Podemos empezar. Ahora ya está lista.
Estaba sentado en la mesa del despacho nuevamente. La voz dulce de la mujer se escuchó una vez más a través del interfono.
—Lo hemos preparado todo, profesor Haberland.
«¿Haberland? ¿Es así como me llamo?».
Atrapado por sus recuerdos en tres dimensiones, se levantó despacio, caminó por el despacho, en cuya pared se hallaba colgado el título de medicina, y abrió una puerta tapizada de color blanco.
A continuación, el director de cine puso en marcha a cámara rápida la película de su memoria. A partir de ese momento se enfrentaría a las grabaciones inquietantes sin excepción: una niña pequeña que, con sonrisa cansada, mostraba sus dientes con aparatos; su cabeza rubia y rizada yacía somnolienta sobre la cama del hospital.
Luego el temblor. Los ataques convulsivos del delicado cuerpo de aquella niña que, como si de un acto de exorcismo se tratara, no dejaba de retorcerse bajo la presión de unas fuertes manos que intentaban inmovilizarla en la cama sin éxito. Sus manos.
Caspar escuchó un golpe: algo empezaba a arder en su cara, pero lo único que podía hacer era parpadear, y entonces todo se hizo oscuro a su alrededor. El tren de la memoria había entrado en un túnel o posiblemente se hallaba en una zona desolada en mitad de la noche, tal vez en un bosque, ya que ahora llevaba un rato sin poder ver nada más que aquello, hasta que, de repente, sintió un fuerte zarandeo, como si el tren hubiera descarrilado.
Su cuerpo recibió una sacudida, y volvió a escuchar un golpe, esta vez aún más fuerte, y entonces, en cuestión de segundos se vio inmerso en un entorno totalmente diferente, uno que le recordaba al sueño del cual Linus le había despertado unas horas antes.
Ahora ya no iba sentado en un tren, sino en un coche; en el suyo. Fuera, la densa lluvia golpeaba contra el parabrisas. Rápido, terriblemente rápido, más aún que los árboles que le pasaban a los lados mientras conducía.
«¿Por qué voy conduciendo a tanta velocidad en medio de un temporal como éste?».
Puso en marcha el limpiaparabrisas, pero no lograba desprenderse de la cortina nebulosa, ni siquiera con ayuda del modo de intervalo rápido.
«¡Estoy llorando! ¿Por qué estoy llorando? ¿Y por qué no soy capaz de concentrarme en la carretera y, en vez de eso, me dedico a coger… del asiento contiguo?».
Cogió un expediente y lo fue hojeando hasta llegar aproximadamente a la mitad del fichero, hasta encontrar las fotografías.
Había dos. La más grande, la de Jonathan Bruck, estaba tirada de cualquier manera en el asiento del copiloto, junto a una botella de whisky medio vacía.
Pero eso era lo de menos. Mucho más importante era la fotografía pequeña.
«¿Por qué cojo la foto de mi hija del expediente de un paciente y me la quedo mirando fijamente? ¿Cómo es que no me concentro en la carretera, en esa vía inundada por la lluvia que a duras penas puedo ver porque mis lágrimas me lo impiden?».
Los dos airbags se activaron y el tensor del cinturón de seguridad le arrastró hacia atrás de un tirón, pero los sistemas de seguridad de su berlina no pudieron hacer nada contra las llamas, que, en cuestión de segundos, empezaron a salir disparadas desde el salpicadero del coche. Intentó mover las piernas. Arrugó la fotografía de su hija con su mano cuando, lleno de dolor, quiso volverse hacia un lado para abrir la puerta, pero entonces se dio cuenta de que estaba… paralizado. O atrapado.
«Maldita sea, estoy atrapado. No puedo salir de aquí, tengo que… despertarme… tengo que…».