La presión disminuyó, pero seguía teniendo frío. Caspar se sentía embriagado, aunque de un modo desagradable. Su corazón saltaba como un CD estropeado; de vez en cuando funcionaba con normalidad, pero entonces daba un salto sincopado bajo su tórax y se interrumpía con altibajos.
Le dolía, y mucho. El dolor punzante le arrebataba todo el aire que respiraba, pero al menos aún era capaz de hablar, aunque su voz sonara como la de un borracho.
—Ésa es la solución —repitió.
—¿Qué quieres decir?
Tom tuvo que preguntarlo dos veces antes de que Caspar pudiera entenderlo por fin.
—La nota del acertijo que había en la mano de Sophia —balbuceó.
—¿«Es la verdad, aunque el nombre engaña»?
—Sí.
—¿Entonces?
—La respuesta es… —Caspar tragó saliva; le ardía la garganta y parecía que había aumentado de volumen su lengua.
—La respuesta es «hipnosis».
—¿Por qué?
—La palabra procede del griego Hypnos, el dios del sueño.
Caspar tenía el falso presentimiento de que podía escuchar cómo hablaba él mismo y además, más tarde, con bastante retraso en el tiempo, como si fuera una llamada intercontinental que no funciona bien del todo. Sin embargo, al menos ahora había podido formular una frase completa.
—¿Y qué narices significa eso? —preguntó Schadeck.
Caspar se concentró en su respiración, inspiró profundamente y contó hasta tres antes de soltarlo. Luego le contestó:
—Hace tiempo la ciencia pensaba que la hipnosis era un estado similar al del sueño. No es cierto: es lo contrario. —Cerró los ojos de nuevo y habló elevando la voz, también para evitar dormirse—. El objeto de experimentación está despierto, su consciencia controlada es lo único que queda restringido. Como en las víctimas; como en Sophia. Entiéndelo: el Destructor de almas las ha hipnotizado. «Es la verdad, aunque el nombre engaña».
—¡Ton-te-rí-as!
Schadeck gritó cada una de las sílabas en la sala de Patología y su voz resonó de forma metálica contra las cámaras de aluminio.
Caspar abrió primero un ojo, luego el otro, y pudo sentir cómo la luz clara entraba como una aguja a través de la retina directamente en su cerebro provocándole un insoportable dolor de cabeza.
—¿Por qué? —gritó de nuevo. Por lo menos le pareció que estaba levantando la voz, aunque no estaba del todo seguro—. Ahora no tengo fuerzas para aclarártelo. No, no. Escúchame.
Se dirigió a la mesa de disección. No podía mover ni un solo milímetro del brazo donde le habían puesto la inyección, ya que ahora Schadeck le estaba empujando hacia abajo con ambas manos.
—Me necesitas sobrio.
—¿Por qué?
—Nopor —dijo tosiendo Caspar.
Aquellas breves palabras habían vuelto a causar heridas en su garganta, ya dañada por el humo. Sintió una sed tremenda, y en parte deseó que Schadeck acabara inyectándole el resto del anestésico para que aquel dolor pudiera cesar por fin. Pero no debía darse por vencido si quería salir con vida de aquel lugar.
—Sophia ha sido quien nos ha dado la pista —continuó hablando buscando la mirada de Tom—. El Destructor de almas hipnotiza a sus víctimas para empujarlas al sueño de la muerte, a esta espiral de tortura entre la fase despierta y la del sueño.
—¿Hipnosis? —repitió Schadeck incrédulo.
Sí.
«Distracción, conmoción, sorpresa, duda, desconcierto, disociación».
Caspar conocía los factores que causaban, cada uno por sí mismo o en conjunto, que el objeto de experimentación fuera expuesto a un estado a fin de poder manipular sus actos y pensamientos desde el exterior.
—Bueno, ya he tenido suficiente —gritó Schadeck—. Todo el mundo sabe que no es posible hipnotizar a alguien en contra de su voluntad.
—¡Sí que lo es! —le contradijo Caspar débilmente.
Cometió un error al estirar su barbilla hacia delante. Ya no era capaz de controlar sus movimientos, por lo que al cabo de medio segundo volvió a dejarse caer en la mesa de disección con la cabeza hacia atrás. Un nuevo rayo cegador atravesó sus ojos cerrados y, durante un breve y terrible momento, apareció iluminada ante sus ojos una fotografía del pasado que hubiera deseado romper con todas sus fuerzas: el recuerdo de la niña de cabellos rubios y rizados que sacude la cabeza dando a entender que prefiere que no le apliquen ningún un tratamiento.
«Oh, no. Fui yo quien lo hice. Fui yo quien… a mi hija en contra de su voluntad».
—Otra película de Hollywood —oyó cómo maldecía Schadeck furioso—. Ciudadanos inofensivos convertidos en autores de atentados que ponen bombas según las órdenes de alguien, ¿no? Personas que se suicidan porque alguien les dice que son unos miedicas. ¿Qué más vas a contarme para salvar el pellejo, eh? ¡Es increíble!
—Te digo que es cierto —dijo Caspar. Puedo demostrártelo. Suéltame.
—Ni en sueños. —Tom volvió coger la jeringuilla.
—¡Basta, basta, basta…!
En la cabeza de Caspar la oleada de pensamientos había sobrepasado una marca crítica. El dique que le aseguraba su capacidad de comunicación se hallaba a punto de romperse. Realmente aquel alumno de medicina daba por sentado que nadie podía entrar en trance en contra de su voluntad. ¿Qué pasaba si la víctima no sabía nada acerca de cómo iniciar la hipnosis? ¿Y si se rompía su voluntad rompiendo antes la resistencia por medio de conmociones, traumas o estupefacientes?
