03:15 horas.
En el interior de la clínica

Caspar seguía sin comprender qué plan había detrás de todo, pero sabía que existía un terrible objetivo.

El Destructor de almas había logrado que salieran de la sala de Patología. Le habían hecho aquel favor y el grupo se había separado. Y él había conseguido llegar desapercibido hasta el ascensor que necesitaba para transportar una carga marcada por la muerte hasta su guarida: dos pisos más abajo, en el laboratorio, allí donde tan sólo podía accederse con la llave especial de Rassfeld que, al parecer, Bruck le había quitado al director de la clínica, y que en ese momento se hallaba seguramente escondida en el panel de mandos, junto al botón de aluminio que indicaba «menos dos».

Caspar se acercó lentamente al ascensor para comprobar sus terribles sospechas. Daba un paso tras otro temerosamente, como un niño que evita los surcos de una acera. Los pantalones del pijama crujían con cada uno de sus movimientos. Se paró un momento para reflexionar y se apoyó contra la pared, pero seguía sin poder echarle un vistazo a lo que había en el ascensor. La puerta quedaba abierta delante de él hacia su izquierda, aproximadamente a un par de metros de donde se encontraba. Cada cinco segundos chocaba contra las piernas de Sophia, una y otra vez. Caspar escuchó un silbido ronco y, a continuación, los pies de la psiquiatra se estremecieron, sus dedos se doblaron hacia arriba y su cuerpo volvió a desaparecer unos centímetros en el interior del ascensor. Caspar salió corriendo; no podía esperar tanto si quería salvar a Sophia. Debía actuar.

Sin pensárselo saltó hacia el ascensor, apretó el botón y contuvo su miedo mientras llamaba a gritos a Tom.

Siguió chillando aun después de que se abriera la puerta y su cerebro se negó a aceptar la escena que veían sus ojos.

Bruck estaba en el suelo arrodillado, con los brazos alrededor del cuello de Sophia, como si estuviera practicándole un masaje quiropráctico.

O rompiéndola la nuca.

La linterna que el Destructor de almas se había colocado bajo la axila izquierda se le resbalaba hacia abajo mientras intentaba arrastrar a Sophia. Ahora sus rayos de luz iluminaban sobre todo la parte superior del cuerpo de Bruck, desgarrada como si éste pretendiera a propósito ser el foco mórbido de atención. El hombre parecía una herida abierta y su vendaje hecho jirones formaba una costra alrededor de su cuello, que remarcaba macabramente la cicatriz abierta de una operación que tenía bajo la laringe.

«Parece abatido», fue lo primero que pensó Caspar cuando pisó con su pie desnudo el umbral.

«Tumbado, apenas es capaz de arrastrar a una persona». Y menos aún de matarla. Lo más lleno de vida que tenía Bruck eran sus ojos, que se reflejaban de modo fantasmal con la linterna.

Antes de que pudiera sopesar los riesgos y las posibilidades, Caspar siguió un impulso interior y se lanzó a ciegas dentro del ascensor. La cabina interior con espejos se tambaleó bajo sus pies en cuanto se lanzó con todo su peso sobre Bruck. Al hacerlo evitó que el Destructor de almas gritara con todas sus fuerzas un nombre que sonaba al de su cuarta víctima. «Sophiiiiii…».

Al principio Caspar se extrañó de que ofreciera tan poca resistencia; los primeros segundos sintió como si se tratara de una lucha entre iguales. Dos hombres gravemente heridos luchaban uno contra el otro empleando sus últimas reservas sin propósito fijo, con la esperanza de poder protegerse de su enemigo. Pero entonces, un fino hilo de sangre empezó a caer por la nariz de Caspar. No había visto venir el codo en la oscuridad; la linterna de Bruck hacía rato que había caído al suelo y se deslizaba de aquí para allá entre sus pies desnudos.

La rabia de Caspar fue en aumento. Su mano dio con la cara del psicópata y apretó fuertemente su boca, a pesar de que Bruck no dejaba de golpearle en el estómago con su rodilla. Luego deslizó su dedo pulgar hacia abajo y le atravesó con él el pliegue de la herida desgarrada. Siguió apretando hacia dentro y los gritos incomprensibles de Bruck se transformaron en un chillido. Ahora el dedo de Caspar se hallaba metido hasta la uña en el interior de la cicatriz de la operación.

