Naturalmente que era un error. No debían de haberse apartado de su primera intención. Desde el momento en que Caspar había hecho la propuesta ya se imaginaba que ésta acabaría teniendo graves consecuencias.
Pero, aunque así fuera, no había otro modo de hacerlo.
A pesar de todo, Greta había sido la única en aprobar su propuesta. Había querido ir con él hasta la sala de Tomografía, y evidentemente esto era algo imposible. Greta era, junto a Sophia, la persona más débil del grupo. Todos ellos ya tendrían suficientes problemas para ponerse a salvo cuando llegara la hora; no podía incluir en la huida a una viuda de setenta y nueve años. Finalmente fue Bachmann quien le acompañó, no sin protestar. Tras una acalorada y breve discusión, el resto había subido de nuevo para encerrarse en la biblioteca.
—Este error es aún mayor que mi matrimonio —murmuró el vigilante.
No obstante, le quitó a Caspar el bidón de plástico que éste había encontrado en uno de los armarios empotrados de la antesala: CLINIX-CLEAN, un detergente de alcohol con potenciador de amoníaco, en cuya parte delantera había pegado un triángulo de advertencia en color negro y amarillo con una llama encendida.
—¿Qué puede salir mal? Yo diría que ese chisme tiene puertas a prueba de incendios y un sistema de ventilación propio.
Caspar asintió mirando el cristal que separaba la antesala del resto de la habitación como si se tratara de un estudio de grabación.
—Fue usted quien propuso la sala de Tomografía.
—Sí, para escondernos en ella. No para quemarla.
Caspar cogió un segundo bidón y cerró de nuevo el armario. Tuvo la esperanza de que Bachmann no notaría que su voz se esforzaba en mostrarse optimista, cuando en el fondo compartía sus dudas.
—Si hay suerte, la pared de aislamiento subirá en cuanto el detector de humos se active y los demás podrán salir de la biblioteca y dirigirse al aparcamiento.
Caspar sabía que aquel plan que había preparado precipitadamente carecía de final.
Por ejemplo, no tenía ni idea de cómo iban a arrastrar a Sophia montaña abajo sin que las ruedas de su silla quedaran atascadas en aquella masa de nieve. Pero, al igual que el resto del grupo, él solamente podía pensar paso a paso. Tenía la esperanza de que ya se le ocurriría algo, del mismo modo que había tenido la idea de huir de la prisión en que se había convertido aquella clínica.
—En el peor de los casos, la pared de aislamiento no se moverá —continuó Caspar—. Pero, como el fuego empezará en la sala de Tomografía, al menos las puertas a prueba de incendios evitarán que destruyamos toda la clínica. —Señaló un extintor que había justo en la pared, al lado de la puerta que daba al pasillo.
—¿Tiene un encendedor?
—Cerillas.
Bachmann se dio unos golpecitos en el bolsillo interior de su mono.
—De acuerdo, empecemos entonces…
Caspar tomó aliento y miró hacia el techo de la habitación.
—¿Qué le ocurre? —le preguntó Bachmann.
—¿Puede oírlo?
—¿El qué?
—Ese ruido.
Bachmann iba a sacudir la cabeza, pero se quedó inmóvil en aquel momento con el bidón en la mano. El retumbante ruido de fondo apenas podía oírse en el sótano de la clínica, pero estaba allí, se notaba al igual que el ruido subliminal del bajo del altavoz de una sala de cine. Caspar pensó que curiosamente aquel ruido tenebroso dotaba de una buena banda sonora a la secuencia de recuerdos de su último trayecto en coche.
—Suena como si hubiera aterrizado un helicóptero.
Bachmann pronunció lo que Caspar esperaba ansiosamente. Su pulso se aceleró y, por primera vez en mucho tiempo, sintió una señal de esperanza.
«¿Y si Linus había ido a pedir ayuda? Podría ser».
«Naturalmente. ¿No había dicho Yasmin que había visto a alguien en el balcón?».
Bachmann frunció el ceño, fue hasta la pared donde estaba el extintor y apoyó su oreja para escuchar.
