Recuerdos

¡Para! No estires tanto, Tarzán. Esto resbala.

Gritaba con escaso entusiasmo a su perro, que no paraba de estirar de la correa. ¿Qué le pasaba? ¿Se había asustado? ¿Tal vez estaba enfadado porque estaba atado desde hacía un rato? Bajo el frío. Quizá pensaba que iban a volver a abandonarlo, al igual que había hecho su antiguo propietario, quien le había sacado un ojo primero para luego abandonarlo a su suerte junto con los demás cachorros en aquel coche de desguace.

Sí, ya lo sé. Yo también tengo tantas ganas como tú de irme… —le gritó a la joven fierecilla.

Seguro que el animal, un cruce de varias razas, había olfateado algo, quizá un zorro o un jabalí. Sin embargo, pronto le empezó a llegar un olor a perejil silvestre; los jabalíes olían siempre a hierbas que potencian el sabor, o a manteca podrida. Todo eso lo había aprendido en los muchos paseos que había hecho por el bosque. En ocasiones el olor se quedaba flotando en el aire durante horas, cuando los animales habían pasado por aquella zona hacía ya mucho rato. Pero ése no era el caso de aquella vía de acceso. En aquel lugar solamente olía a papel quemado, a carbón vegetal, algo que no le extrañaba, teniendo en cuenta las numerosas chimeneas que tenía la mansión situada detrás de él.

Espera

Dudó sobre si no sería mejor soltar la correa. La cuesta se hacía más difícil de subir a cada paso que daba; la nieve acababa de caer, la superficie helada había cubierto el asfalto y probablemente el vigilante aún no había echado sal. Había estado esperando allí todo aquel tiempo para ver si se deshacía, pero no le había servido de nada.

Buscó a tientas en el interior de su abrigo de invierno pero ya no estaba allí. Había ardido todo. Justo delante de sus ojos.

El dolor profundo y melancólico de la tristeza se erigió ante él como una pared invencible. Inútilmente. En vano. Había hecho un último intento y no había funcionado, como era de esperar. Y ahora estaba allí, en la carretera de acceso, sin poder moverse, sin poder derribar aquel muro de su depresión que le impedía volver a llevar una vida normal.

Su brazo salió disparado en cuanto volvió a atar a Tarzán con la cuerda, pero su cuerpo se detuvo. Helado, frío como las gélidas ramas de los abetos en los bordes del camino que, bajo el peso de la nieve recién caída, amenazaban con romperse. Se tambaleó un poco oponiéndose a la fuerza que tiraba de él violentamente y, entonces, oyó una especie de gorgoteo. Mientras caía empezó a sentir un murmullo a su alrededor como el de un cazo de leche que derrama líquido al hervir. El ruido se entremezclaba con algo similar a un susurro. El mundo daba vueltas a su alrededor, oía cómo se rompían las ramas, veía los arboles desde ángulos diferentes, sentía cómo la correa tiraba con más fuerza de su muñeca. A continuación volvió a oír un crujido a pesar de que ninguno de los abetos había perdido una rama. Mientras tanto el ruido de gorgoteos y susurros fue intensificándose, hasta que el murmullo dejó de ser lo que era para dar paso a una voz ligeramente distorsionada que se iba alejando cada vez más de él.

Seguidamente oyó cómo algo se rompía: un trozo de madera o un hueso… Y entonces comprendió que ese era el momento en que debía pasar cuando, de repente, su cabeza recibió un golpe. Poco antes de que se acercaran a él las llamas, justo delante de él, pero éstas no provenían del salpicadero del coche como antes, como el día en que todo empezó. Surgían de la chimenea, en la que las ramas crujían y donde el fuego ardiente era absorbido hacia arriba por un viento helado a través del tubo. Y entonces fue cuando oyó también aquella voz metálica y desconocida pero fuerte y clara.

Es toda tuya —dijo ella—. Ven a buscarla.