02:22 horas

Al principio habían estado dudando, sin poder decidirse, sobre quién debía adjudicarse aquella siniestra tarea. Finalmente había sido el mismo Caspar el que había sacado un par de guantes de cirujano de una caja de cartón y se los había puesto de cualquier manera, antes de que sus insensibles dedos se dispusieran a separar las articulaciones de la mandíbula rígida. Después todo había ido muy deprisa; la nota, que estaba doblada por la mitad, podía verse con claridad en el lado superior de la lengua como si se tratase de una oblea en una comunión. Caspar la despegó arrastrando con ella varios hilos grisáceos de saliva.

Dejó la nota encima de la mesa de disección, bajo la luz cegadora que reflejaba la lámpara halógena. Mientras observaba las puntas embadurnadas de secreciones de sus dedos cubiertos de látex, se dio cuenta de que aún iba descalzo. Curiosamente apenas sentía el frío, posiblemente porque todo su cuerpo había adquirido entretanto la temperatura del suelo de piedra que estaba pisando.

—¿Qué pone? —preguntó Greta haciéndole un gesto de ánimo con la cabeza.

Al parecer, la mujer daba por sentado que la persona que había hallado la nota tenía derecho igualmente a ser la primera en echarle un vistazo.

Desplegó la pequeña hoja que el Destructor de almas había arrancado una vez más del talonario de recetas.

—Se entra por una entrada y se sale a través de tres.

—¿Qué?

Caspar repitió la frase.

—No lo entiendo.

—A mí tampoco me ha pasado nunca…

—Vale, apartaos todos, rápido…

Schadeck chasqueó las manos ruidosamente y señaló la salida.

—Pero yo creo que… —quiso añadir Greta.

Sin embargo, Tom la interrumpió bruscamente.

—¿Conoce la solución?

—No, por supuesto, pero si no estuviera interrumpiéndome continuamente siempre quizá podría dar con ella.

Greta levantó su barbilla hacia delante en tono desafiante.

—Así que, ¿me dejáis que hable?

—¡Adelante, hay tiempo!

Ella le regaló una sonrisa despreciativa al cínico camillero y se volvió hacia Caspar.

—Querido, conozco el género al que pertenece este acertijo. En cuanto se descifra la primera parte, el resto ya no es tan difícil. Por ejemplo, aquí se trata de lo que se conoce como pregunta con metáforas.

—¿Lo que significa…?

—… que las palabras del acertijo pueden tener más de un significado —respondió la mujer a la réplica impaciente de Schadeck sin mirarle a la cara.

—Sólo hay que saber aquello de lo que depende.

Bachmann se aclaró la voz y dio un paso hacia delante.

—No lo acabo de entender, señora Kaminsky.

—Pues voy a ponerle un ejemplo para aclarárselo. El único acertijo con metáforas que conozco es el siguiente: «Sólo se compra para enseguida tirarlo afuera otra vez».

Caspar escuchó cómo Tom balbuceaba en segundo plano un «No me lo puedo creer», mientras Greta continuaba imperturbable con su «introducción a la cultura moderna del acertijo».

—El término «tirar» puede significar muchas cosas. Uno piensa primero en la basura, que justamente tiene relación con «comprar». Pero así no se llega nunca a la solución.

—¿Por qué? ¿No puede ser una bolsa de basura? —preguntó Yasmin.

—No, en absoluto. Una bolsa de basura se compra para, en primer lugar, meter algo dentro de ella. No para «tirarla afuera enseguida otra vez».

—Ya lo entiendo. Entonces tampoco puede ser un preservativo o un pañuelo de papel. Pero ¿cuál es la solución? —preguntó Caspar.

Greta rió con picardía.

—En este juego de palabras lo que importa no es el «afuera», sino el «tirar». ¿Qué objetos existen cuyo único objetivo es el de ser tirados?

—Un disco volador.

—¡Muy bien! O una pelota de balonmano. ¿Lo ven? Incluso hay más de una solución. Todos esos objetos se compran para «enseguida tirarlos afuera otra vez».

—¿Cómo es que sabe todo eso?

Tom empujó a Caspar a un lado y se puso tan cerca de Greta que ésta ya no pudo ignorarlo.

—Eso a usted no le importa.

