—¡… despierta!
Oyó nuevamente cómo alguien daba unas palmadas, esta vez con más fuerza, y a continuación sintió un escozor en su pómulo izquierdo.
—Ya es suficiente, no seas tan bruto —le apremió una voz por encima de él.
—Está fingiendo —dijo Tom Schadeck.
Caspar abrió los ojos y en ese mismo instante vio cómo se abalanzaba directamente sobre su cabeza un coche con las luces largas. Levantó de golpe los brazos, y dos fuertes manos lo agarraron enseguida. Luego parpadeó y los faros del coche se convirtieron en una luz halógena. Al parecer se había desmayado y los demás lo habían llevado a la mesa de disección. Caspar tosió y sintió el sabor de la sangre.
—¿Todo bien? —le preguntó Bachmann precupado.
Junto a aquel cráneo oblicuo asomaba el rostro juvenil de Schadeck.
—¿De qué te has acordado ahora? —preguntó éste, tajante.
—He tenido un accidente —dijo Caspar.
—Sí, se ha caído para atrás y se ha golpeado la cabeza —le confirmó el vigilante.
—No, no me refiero a eso. —Caspar movió ligeramente la cabeza, si bien este gesto era consecuencia de dolor palpitante y sordo, que ahora volvía a ser más intenso. Se llevó las manos a los codos con dificultad y tosió de nuevo—. El accidente debe de haber pasado hace algún tiempo.
—¿Qué sucedió exactamente?
Pensó si debía guardarse para sí parte de la verdad, al igual que había hecho hasta entonces manteniendo en secreto los fragmentos de sus recuerdos relacionados con el Destructor de almas.
—Estaba lloviendo y me salí de la carretera —añadió finalmente—. Mi coche empezó a arder y estuve a punto de morir quemado. De ahí las cicatrices.
—¿Y eso es todo?
«No, eso no es todo», pensó Caspar. Podía entender que Tom no le creyera.
—¡Vaya bola!
—¿Por qué motivo debería inventárselo? —quiso saber Greta agarrándose agotada a la silla de ruedas de Sophia.
—Para desviar la atención de todo lo que tiene que ver con el psicópata y sus dudosas notas con acertijos. —Schadeck empezó a amenazar a Caspar con su dedo índice—. Qué extraño, ¿no? La solución del último acertijo nos lleva hasta la camiseta de Caspar, que esconde unas cicatrices como si hubiera metido su cuerpo dentro de un microondas.
Greta movió débilmente su cabeza canosa.
—Puede que me haya equivocado. Un jersey también puede ser la solución. Y usted lleva uno puesto.
—Sí, pero yo no tengo cicatrices de quemaduras —protestó Tom—. Y su cuerpo parece como si hubiera sido expuesto a un ritual perverso, ¿o no es así? Y ahora quiere que nos creamos eso de que ha tenido un simple accidente.
—No fue un accidente. Estaba borracho.
Caspar reunió fuerzas y se sentó erguido en la mesa, luego arrastró sus piernas por la esquina de ésta.
—¡Ah, claro! Antes hasta te negaste a darle un trago a mi botella. Pensaba que no bebías. —Schadeck soltó una risa burlona.
—En aquel tiempo tenía un motivo para hacerlo.
—¿Cuál?
Caspar suspiró.
—No estoy totalmente seguro, pero todo parece indicar que efectivamente soy médico. Tenía una paciente, una niña pequeña. Creo que es mi hija. De cualquier modo, la estaba tratando y debí de cometer un error.
—¿Un error médico? ¿Cometió un error con su hija?
—Es posible. Creo que sí.
Intentó reprimir la dolorosa imagen de los espasmos convulsivos de la niña pero, en lugar de eso, fue el recuerdo de Katja Adesi el que saltó a la superficie con la fuerza de un balón medicinal que se halla en el agua bajo presión. La profesora de su colegio, la segunda víctima.
—En cualquier caso, en cuanto dejé de tratar a la niña ahogué mi desesperación en media botella de whisky. Luego me senté al volante y choqué contra un árbol.
Caspar pasó la mano por debajo de los retazos de la camiseta desgarrada y fue siguiendo con sus dedos la cicatriz más grande, que estaba justo bajo su pecho y llegaba hasta el ombligo.
Miró hacia abajo: bajo la luz artificial aquella grieta en la piel calva parecía un río de lava rosa que presionaba para salir disparado hacia arriba, a través de la abertura de un terreno ondulado.
De pronto su miedo se disipó y dio paso a un sentimiento más intenso: el de la tristeza. Sabía cuál era el verdadero significado de sus cicatrices: eran la señal de que había cometido un terrible error y que nunca más podría mantener su promesa.
«Volveré enseguida y todo se arreglará, cariño. Todo volverá a ser como antes».
—No estoy totalmente seguro… creo… supongo… —Tom Schadeck imitó sin gracia los intentos de explicación de Caspar.
—Así que tú no tienes nada que ver, ¿no? Entonces, ¿cómo sabe el Destructor de almas lo de tus cicatrices?
—No tengo por qué oír todo esto. —Caspar saltó de la mesa y apretó los puños—. Tú tenías que ser precisamente quien me endosara algo, ¿no? ¿Dónde estabas tú entonces cuando desapareció Rassfeld? ¿Quién sacó la segunda nota del saco como por arte de magia? ¿Y entonces? —Ahora era él quien imitaba a Tom con tono desdeñoso.
—¿Lo ves? Yo también puedo darle la vuelta a la tortilla.
—¡Dejad ya de pelearos! —objetó Greta, y dio la impresión de que ciertamente Schadeck se tranquilizaba un poco.
—Muy bien. Suponiendo que tú no estés metido en esto, ¿qué significa entonces el acertijo?
—No tengo ni la más remota idea.
—Pero yo quizá sí.
—¿Tú?
Todos se dieron la vuelta sorprendidos hacia Yasmin, que había intervenido de improviso.
—Pero ¿qué?
—Bueno, yo… —se aclaró la voz nerviosa y de nuevo empezó a hacer girar su anillo en el dedo— he estado pensando mientras estaba sentada con Sophia delante de la chimenea.
—¿En qué?
Schadeck, que era quien se hallaba más cerca de la enfermera, le apartó cuidadosamente de la frente un mechón rojo.
—En el fuego —respondió ella—. Tú mismo dijiste que la pared de aislamiento no podía estar activada debido a la protección contra incendios y demás.
—Sí, ¿y qué?
—Que a lo mejor el Destructor de almas nos está dando pistas mediante estos acertijos disparatados. Seguro que es uno de esos juegos enfermos en los que se dejan instrucciones mediante notas, y esas cicatrices de quemaduras son sólo una señal más.
—¿Para encontrar la salida de emergencia?
Caspar la miró interrogante.
—Sí. Me refiero a que… —Yasmin se interrumpió a sí misma de nuevo. Finalmente se atrevió a expresar su plan con palabras—. ¿Por qué no encendemos un fuego? La pared de aislamiento seguro que se abre cuando empiece a activarse el detector de incendios.
—No es mala idea en absoluto —añadió Caspar, pero Bachmann acalló sus palabras alterado.
—¿Y qué pasa si no es así? No, no, no. Es demasiado peligroso. No conozco tan bien el sistema, nunca lo hemos puesto en funcionamiento.
Schadeck también alzó las manos a la defensiva.
—Tiene razón. Si el plan fracasa nuestros cuerpos arderán vivos aquí dentro.
—No tiene por qué ser así —dijo Caspar, y se detuvo un momento para explicar su plan cuando toda la atención del grupo se dirigiera hacia él.