Las ráfagas sacudían la mansión con tanta intensidad que parecían estar pasando un metro por debajo del edificio. El profesor levantó la cabeza, pero sus alumnos estaban demasiado concentrados con el protocolo como para dejarse distraer por el ruido del viento. Se había hecho de noche y habían encendido una pequeña lámpara que él había colocado cuidadosamente en medio de los dos, encima de la mesa.
Desde el otro lado de la mesa parecían dos estudiantes preparando juntos un examen.
Patrick tenía apoyada la cabeza entre sus manos mientras Lydia seguía con un lápiz cada una de las lineas del texto. Sus labios se movían mientras leía, y a su derecha se hallaba un cuaderno en el que iba tomando notas de vez en cuando.
El profesor se levantó y estiró la espalda. A pesar del dolor punzante que sentía, había decidido hacer caso de las advertencias que le había hecho su ortopeda haciendo movimientos circulares cada dos horas. Pensaba que los consejos que le daba su médico eran tan inútiles como los que le proporcionaba aquel amigo que le había convencido para ir a aquel bar.
Lydia escribió un par de notas más y de nuevo decidió echar un vistazo al cuaderno. Él caminó por delante de las estanterías, de donde se habían llevado todos los libros, probablemente para venderlos en un mercadillo o a través de Internet. Tan sólo había allí un libro que no había despertado el interés de nadie, y que se hallaba repleto de polvo detrás del cristal roto de la vitrina. El lomo estaba lleno de rascaduras y cubierto de excrementos de ratón. A pesar de ello parecía como si algún visitante inusual de la biblioteca hubiera colocado el libro en su sitio.
El profesor siguió caminando, en parte porque no quería soportar durante más tiempo la visión de sus mejillas hundidas y su mala conciencia reflejadas en el cristal de la vitrina. Por otro lado, tampoco quería saber de qué volumen del diccionario médico se trataba. Hasta ese momento también había evitado inspeccionar la chimenea, pero ahora era incapaz de apartar su mirada de un pequeño tubo de plástico aplastado que sobresalía como un palillo de Mikado entre una antena de televisor torcida, restos de cables y una loseta de moqueta.
«¡No lo hagas!».
Una voz interior ordenó al profesor que dejara aquella jeringuilla a su debido tiempo.
No tenía que haber gritado tanto. De todos modos su intención no era la de sacar aquel tubo, y derribar así posiblemente el castillo de naipes que formaba su psique.
Se aclaró la voz en silencio para no asustar a sus alumnos al acercarse a ellos. Pero ellos se encontraban muy lejos, en un mundo diferente. «La prueba de que existe la telepatía», había escrito una vez Stephen King. El autor trasplanta sus pensamientos a la mente del lector, dejando que éstos, que a menudo se encuentran a miles de kilómetros, puedan ver, sentir, experimentar y descubrir lugares que nunca habían pisado antes.
Pero ¿qué ocurre si se trata de pensamientos malvados?
El profesor, que seguía moviéndose, pasando desapercibido ante sus alumnos, evitó que su sombra se proyectara sobre el cuaderno de Lydia mientras pasaba por detrás de ella. Su letra, típica de una chica joven, cumplía con todos los tópicos habituales de su sexo: limpia, ordenada, redonda.
¿Caspar? ponía en la parte superior del papel reciclado de color gris. Debajo había añadido varias informaciones entre paréntesis que habían cobrado importancia en el protocolo hasta ese momento: (Médico/¿Padre de una hija?/¿Hamburgo?/¿Error médico?).
Las columnas siguientes estaban dedicadas al Destructor de almas. El profesor sonrió con tristeza al leer el último pensamiento que había remarcado Lydia con tres signos de interrogación y doble subrayado.
Destructor de almas = Jonathan Bruck (doctor, compañero de trabajo, automutilación, ¿¿¿motivo???)».
Al parecer consideraba la última pregunta tan importante como para dedicarle todo un párrafo: MOTIVO
¿Torturar a Sophia? ¿Evitar que Sophia revele todo lo que sabe? ¿Sobre Caspar? ¿Sobre la hija de Caspar?
No lograba saber qué decía el resto porque Lydia ocultaba parte de algunas palabras con su codo.
¿Hospitalización = casualidad? (¿Qué tiene que ver Tom en todo esto? ¿Qué relación hay con el resto de las víctimas?), le pareció que había escrito. La última frase había sido escrita con claridad y en letras mayúsculas:
¿LA VENGANZA DEL DESTRUCTOR DE ALMAS?
El viento golpeó de nuevo los cristales sucios de la ventana, y Patrick levantó la vista por primera vez, aunque sólo lo hizo brevemente para coger la botella de agua que tenía delante. No se había dado cuenta de que el director del experimento médico ya no estaba sentado en su sitio, sino justo detrás de él.
«Increíble —pensó el profesor dejando atrás las notas del cuaderno de Lydia—. Es increíble como a pesar de las falsas conclusiones uno llega finalmente a la pregunta correcta que lo decide todo».
Como si hubiera sido atraída por un imán, su mirada se clavó de nuevo en la chimenea; desde donde estaban, daba la impresión de que hubieran querido taparle la boca con restos de basura y escombros para que el fuego nunca más pudiera revelar un secreto.
El papel crujió como el hueso de un dedo al estirarse cuando Lydia llegó a la página 163 del expediente.
Patrick, que iba algo más lento con la lectura, la siguió unos minutos más tarde al trasmundo de los recuerdos de Caspar.