Bruck fue bajando poco a poco la resistencia, pero entonces Caspar notó que un tirante dolor en el abdomen iba acaparando todo su cuerpo, desde el interior hacia fuera y convirtiéndose en insoportable. Quiso apartarse antes de que Bruck pudiera propinarle un golpe entre las piernas pero ya era demasiado tarde. Caspar se vino abajo como un pesado fardo, se golpeó con la cabeza de Sophia y quedó tumbado en el suelo junto a ella con el cuerpo encorvado. Esperaba recibir un nuevo golpe, por lo que se protegió la cara provisionalmente con los antebrazos, pero Bruck también había caído sobre sus rodillas y parecía estar vomitando del propio dolor.

Fue tirándose hacia atrás, empezó a buscar a tientas las piernas de Sophia y al hacerlo chocó de improviso con la linterna. La cogió, la levantó hacia arriba para deslumbrar al Destructor de almas y al hacerlo rozó ligeramente lo que por un segundo le pareció que era una fina zapatilla deportiva de mujer.

«¿Un zapato?».

Fue entonces cuando se dio cuenta de que no estaban solos. Junto a él, Bruck y Sophia había otro cuerpo agachado en un rincón, al final del enorme ascensor.

Yasmin.

La joven estaba sangrando, o al menos ése era el motivo más lógico que se le había ocurrido al ver que su blusa clara se había teñido ahora de oscuro, justo desde el lugar, en la parte superior de su cuerpo, en el que sobresalia un objeto alargado con un mango de goma negro.

«No queda tiempo. No queda tiempo».

Caspar escupió la sangre que se había acumulado en su boca y se abrazó a las rodillas de Sophia. Luego hizo un movimiento para levantarse y cogió a la mujer encorvada como si fuera una alfombra enrollada para sacarla del ascensor. Al hacerlo, le arrancó de la cabeza un grueso mechón de sus cabellos sobre el que se había arrodillado Bruck, quien seguía con las manos apretadas en su cuello y con la boca ensangrentada.

Sophia estaba ya prácticamente fuera cuando sus piernas se le empezaron a escurrir de los dedos manchados de sangre. Había pasado por alto el corte de su mano que se había hecho en la sala de Radiología. Se limpió la sangre en el pecho lleno de cicatrices, cogió a Sophia por la cadera haciéndola rodar con los brazos con desesperación y se la echó sobre su hombro.

Bruck también se levantó, tambaleándose como un boxeador en su último asalto. Sin embargo, parecía que las fuerzas le fallaban demasiado como para poder seguir golpeando. Allí estaba, simplemente de pie, con la boca abierta. Una burbuja de saliva se formó sobre sus labios y extendió el brazo, pero Sophia ya no se hallaba a su alcance.

Lo había logrado. Tras golpear dura e involuntariamente la cabeza de la mujer contra el tope del ascensor, Caspar consiguió sacarla del todo de la cabina. Se oyó un crujido: por lo visto el Destructor de almas volvía a repetir a gritos el nombre de Sophia. Luego, aquellos sonidos torturadores quedaron enmudecidos detrás de la puerta del ascensor.

Lo último que pudo ver Caspar fue la pierna doblada de la enfermera, por la que ya no podía hacer nada.

Caspar suspiró fuertemente y dejó caer hacia un lado la parte superior del cuerpo sin soltar el frío pie de la doctora.

Recorrió con el dedo pulgar la planta de los pies de la mujer al tiempo que se notaba cómo se movían los dedos del pie bajo los de su mano. Quería contentarse con aquel signo de vida, quedarse dormido allí, delante de la escalera de la clínica Teufelsberg, en la alfombra de la entrada principal. Sabía que no estaba bien, que debía mantenerse despierto. Sin embargo, estaba a punto de dormirse cuando su propia tos le hizo zarandearse. Era preciso incorporarse para no morir ahogado con la mezcla de sangre y saliva que se formaba en su boca.

Caspar escupió y aquel repugnante revoltijo salió como el chorro de una fuente salpicando las botas negras que, de pronto, se hallaban junto a él.

Caspar levantó la vista.

—¿Dónde has estado? —le preguntó a Tom débilmente.

—Fui a buscar el teléfono. El muy cabronazo ha dejado activada la función de llamarse a sí mismo y lo ha colocado de nuevo delante del micrófono del altavoz de la clínica para que también pudiéramos oírlo en el sótano.

Caspar asintió. Era lo que se había imaginado.

—¿Y tanto ha durado eso?

—No.

Schadeck lanzó una carcajada y avanzó un paso hacia él.

—El resto del tiempo os he estado observando —dijo, y sacó por segunda vez en media hora la pistola tranquilizante. Sin embargo, ésta vez solamente utilizó la empuñadura de ésta para golpear a Caspar en la cabeza con todas sus fuerzas.