Caspar se alejo una vez más de aquel insoportable calor y bajó la cabeza. Sus muñecas tenían ciertamente más libertad de movimiento. Pero ¿de qué le servía aquello?
No estaba preparado para una segunda pelea.
Abrió los dedos, agarró el hacha que había detrás de su espalda, cogió un trocito de carbón vegetal ardiendo y sintió que de nuevo le sobrevenía el dolor. Todo era inútil.
Desde su posición, especialmente con ambas manos atadas detrás de su espalda, no lograba ver la cara de Bruck. ¿Y qué más daba?
«Deberíamos haber salido por la chimenea», se le pasó por la cabeza. Qué ironía. Justo se le ocurría en aquel instante, en el que se habían agotado todas las posibilidades y todas las vías de escape estaban bloqueadas. Además… era más que probable que arriba les hubiera estado esperando un montón de rejas cerradas. «Como siempre». No tenía sentido pensar aquello ahora, cuando el Destructor de almas se hallaba a tan sólo cinco pasos —de los que él daba con su pie cojo—, de su presa maniatada. De él.
Bruck no paraba de jadear y su respiración salía en forma de silbido de la herida de su cuello. Se movía arrastrando su pierna derecha y se pasó un objeto brillante de la mano derecha a la izquierda.
«Sólo quedan cuatro pasos».
¿Un cuchillo? ¿Una tijera?
La luz era demasiado inestable y, sin las lentes de contacto, los objetos pequeños se desdibujaban ante sus ojos desde la lejanía. Probablemente llevaba en la mano un escalpelo que habría cogido de la farmacia, tal vez era el mismo que había utilizado para terminar con la vida de Schadeck.
«Sólo quedan tres pasos».
Caspar no paraba de moverse en el suelo, indeciso, como una araña a la que se le arranca una de sus patas y, mientras intenta huir, va girando sobre su propio eje. Tenía la esperanza de que ocurriera un milagro. Rezaba porque Greta recobrara el sentido, se levantara y, con la pala de carbón de la chimenea, le atizara un golpe en la espalda al Destructor de almas. Pero al mirar a la mujer de reojo supo que sus piernas seguían balanceándose con indiferencia en el borde de la silla, que en aquella maratón ella se hallaba aún cómo mínimo a tres metros de él.
Quiso gritar para pedir ayuda y al llegarle el humo a sus pulmones, como si de una paradoja se tratara, no le quedó más remedio que pensar en lo que aconsejan que es mejor gritar cuando se avecina un peligro, la palabra «Fuego», ya que, al oír el grito de petición de ayuda, la mayoría de los transeúntes se asustan y acaban mirando para otro lado. Estos pensamientos casi le hubiesen hecho reír si no hubiera tenido la muerte tan cerca.
«Sólo quedan dos pasos».
Y entonces, justo cuando logró ver que lo que Bruck sujetaba en sus largos dedos como si fuese un bolígrafo era realmente un escalpelo, justo en ese segundo en el que su dolorosa consciencia inundaba completamente su cuerpo con una última ola de pánico, justo en ese momento el Destructor de almas empezó a bailar.