz de hacer nada, aunque tuviera la impresión de que era lo correcto e incluso lo más importante para seguir viviendo, aun sabiendo que probablemente no existiría una mejor oportunidad para matar a Bruck.

Caspar miraba a un lado y a otro, observando al hombre que yacía inconsciente bajo sus pies y al escalpelo que él mismo tenía en la mano. Quería convencerse de que debía cortarle la garganta a aquel loco o, como mínimo, abrirle las venas. Pero era incapaz, ni siquiera deseándolo con todas sus fuerzas.

Se alejó de él, caminó cojeando hasta llegar a Greta y trató de convencerse de que era su escasa fuerza física lo que le impedía quitarle la vida al Destructor de almas. A pesar de ello sabía cuál era la verdad: nunca antes había matado a nadie, ni le había hecho daño a nadie con algún propósito. Pero en ocasiones había tomado decisiones que conllevaban consecuencias similares.

«Soy Niclas Haberland. Y he cometido un error».

Greta respiraba con dificultad con la boca medio abierta. Sus párpados temblaban y los dedos encorvados tamborileaban en su regazo al compás de la melodía de sus sueños artísticos. Sobre su pecho había un paño de fieltro blanco parecido a un pequeño babero y que estaba repleto de babas. Caspar no tenía que olerlo para saber de qué líquido se trataba.

«Pero ¿por qué? ¿Por qué Bruck no sigue el mismo método? ¿Por qué mata a Rassfeld y en cambio le administra a Greta cloroformo? ¿Y por qué motivo quiere exponer a Sophia a ese estado permanente entre la vida y la muerte?».

Caspar inclinó la silla hacia atrás y Greta emitió un gruñido malhumorado. Su cabeza se había inclinado peligrosamente hacia un lado, por suerte sin llegar a caer. Si hubiera sucedido esto, le habría sido imposible sacarla de aquella zona peligrosa donde se encontraban. A pesar de su peso, ligero como una pluma, las esquinas de las patas de la silla iban dejando pequeños surcos en el viejo parqué mientras la sacaba fuera de la biblioteca.

«¿Y ahora qué?».

Sobre la gruesa alfombra del pasillo, la silla iba rozando el suelo con más violencia, por lo que le era imposible seguir arrastrándola. Tuvo que hacer un descanso para recobrar fuerzas. Le caía el sudor. Se apoyó en la pared detrás de la cual se hallaba probablemente la despensa en la que Sybille había tenido su fatal encuentro con Bruck. En el pasillo, el ruido del fuego avivado con la fuerza del viento se oía con menos fuerza. Lo que ahora se oía era el martilleo proveniente del aparato de tomografía del piso de abajo.

Clac. Clac. Clac.

Las ondas magnéticas se oían a golpes como si fueran disparos de una pistola. Salían de forma intermitente hacia arriba desde la escalera del sótano, como el tictac de un reloj, como si necesitaran advertirle a Caspar con urgencia de que se le acababa el tiempo.

«La mitad de una jeringuilla de pentotal diluido. ¿Cuánto puede aguantar todavía?».

Cogió a Greta por debajo de los brazos y la levantó. Con su bata de seda daba la sensación de que era más fácil arrastrarla por la alfombra hacia la habitación.

«Gracias a Dios».

A diferencia de la puerta de la biblioteca, aquí las llaves todavía estaban puestas. Caspar las sacó de allí y cerró la puerta por fuera. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el cuerpo le temblaba de modo incontrolado. En ese momento la única diferencia entre su estado y el de Sophia era sólo su capacidad de tomar decisiones conscientes. Hasta ese momento ni siquiera había tenido que pedir ayuda. Había empleado bien sus últimas fuerzas para poner a Greta a salvo. Bruck pesaba sencillamente demasiado. Con él no hubiese podido hacer ni la mitad del camino.

«Hay que seguir. Tengo que seguir».

Caspar sacó la llave y comprobó si también cerraba la biblioteca, estaba claro que no. Su boleto de la suerte había caducado después de que el Destructor de almas se hubiese clavado la jeringuilla en el pie por error.

Clac. Clac.

«¿Hacia dónde?».

Se sintió como un maratoniano, deshidratado en la recta final. Sólo que la cinta liberadora que le esperaba sin piedad al final del sprint seguía estando todavía muy lejos. A pesar de ello continuó corriendo pasillo abajo hasta que llegó a la zona donde estaba la entrada que no tenía apenas luz. Miró a su alrededor y no logró ver nada: ni rastro de las ruedas en la alfombra ni de la silla de ruedas y, por supuesto, ni rastro de Sophia. Si Schadeck la había abandonado allí, Bruck ya habría recogido su ofrenda.

«Pero ¿dónde está?».

Clac. Clac. Clac.

Miró hacia delante y se estiró con el dedo índice las cejas hacia atrás para así enfocar las pupilas de otro modo, pero incluso las lentes de contacto no hubieran sido suficientes para mejorar su agudeza visual, ni para ver qué había en la otra punta del pasillo. Sus ojos cansados se cubrieron con una gruesa niebla de humo y lágrimas. Creyó ver, justo detrás del dispensador de agua, una línea de luz a través de una puerta entreabierta: el despacho de Rassfeld. Calculó si aún tenía fuerzas suficientes para arrastrarse hasta allí.

Pero ¿para qué? ¿Para encontrar allí el cadáver desangrado de Schadeck? ¿Para saber qué otros instrumentos de tortura había cogido Bruck de la farmacia de la clínica antes de llevarse a rastras a Sophia e ir hasta la biblioteca en busca de él? Uno de los instrumentos, el escalpelo, lo sujetaba Caspar fuertemente en su mano.

Clac. Clac.

Se volvió, miró fijamente el ascensor y lo primero que pensó fue en huir de la figura que parecía estar esperándole en medio de la oscuridad, una figura que le era inquietantemente muy familiar.

Gracias a que su consciencia le funcionaba modestamente se dio cuenta de que, al levantar la mano, el hombre de estatura similar a la suya era su propia imagen.

Clac.

Avanzó un paso hacia la imagen que se reflejaba en el espejo y, al hacerlo, su pierna quedó atascada y tropezó hacia delante en la oscura cabina del ascensor. Algo se hizo añicos, y por la manera en que le temblaba el dedo gordo del pie, tuvo la sensación de que había sido un trozo de vidrio de una bombilla.

Clac.

Miró el panel indicador. El manojo de llaves brillante y plateado de Rassfeld se hallaba escondido en el panel de botones del ascensor.

Las lágrimas corrieron por la mejilla de Caspar cuando vio que, en una de las etiquetas, el Destructor de almas había colgado el anillo. El colgante que llevaba Sophia en el cuello se balanceaba de un lado a otro ante sus ojos como el péndulo de un hipnotizador hasta detenerse al chocar contra las llaves metálicas.

«El amuleto. Se ha llevado el amuleto como un trofeo. No…».

Caspar se corrigió.

«No como un trofeo. Sino como algo que indica el camino. En vez de dejar una nota con un acertijo».

Caspar cogió el colgante con la perla de nácar y sintió que estaba húmedo, probablemente debido al sudor de sus dedos.

«Muy bien. Ahora ya no hay vuelta atrás».

Extendió el brazo y apretó el botón que indicaba «menos dos». Estaba pensando que nunca en su vida había vivido un momento tan oscuro como aquél, cuando, de pronto, las puertas se cerraron.