La tormenta lo agujereaba todo. Continuaba golpeando con fuerza los tejados de ripia, las contraventanas, las líneas eléctricas y cualquier otro objeto que se le cruzase en su camino insensatamente. Sin embargo, de vez en cuando se detenía como si tuviera que inspirar aire para, a continuación, poder romper antenas de televisión y arrancar árboles con su nuevo aliento. Durante este viaje devastador la nieve seguía siendo su triste aliada, una cómplice de la tormenta que dejaba caer su manto blanco de camuflaje sobre aquello que había quedado más dañado, plantando cara a cualquier testigo que quisiera observarla mientras ella acababa con todo.
A pesar de que el viento había caído un punto en la escala de Beaufort, en aquel instante nadie se atrevía a salir de su casa, a no ser que se viera obligado a hacerlo, como era el caso de Mike Haffner.
«El mejor trabajo del mundo, maldita sea —se dijo a sí mismo; a excepción de Haffner no había nadie sentado en el quitanieves—. Servicio de quitanieves, ¡sí, claro!». Golpeó con ambas manos el volante de plástico.
Lo sabía, no debía haber escuchado nunca a Schwacke. Un porrero como aquel apenas podía distinguir un canuto de un silbato, y menos aún organizar algún trabajillo. «Dos mil euracos, tío —le había dicho entusiasmado—. Están asegurados, incluso si no nieva. Y todos leemos los periódicos, ¿no? —Mientras hablaba se había llevado el dedo índice al párpado inferior del ojo haciéndole un guiño de modo conspirador—. Cambio climático, CO2, efecto invernadero… Todo eso, amigo. Antes de que nieve de nuevo en invierno por aquí me uno a los Anabólicos Anónimos».
Haffner sacó el móvil para llamar a su inútil compañero de escuela y desearle lo peor. No, mejor aún, todo lo peor, todo lo peor del mundo mundial. Por su culpa se había dejado convencer por él para que dejara el trabajo fijo que tenía en el videoclub, y había empezado a trabajar en el servicio privado de disposición operativa S. D. O. Valenta, encargada de limpiar y retirar la nieve.
«Valenta también sale con tormenta», podía leerse en la parte trasera del quitanieves. El teléfono había sonado veinte minutos antes y Haffner se había dado cuenta con aquella llamada de que aquel eslogan que sonaba como salido de un antro de mala muerte, al parecer, se tomaba realmente al pie de la letra. «Mientras no vuelques el quitanieves al conducirlo podrás trabajar con él», le había dicho el jefe del dispositivo echándole la bronca. Y allí estaba ahora, en aquel barrio periférico lleno de mansiones para limpiarle el garaje a alguno de aquellos ricos inmundos.
«¡No hay cobertura!».
Mike lanzó el móvil a sus pies y encendió la radio, que también funcionaba con interferencias. El locutor se creía seguramente muy gracioso y por eso había puesto «Sunshine Reggae». O quizá el redactor de la música era tan atontado como Schwacke. A pesar de todo Haffner dejó que siguiera sonando, ya que con el ruido que hacía el motor diesel allí dentro y el aullido del viento fuera igualmente no podía entender nada. Apretó el acelerador y fue dando bandazos sin mirar en la esquina de una calle con adoquines. Con el aguacero que estaba cayendo allí afuera debería haber ido más despacio, pero entonces habría hecho menos ruido y, ya que tenía que trabajar, ¿por qué tenía que dejar dormir plácidamente a aquellos ricos granujas?
Aceleró de nuevo.
«Maldita sea, Schwacke, te vas a enterar de lo que vale un peine», pensó por un momento antes de notar por primera vez una sacudida.
«Mierda».
La segunda vez ya no tuvo la menor duda.
«Por favor, que sólo sea un montón de hojas», pensó Haffner deteniendo el vehículo.
«O un ladrillo».
Salió despedido contra la puerta y estuvo a punto de caer fuera del coche.
«No creo que haya nadie que esté tan loco como para ir paseándose por ahí ahora», siguió pensando. Pocos segundos más tarde iba a recibir un escarmiento.
—Mierda, ¿quién eres tú? —le gritó a alguien que caminaba medio desnudo agitando las manos con horror al ver que él enfocaba su rostro famélico con una linterna. Aquel hombre extendió sus manos profundamente azuladas hacia Haffner. Era imposible saber en ese instante si sus temblores se debían a causa del dolor o el frío; sus gritos también eran incomprensibles.
—¡Sophiuda…! ¡Sophiudapacientinar!
Al menos para Haffner.