—Señora, no la conozco de nada. Usted está con nosotros porque aquél de allí quería que así fuese. —Los ojos de Caspar parpadearon inconscientemente cuando Schadeck le señaló directamente con su dedo índice. Durante un breve instante pudo ver de nuevo la cicatriz con forma de cruz que tenía en la parte interior de su mano—. El señor Desmemoriado, que finge no acordarse de su pasado y que, casualmente, llegó aquí justo cuando el Destructor de almas hacía una pausa en su actividad. Y ahora, aquí la tenemos a usted, conectada mentalmente con nuestro hombre anónimo y resolviendo un acertijo detrás de otro.

—Me parece que es usted bastante grosero y desvergonzado.

Greta movió la cabeza.

—Y a mí me parece que todos los que estamos aquí nos merecemos una explicación, tratándose de nuestras vidas. Así que, ¿a quién le oyó decir ese acertijo?

—Al profesor Rassfeld.

—Claro, claro. Yo también hubiera dicho ese nombre. Es muy cómodo, justo ahora que le es imposible confirmar su declaración.

Bachmann se aclaró la voz y, de manera extraordinaria, se introdujo enérgicamente en medio de la discusión.

—Tranquilícese, Tom. La señora Kaminsky es paciente nuestra desde hace años. No hay motivo para dudar de su palabra. Yo la creo.

—¿Ah, sí?

La arteria carótida de Schadeck se hizo visible en su cuello.

—Sí. Rassfeld examinó a la primera víctima del Destructor de almas en el hospital Westend, por lo que es probable que viera las notas de los acertijos. Puede que hasta hallaran juntos una solución, sólo que demasiado tarde.

—Sí, claro, y a lo mejor el tío que hay ahí afuera sólo tiene hipo y tiene que ir matando a gente para que se le vaya. ¡Venga ya!

Tom cogió del brazo a Yasmin para, al menos, tener una aliada si el resto del grupo acababa confabulándose contra él. Sin embargo, la joven rechazó su intento de acercarse a ella y, en lugar de eso, se volvió hacia Greta.

—Entonces, ¿puede resolver también el otro acertijo? Me refiero al de Rassfeld.

Lanzó un vistazo a la cámara frigorífica donde se encontraba el cadáver, y que Caspar ya había cerrado de nuevo.

—Pues claro, ya lo he hecho.

—¿De verdad?

Los ojos de Yasmin se agrandaron.

—Naturalmente —dijo Greta con voz triunfante—. Como ya les dije, una vez que se descifra una metáfora, las otras ya no resultan tan difíciles.

Caspar fue hasta la mesa de disección y cogió otra vez la nota que habían encontrado en la boca de Rassfeld.

—Se entra por una entrada y se sale a través de tres —leyó en voz alta.

—A lo mejor se trata de un laberinto o de una madriguera —propuso Bachmann.

—¡Pero, hombre!

Schadeck se llevó la mano a la sien como si sus dedos pulgar e índice fueran una pistola a punto de disparar.

—Imposible —respondió Greta—. ¿Cómo pretenden salir por tres salidas al mismo tiempo?

—¿Qué es entonces?

Caspar también iba perdiendo cada vez más la paciencia. Eran casi las dos y media de la mañana, fuera se alzaba una ventisca de nieve junto a los cimientos de la clínica y en el interior se desencadenaba una tempestad aún mucho peor: una tormenta provocada por un psicópata que torturaba a sus víctimas llevándoles a un estado de coma, que las asesinaba o, sencillamente, las hacía desaparecer. No importaba desde qué punto de vista se mirara. Lo cierto es que no era el mejor momento para una reunión sobre acertijos en la sala de Patiología.

—Es muy fácil.

Greta miró al grupo llena de expectación, evitando sólo cualquier contacto visual con Tom.

—Una camiseta.

—¿Una camiseta?

—Sí. También podrían haberlo adivinado ustedes, ¿a que sí?

Caspar oyó la respuesta y, al entenderlo, sintió de repente el frío que no había notado durante todo ese tiempo mientras el flujo ardiente de adrenalina corría por sus vasos sanguíneos.

«Está claro. Se entra por debajo y se sale de nuevo por la cabeza y los brazos, a través de tres agujeros».

—¿Qué os pasa? —preguntó al ver que se hacía el silencio a su alrededor y que Tom, en especial, no dejaba de mirarle fijamente con desconfianza.

Caspar recorrió al resto con su mirada y observó la parte superior de sus cuerpos: las blusas de Greta y Yasmin, el jersey de cuello alto de Schadeck, el mono de trabajo de Bachmann. Entonces supo lamentablemente que él era el único que llevaba camiseta.