Daba la sensación de que aún no hubiera fallecido del todo, de que tan sólo hubiera estado esperando a que finalmente vinieran y abrieran aquella cámara para poder ser testigo de sus últimos segundos de vida. Su cabeza estaba completamente inclinada hacia atrás, como un niño que ve volar un avión en el cielo y lo sigue con la mirada sin moverse.
Rassfeld gritaba, pero sus chillidos no salían de su boca, que entretanto amenazaba con mostrarles parte de la lengua amoratada. Gritaba con sus ojos desorbitados, muertos, unos ojos que nunca se habían alejado tanto de la cavidad orbitaria como ahora. Gritaba en silencio, pero a la vez con tanta fuerza que a Caspar le era imposible oír las agitadas voces que bramaban a su alrededor. Incluso le costaba entender sus propios pensamientos.
Mejillas hinchadas, piel tumefacta de color azulado, marcas oscuras en el cuello: el Destructor de almas lo había matado enseguida. En un cadáver, las manchas se hacen primero visibles normalmente en la zona en la que se acumula la sangre con más rapidez. No aparecen en la cara, sino en la espalda o los glúteos, es decir, en aquellas partes del cuerpo que Rassfeld había cubierto con su bata. Probablemente éste se la había puesto de forma apresurada en cuanto había oído el enorme ruido proveniente de la habitación de Bruck.
Caspar llevó sus dedos hasta los ojos del director de la clínica y los cerró con cuidado. No lo hizo por respeto: quería examinar instintivamente los primeros síntomas de rigidez en el cadáver.
«¿Cómo es que sé todo eso? ¿Cómo es que sé que las manchas de un cadáver, pasados treinta minutos, son un síntoma de que el cadáver está rígido, y que deben pasar como mínimo entre una y dos horas para poder ver esto en los ojos?».
No era capaz de responder a ninguna de estas preguntas. Tan sólo era dolorosamente consciente de una cosa, justo en el mismo instante en que Yasmin, que se hallaba detrás de él, le daba una patada furiosamente a un armario con instrumental médico mientras Bachmann cruzaba sus brazos con perplejidad y se los llevaba detrás de la cabeza. Era consciente de que una parte de él se alegraba, e incluso estaba agradecida, por todo aquel horror que tenía lugar a su alrededor, ya que de algún modo le servía de distracción. Sea como fuera aquel fantasma que le aterraba, lo que realmente le preocupaba era tener que enfrentarse a un monstruo todavía más terrible: él mismo.
«Volveré enseguida y todo se arreglará, cariño. Todo volverá a ser como antes. No te preocupes, cariño mío, ¿de acuerdo? He cometido un error pero pronto te sacaré de aquí, y…».
Sus tripas le sonaron y se preguntó si realmente se debía al malestar que sentía o más bien era el ánimo de vivir de su verdadero yo, que pedía la palabra enfurecido.
—¿Puedo? —dijo Bachmann, que estaba junto a él, como si ya hubiera hecho la misma pregunta varias veces. Caspar se apartó a un lado e intentó concentrarse en lo que se hablaba a su alrededor, pero le era imposible. Seguía mirando el cadáver de Rassfeld y sus pensamientos le confundían cada vez más.
«¿Y si sólo soy un simple mensajero? Un caballo de Troya con una carga mortífera en el interior de mi cuerpo que tan sólo espera a que llegue el mejor momento para hacerla estallar».
La causa inexplicable de su amnesia, que había tenido que conducirle justamente hasta las puertas de aquella clínica psicológica bloqueada por la nieve y el hecho de que en varias ocasiones hubiera visto la cara del Destructor de almas en sus sueños le parecían, de repente, dos parámetros de una misma ecuación con tres incógnitas imposibles de solucionar, pues su cerebro traumatizado depositaba sus pensamientos, una y otra vez, en una vía muerta sin salida que le llevaba hasta su hija.
«¿Qué he hecho?».
—Lo han estrangulado —diagnosticó Schadeck.
Caspar percibió su voz como si ésta hubiera atravesado una gruesa pared.