«Claro. Linus siguió a Bruck, la pared de aislamiento lo dejó encerrado. Linus huyó e informó a la policía».
Las esperanzas de Caspar iban en aumento a medida que el ruido retumbante parecía cobrar más fuerza. Entonces el vigilante sacudió la cabeza y el rayo de esperanza se fue apagando lentamente.
—Es sólo la tormenta —dijo lamentándose—. Empuja desde fuera la pared de aislamiento. En el tercer piso se encuentra la barra metálica y probablemente el viento sopla a través de ella haciendo presión en todo el edificio, que está cerrado herméticamente.
«¿Presión? ¿Cerrado herméticamente?».
Caspar no estaba seguro de si se estaba convirtiendo en un paranoico. Lo cierto es que aquella explicación le había sonado demasiado profesional para haber salido de la boca de un vigilante.
Por otra parte, Bachmann no podía compararse con un vigilante tradicional. Era la persona de confianza de Rassfeld y, después de todo, se dedicaba a leer manuales de retórica para instruirse. A pesar de todo, había una cosa que había despertado la desconfianza de Caspar hacia él horas antes.
—¿Qué era eso del quitanieves? —le preguntó cogiendo un bloc de notas de la mesa del ordenador que había delante del cristal.
—¿Cómo dice?
—Me refiero a después de que usted recogiera a Schadeck y Bruck en la entrada, delante de la ambulancia accidentada y subiera con ellos. Linus me lo enseñó: alguien había extraído el tubo de la gasolina.
—¿De verdad?
Bachmann pareció confuso y Caspar se enfadó por haber empezado todo aquello. ¿Qué esperaba de aquellas preguntas tontas? ¿Que le confesara: «Sí, lo siento, es que no quería que alguien abandonara la clínica»?
—Debe de haber sido Schadeck. De todas formas me da un poco de miedo.
—Sí —dijo Caspar llevándose bajo el brazo tres libros de medicina.
—Da igual, ahora ya no importa.
Entraron juntos en la sala contigua. La sala de investigación destacaba por su futurista aparato de tomografía, que bien podía confundirse con una compuerta de acceso al otro mundo en una película de ciencia ficción.
Caspar se colocó al lado del aparato y miró hacia arriba.
—¿Eso que está parpadeando es lo que yo me pienso?
—Sí.
—Entonces deberíamos empezar justo aquí.
Caspar cogió dos toallas que habían encima de la cama del aparato de tomografía. Hizo una bola con ellas y las tiró al suelo, debajo del detector de humos. Luego arrancó varias hojas de uno de los libros antes de apilar el resto uno encima de otro.
—Viértalo simplemente por encima —le dijo a Bachmann, que estaba desenroscando el bidón de detergente con cara de no poder creerse lo que iba a hacer allí.
—¿Tiene usted ya claro que todo esto cuesta varios miles de millones?
Caspar sonrió débilmente.
—Por mucha pena que me dé, ya no creo que el jefe pueda enfadarse con nosotros, ¿no? —Caspar asintió con la cabeza—. Así que adelante, antes de que nos llegue a nosotros el mismo destino.
El detergente con alcohol fue derramándose con un gorgoteo casi obsceno sobre aquel fuego provisional. A continuación, Bachmann sacó una caja de cerillas del bolsillo interior. Estaba a punto de encender el primer fósforo cuando, de pronto, se oyó cómo la puerta de comunicación se cerraba detrás de ellos con un suave clic.
—¿Qué demonios ha sido…?
Caspar se volvió justo a tiempo para ver la sombra oscura que se deslizaba rápidamente por el cristal que separaba ambas habitaciones. Entonces, la luz del aparato de tomografía empezó a parpadear, al mismo tiempo que se oía el ruido de unos golpes procedentes del interior de los tubos. Era como si alguien estuviera golpeando un bidón de metal vacío con un hacha. Todo ello ocurrió en fracciones de segundos, justo en el instante en que, paralizado por el miedo, Bachmann dejó caer de su mano la cerilla encendida.