Daba la impresión de tratarse de un ballet del horror, ejecutado por un loco degenerado que parecía no tener el control sobre sí mismo. Caspar tenía la sensación de que la escena de aquel baile de la muerte estaba teniendo lugar a cámara lenta; sin embargo, realmente había durado sólo unos segundos.
Todo empezó cuando la boca de Bruck se abrió, lentamente, como la de un renacuajo. Su pierna izquierda temblaba con espasmos; levantó el pie y empezó a trazar círculos en el aire con ambos brazos al mismo tiempo, aparentemente, para mantenerse en equilibrio, algo que no duró mucho tiempo.
Luego se retorció como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Uno de los brazos se quedó rígido en medio del movimiento circular, el otro intentó tocar el pie.
Bruck daba vueltas como si quisiera que Caspar le examinara sus piernas débiles y peludas de lado. Y entonces fue cuando se fijó.
«No puede ser. Oh, Dios mío».
La jeringuilla.
«Naturalmente. Yo mismo la dejé en el suelo cuando quise ver cómo se encontraba Greta».
Caspar apenas podía creer en su suerte. No habían pasado ni un par de minutos desde que Schadeck había querido torturarlo. Ahora era el Destructor de almas, que se hallaba a sólo unos pasos de él, quien se había clavado la aguja de la jeringuilla en el pie desnudo, justo en el empeine. Si no hubiera ido caminando de aquella manera, si no hubiera ido arrastrando su pierna detrás de él, es probable que se hubiera quedado trabada en su dedo gordo del pie o se hubiera roto contra algún hueso. Pero de ese modo se había clavado toda la aguja en el tejido blando, y Bruck había terminado por empujarla con ayuda de su propio peso.
«Por eso daba la sensación de que bailaba. Por eso temblaba de aquella manera».
Bruck se había querido sacar la jeringuilla del pie, pero ya era demasiado tarde. El pentotal era uno de los barbitúricos que actuaban con más rapidez. Además, en el débil estado en el que se hallaba Bruck, el narcótico ya le había hecho efecto al cabo de algunos segundos.
El Destructor de almas abrió los ojos de golpe con sorpresa. Luego su globo ocular se fue desplazando hacia arriba y Caspar solamente pudo ver el blanco de sus ojos, segundos antes de que el psicópata acabara derrumbándose hacia delante y cayera directamente sobre Caspar, dejándolo enterrado bajo su cuerpo.
Primero se escuchó el crujido de sus costillas y luego el del respaldo de la silla. Caspar no podía respirar y su miedo a la muerte acabó tomando una mayor dimensión catastrófica.
«¿Y ahora? ¿Qué debo hacer?».
La inyección no estaba llena del todo y el resto de lo que contenía posiblemente se había diluido bastante, por lo que Bruck volvería a despertarse en unos pocos minutos. Y ahora Caspar se hallaba doblemente maniatado debido al peso del Destructor de almas. Cada vez que éste respiraba dolorosamente parecía que su cuerpo pesara más.
El escalpelo que se le había caído a Bruck de la mano yacía demasiado cerca del fuego, por lo que era imposible llegar hasta él.
«Además no soy un artista desatándome. Soy Niclas Haberland, doctor en Neuropsiquiatría y experto en el campo de la hipnosis médica. Y he cometido un error».
Contuvo la respiración, estiró las piernas todo lo que le permitía el peso que tenía sobre él e intentó hacer palanca para quitarse de encima aquel cuerpo desmayado.
Crac.
Volvió a crujir, pero esta vez el ruido no venía de un trozo de leña ni de una costilla rota. Era la silla, que no estaba preparada para aguantar doble peso.
Sus manos seguían maniatadas pero, por suerte, el respaldo de la silla tapizada no estaba muy bien encolado y al caer se había soltado la superficie del asiento.
Caspar volvió a estirar las piernas, despacio, hasta acabar debajo del estómago de Bruck. Levantó al Destructor de almas, quien en aquel instante reposaba con la barriga sobre sus rodillas, como si estuviera haciendo algún ejercicio de atletismo, y dio una voltereta. La primera vez ya le salió bien, por suerte si hubiera tenido que repetirlo muy probablemente le hubieran fallado las fuerzas y se hubiese quedado dormido bajo el abrazo mortal de Bruck.
Una vez libre de aquella carga inerte, lo siguiente que hizo Caspar fue colocar sus pies en el suelo mientras seguía deslizándose hacia atrás en dirección a la chimenea. Al ver que no le estaba saliendo como esperaba volvió a poner en marcha un último y dudoso intento. Se volvió hacia un lado, lo que hizo que su hombro lesionado quedara apretado contra el suelo y fue rodando mientras se alejaba de la chimenea. Solamente necesitó dar una vuelta sobre sí mismo y, a continuación, el respaldo del asiento de la silla acabó por romperse del todo. Sus manos seguían atadas a su espalda pero, por lo demás, ya estaba libre. Podía moverse. Habría podido levantarse y deshacerse con el pie de aquel bulto de madera que le presionaba la espalda. Pero en aquel momento solamente pensaba en cerrar los ojos. Dormir, cambiar la terrible realidad por un sueño, como Bruck, que respiraba con dificultad e inquietud en posición fetal, con la cabeza tocándole los pies.
«Pero ¿durante cuánto tiempo más? ¿Diez minutos? ¿Cinco?».
Cerró los ojos y escuchó su respiración pulmonar, que intentaba hacer salir de su boca aquella mezcla de sangre, saliva y partículas de humo. Respiraba a sacudidas, al mismo ritmo que el aparato de tomografía. El que había en el sótano. Donde probablemente se hallaba ella. Sola, a punto de morir.
En su mente podía ver la imagen de Sophia, la doctora que se había ocupado de él con tanto afecto cuando necesitaba su ayuda para encontrarse a sí mismo. Y hallar a su hija, a quien él había dejado en la estacada cuando más le necesitaba. Ahora que él había logrado reunir algunos pedazos de recuerdos, éstos y Sophia se hallaban más perdidos de lo que él había estado nunca. Habían quedado atrapados en ellos mismos, encerrados en la prisión de sus cuerpos. «¿Quién sabe si puedo tomarme la revancha?», le había preguntado a Sophia por entonces, cuando ella aliviaba su dolor, un dolor ridículo comparado con todo lo que debía estar soportando la mujer en aquel momento.
«Yasmin, Sybille, Bachmann, Mr. Ed., Linus, Rassfeld… Sophia».
Apretó de nuevo los ojos para no dejar escapar aquella imagen, la de la mujer joven y vulnerable que solamente contaba con una oportunidad única y desesperada. Él.
Con la certeza de hallarse ya en medio de una batalla perdida, Caspar abrió lo ojos e hizo una voltereta sobre sus rodillas. Dos minutos más tarde había conseguido desatarse para salvar a Sophia y, de ese modo, salvarse a sí mismo.