Asintió. El camillero tenía razón. La cara hinchada no podía deberse a los gases de la descomposición, ya que Rassfeld había estado expuesto todo el tiempo a un ambiente demasiado frío. Todo apuntaba a que el profesor se hallaba inconsciente cuando el Destructor de almas lo había introducido en la cámara frigorífica hermética.
Caspar se disponía a examinar de nuevo la rigidez del cadáver cuando, de repente, empezó a sonar un ruido metálico, detrás de él. Se volvió muy despacio, convencido de haber caído en una trampa. El ruido sonaba como el aliento acuoso del cazador que iba tras ellos, que acompañaba las heridas de su cuello. Sin embargo, se sintieron aliviados al saber que no era John Bruck avanzando lentamente hacia ellos, sino Sophia, que en aquel momento se erguía agitada en su silla de ruedas.
—¡Oh, mierda! —se lamentó Yasmin dando un paso hacia atrás.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Greta, demostrando más ánimo que los demás al acudir junto a Sophia para limpiarle con un pañuelo la saliva que tenía en una de las comisuras de la boca.
—Parece ser que se ha atragantado —mintió Caspar ocultando de forma absolutamente intencionada la definición del diccionario médico que, por algún motivo inexplicable, había memorizado como un papagayo:
ESTERTOR: Expresión coloquial que emplea mayoritariamente el personal hospitalario para referirse al sonido ronco de la respiración que anuncia el principio del proceso de un fallecimiento, cuando el paciente deja de controlar el reflejo de la deglución. Dicho ruido se extiende durante un término medio de cincuenta y siete horas, y generalmente resulta tan desagradable e inquietante para el resto de los pacientes que las personas moribundas deben ser aisladas en una habitación individual.
«Es posible que sea médico», pensó una vez más al darse cuenta de que sólo pensar eso era tan desagradable que incluso se le ponía la piel de gallina.
«¿Qué había de malo en ello?».
Sus conocimientos, al igual que lo que recordaba sobre el magnetófono, tendrían probablemente una explicación en los informes que él mismo grababa en la mesa de su despacho.
Por eso rondaban por su cabeza términos como «rigidez catatónica», «estado vegetativo» y «síndrome de enclaustramiento» cada vez que se alejaba desconsoladamente de Sophia.
«¿Qué había de malo en ello entonces?».
—Creo que quiere decirnos algo —aclaró Caspar, aunque no estaba seguro de si lo había dicho sólo para huir de la corriente de sus pensamientos.
Mientras tanto se había colocado también junto a la silla de ruedas; Bachmann y Schadeck seguían de pie delante de la cámara frigorífica donde yacía el cadáver de Rassfeld. Les lanzó un vistazo. El vigilante, con cara de repugnancia y gotas de sudor deslizándose por la frente, estaba levantando el cadáver del director de la clínica para que Tom pudiera mirar si había algo debajo de su espalda.
«Una nueva tarjeta».
Se alejó, pero entonces advirtió que la imagen que tenía ante sí en aquel momento era aún más estremecedora: la boca de Sophia se abría y cerraba tomando aire como si fuera un renacuajo, formando una pequeña burbuja de saliva en sus labios. Enseguida su lengua se extendió hacia delante e hizo desaparecer aquella delicada pompa.
—Toporrrrr —masculló con los ojos desencajados, acentuando el sonido de la r casi como lo hacía Greta.
—Pobre chiquilla —susurró la anciana mientras le caían las lágrimas—. Pobre… Pobre chiquilla.
—¿Habéis encontrado algo? —preguntó Caspar sofocado, sin darse la vuelta.
—¿Una tarjeta con acertijo?
—Sí.
—¡No! —respondió Tom—. No tiene ninguna en las manos, y el pijama y la bata no tienen bolsillos. Tampoco hay nada encima.
—Entiendo.
Caspar retrocedió dos pasos y siguió mirando fijamente los labios de Sophia, que ahora se abrían dejando entrever su lengua, que se movía incontrolada. A pesar de sentir asco de sí mismo al hacer la pregunta, sabía que era importante:
—¿Habéis mirado también dentro de la boca?