Quiso hablarle a Schadeck acerca de un proyecto de la CIA que se había desarrollado en los tiempos de la guerra fría y que investigaba los métodos que podrían usarse para realizar un lavado de cerebro en los militares y que había obtenido unos resultados espeluznantes. Conocía de memoria el llamado «proyecto Alcachofa» por razones inconcebibles:
«Simulando una toma de la presión sanguínea se convence al sujeto de experimentación para que se relaje. Puede emplearse un análisis de sangre para administrarle una droga. Puede utilizarse un reconocimiento oftalmológico para inducir a la persona a que siga con el movimiento de sus ojos una pequeña luz o mire fijamente el foco de una linterna mientras se realizan sugestiones verbales».
Caspar quería informar a Tom acerca de las supuestas inyecciones de vitaminas que se administraban a algunos humanos que ejercían de conejillos de Indias sin que éstos lo supieran, y que en realidad se componían de amobarbital sódico (llamado también «suero de la verdad»). Todo ello formaba parte del protocolo Alzner. Con tan sólo leerlo se producía una trasformación en el subconsciente. Quiso citar el informe final de la comisión ética:
«Tras incorporar el dolor físico y la tortura psíquica, especialmente a través de fuertes y traumáticos estados de conmoción, es posible lograr, con la ayuda de la administración de estupefacientes que transforman el subconsciente, que las personas fácilmente influenciables entren en un trance hipnótico en contra de su voluntad para dominar su subconsciente».
Había estado a punto de contarle todo aquello y mucho más, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Un cansancio febril le había paralizado entretanto las cuerdas vocales, por lo que sólo podía mascullar algunas frases incompletas.
—Tú también puedes…
—¿Cómo?
—… hacerlo.
—¿A qué te refieres?
—Hipnotizarme.
Caspar cerró el puño y apretó a propósito con sus dedos una astilla en la carne de su mano. El dolor agudo lo distrajo.
—Sólo depende de las circunstancias. Mira, me han traído aquí contigo. Cuantos más tóxicos me inyectes más pronto me quitará de en medio.
Tosió de nuevo, esta vez porque se había atragantado con la saliva.
—Pero no voy a hipnotizarte durante varias semanas, ¿no? —Schadeck golpeó furioso la mesa—. Ni tampoco hasta que mueras, como sucedió con la primera víctima. Empiezo a creer que no eres médico, si no deberías saber que cualquier error en la hipnosis acaba convirtiéndose en algún momento en un sueño natural. Todas las víctimas se despertaron por sí mismas, ninguna de ellas murió.
«Sí. Soy médico», de eso estaba seguro Caspar. Los recuerdos caían sobre él cada vez con más rapidez. Podría habérselo demostrado si hubieran estado en el despacho de Rassfeld; allí se hallaba el manual de psiquiatría, la lista completa de todos los médicos. Podía ver ante sus ojos su propio nombre: «Doctor Niclas Haberland, especialista en Neuropsiquiatría e Hipnosis Profunda Médica».
—Tienes razón —intentó tranquilizar a Tom antes de que continuara inyectándole más pentotal—. Normalmente la hipnosis médica no tiene riesgos. Lo más grave de todo es la pérdida de comunicación… —Caspar se asombró al ver que aquellos tecnicismos le eran familiares—, cuando el hipnotizador no puede hablarle a su paciente y éste no reacciona a sus órdenes. Lo que dices es cierto: entonces solamente cabe esperar, pues llegado el momento, el paciente se despierta. Pero en esos casos estamos hablando de contratiempos que se producen sin querer: daños causados por alguna imprudencia; lesiones que tienen lugar durante la hipnosis que se realiza durante un espectáculo, cuando una mujer del público debe ir hasta el escenario a cuatro patas como si fuera un perro y, al hacerlo, cae en el foso de la orquesta. Pero hasta ahora nadie ha investigado la posibilidad de causar daños a alguien de manera intencionada. ¿Comprendes a qué me refiero?
Caspar susurraba ahora sus palabras sin estar seguro de si estaba hablando en voz alta. Su capacidad de percepción era prácticamente nula: había dejado de tener el control sobre sí mismo y paradójicamente, esto ocurría justo cuando se había visto forzado a hablar acerca de las técnicas de la hipnosis.
—Si realmente alguien ha desarrollado un método de hipnosis que puede hacer que una persona acabe intencionadamente en un estado vegetativo permanente, nunca podremos saberlo a través de publicaciones especializadas, porque se trataría de un experimento humano prohibido. Y me temo que eso es lo que está teniendo lugar ahora, aquí, en esta clínica. ¡Y nosotros estamos participando en él!
Caspar vio que de alguna manera aquellas últimas palabras habían surtido algo de efecto. Tom se llevó las manos a la cabeza pensativo y le miró indeciso. Entonces Caspar añadió:
—Suéltame. Te lo suplico. Creo que sé cómo sacar a Sophia de su sueño de la muerte y conseguir que podamos huir todos.
Schadeck juntó los labios con vacilación y se pasó la mano por los cabellos. Suspiró y Caspar notó cómo la tensión empezaba a disminuir un poco. La jeringuilla ya no estaba en su brazo; había vuelto a la mesa auxiliar, junto a los instrumentos utilizados para realizar autopsias.
—Un movimiento en falso y acabo contigo.
Mientras el camillero le aflojaba la correa de la mano izquierda a Caspar, de pronto, sucedió algo que parecía imposible.
En algún lugar de la clínica empezó a sonar un teléfono.