02:58 horas.
Cuarenta minutos
antes de el miedo

—¿Quién eres tú?

Las venas hinchadas del cuello de Schadeck le indicaron a Caspar que el camillero le estaba gritando en ese momento. Desde que había vuelto en sí solamente podía sentir una presión difusa en sus oídos y oír un continuo zumbido. Temblaba de frío, aunque estaba sudando.

—No lo sé.

Sentía su lengua como si fuera una ciruela pasa. Apenas podía moverla, pero en ese instante aquello era sin duda su menor problema.

«¿Qué está pasando? ¿Dónde estoy?».

Caspar intentó levantar los brazos y las piernas, pero sólo consiguió moverlos unos pocos milímetros.

«Me ha atado».

Estiró con fuerza las correas de goma con las que había sido atado a la mesa de disección. De pronto le sobrevino un dolor punzante en el pliegue de su codo izquierdo que fue extendiéndose por los hombros hasta llegar a las sienes, y empezó a marearse. El dolor se hizo prácticamente insoportable en cuanto su cabeza volvió a chocar contra el frío metal de la mesa.

«Dios mío, Tom cogió la pistola tranquilizante de la farmacia, me ha disparado y me ha arrastrado hasta la sala de Patología».

Caspar cerró los ojos porque la luz halógena le deslumbraba y creyó que empezaría a vomitar, debido al miedo y a las sustancias tóxicas que había en su cuerpo.

—¿Qué has hecho conmigo?

No estaba seguro de si sus graznidos eran inteligibles. El zumbido de sus oídos también habían tomado otra dinámica.

—Tranquilo, el narcótico solamente tiene efecto durante diez minutos, y ya han pasado, así que ya puedes empezar a hablar: ¿quién eres?, ¿qué buscas en esta clínica?

Una ráfaga de viento, provocada por Schadeck, que agitaba con la mano algo en el aire como si fuera un abanico, hizo que a Caspar se le despegaran los cabellos de su frente sudorosa. Entonces, una hoja cayó al suelo y supo que se trataba del expediente de un paciente. «Su expediente».

—¿Que de dónde lo he sacado? —dijo Tom—. Estaba en la biblioteca, abierto de par en par encima de la mesa. Tu amigo Jonathan nos lo dejó allí.

—No es amigo mío —dijo Caspar, al tiempo que se preguntaba por qué le habría puesto una inyección en el brazo. Mientras tanto, se dio cuenta de que el ruido que machacaba sus oídos provenía de la habitación contigua: el aparato de tomografía. ¡El programa de la virtopsia seguía en funcionamiento! El fuego no había podido acabar con aquella costosa máquina.

Schadeck sonrió irónicamente.

—Me temo que las mentiras ya no sirven de nada.

Caspar parpadeó con intensidad varias veces para quitarse la cortinilla gris que se había posado sobre sus ojos como si fuera una neblina.

—¿Qué? ¿Te acuerdas ahora?

Schadeck le pegó directamente en la frente con un sobre ennegrecido y entonces sacó de él una hoja prácticamente carbonizada. De nuevo volvió a sentir en el aire el olor a papel quemado.

—¿Conoces esta letra?

«Para N. H.», leyó Caspar, y no tuvo más remedio que asentir.

No lo hizo porque hubiera reconocido aquella letra redonda, sino porque, unos minutos antes, en la sala de Patología, le había venido por primera vez a la memoria la letra inicial de su apellido: «Haberland».

Se trataba ciertamente de otra pieza del rompecabezas de su pasado que Rassfeld y Sophia querían entregarle paulatinamente, y sin duda no bajo las condiciones con las que Tom lo había hecho. El camillero le dio la vuelta al sobre y las iniciales del remitente aparecieron como si fueran una acusación: «J. B.»

«Jonathan Bruck».

Caspar se preguntó cómo podía ser que el contenido de la carta se viera bastante más destrozado que su envoltorio.

—Creo que tu colega se ha esforzado mucho escogiendo las palabras. Como mínimo, por lo que aún se puede descifrar.

Schadeck recurrió a un tono teatral mientras leía, sustituyendo por pausas dramáticas los párrafos y partes de oraciones que no se podían leer porque el fuego las había destruido.

Estimado compañero

… un incidente trágico del cual, según mis conocimientos, sin embargo usted no tiene la culpa, ya que

En esta parte faltaba un párrafo entero.

… por este motivo debería ceñirse al plan del que hemos hablado. Le aconsejamos que vaya a la clínica Teufelsberg, a ser posible antes de las fiestas de Navidad… y…

Schadeck volvió a meter la hoja en el expediente y le propinó a Caspar una bofetada con la carpeta de cartón que hizo que su cabeza saliera disparada hacia la derecha.

—¿«Estimado compañero»? ¿«El plan del que hemos hablado»? ¿Qué significa todo eso, eh? ¿Qué tiene que ver con tu expediente?

—No lo sé.

—Deja ya de jugar, Caspar, señor N. H. o como sea que tenga que llamarte.

Schadeck volvió a golpearle y esta vez hizo todo lo posible para que la afilada esquina del clasificador acabara directamente en la frente de Caspar.

—Los hechos son los siguientes: tú conoces al Destructor de almas, tú ya lo has visto alguna vez, y él te hizo venir aquí. Como uno de sus compañeros de trabajo.

—No.

—Muy bien… pues de otra forma…

—Tom, furioso, dio una patada contra una mesa con ruedas que servía para transportar instrumentos médicos.

Entonces tendré que sonsacarte la verdad de otra forma.