«Soy Niclas Haberland».
Paró el neumático con su dedo índice y apretó los ojos.
—¿Sophia? —susurró mientras abría del todo la pesada puerta con el pie.
«Soy Niclas Haberland, doctor en Neuropsiquiatría».
Sus labios se movían como los de un niño leyendo un libro escolar en silencio.
Repetía una y otra vez los mismos pensamientos como si fueran un conjuro para alejar el infierno que él creía esperar encontrar en la biblioteca.
«Soy Niclas Haberland, doctor en Neuropsiquiatría y experto en el campo de la hipnosis médica».
Sus dedos agarraron con más fuerza la jeringuilla que tenía en la mano y seguidamente entró. Vio la figura delante de la chimenea. Y cerró los ojos.
«Soy Niclas Haberland, doctor en Neuropsiquiatría y experto en el campo de la hipnosis médica. Y he cometido un error».
Cuando volvió a abrirlos ella todavía seguía allí. Estaba sentada en la silla de tela tapizada, cerca del humeante fuego, y su piel había adquirido el tono pálido de la ceniza ya fría de la chimenea.
La barbilla de Greta Kaminsky estaba caída sobre su pecho, su mano derecha pendía hacia abajo sin vida, mientras que la izquierda descansaba en su regazo.
Daba la sensación de que estaba tan rígida e inmóvil como una muñeca a la que sólo hay que dar un pequeño soplo para que caiga a un lado.
Durante un momento Caspar creyó ver cómo la mujer mayor resbalaba en la silla y caía con la cabeza al suelo y luego, al igual que el resto de su cuerpo, se iba convirtiendo en polvo ante sus ojos.
Susurró su nombre, avanzó un paso hacia ella cuidadosamente, dudando de si el tórax de la mujer se levantaba o no de la silla, o si todo era un mero espejismo causado por las llamas del fuego que había detrás de ella.
«¿Tom? ¿Yasmin? ¿Dónde estáis?», se preguntó buscando algún signo de vida: el pulso en una arteria, un temblor en sus labios, que empezaban a mostrar un color violeta. Algo.
Se hallaba de pie a tan sólo unos pocos centímetros de Greta y se arrodilló ante ella. Para no hacerle daño dejó la inyección en la alfombra, junto a sus pies, se dirigió a ella y, entonces, todo empezó a suceder de pronto, muy deprisa. No sabría decir si había oído antes aquel grito de terror y luego el crujido metálico, o bien había sido al revés. Ni siquiera era consciente de la rapidez con que había regresado al pasillo. Se dirigió hacia el ascensor, de donde procedían aquellos sonidos despiadados de lucha. La puerta se encontraba ahora más abierta y se distinguía una luz: unos dedos delgados y temblorosos sujetaban una pequeña linterna en dirección al despacho de Bachmann. Caspar se detuvo; el pasillo era demasiado estrecho y el ascensor estaba aún demasiado lejos como para poder echar un vistazo a su interior desde donde él se hallaba. Lo único que podía ver sin ninguna duda era que la cuña de madera que bloqueaba la barrera de luz ya no estaba allí. Unas piernas desnudas sobresalían del ascensor, de las cuales sólo podía distinguirse la parte inferior y los pies. El Destructor de almas se había llevado hasta la cabina oscura el resto del cuerpo de Sophia.