02:07 horas

El ascensor que se había construido en la mansión posteriormente era lo suficientemente grande como para poder transportar en él las camas de los pacientes, por lo que había sitio para todos. Caspar había insistido en que debían permanecer juntos. También los animales que vivían en libertad se desplazaban en grupo, lo que les convertía realmente en invulnerables frente a sus enemigos. Al menos, siempre que ninguno de ellos destacase en el anonimato del grupo a causa de algún rasgo distintivo.

Caspar miró fijamente el color cromado que relucía en la silla de ruedas y enseguida supo a quién escogería aquel animal de presa si no protegían a Sophia de él.

—¿Adónde lleva esto? —preguntó Caspar señalando el rótulo junto al botón de latón que mostraba un signo de menos delante de un dos.

—Al subsótano —respondió Bachmann—. El laboratorio de Rassfeld. Supongo que es allí donde Bruck tiene su escondite.

—¿Por qué? —preguntó Caspar apretando el botón de la cuarta planta.

—Se necesita una llave extra para bajar hasta allí, y solamente la tiene Rassfeld. ¿Lo ve?

Al mismo tiempo que se cerraban las puertas del ascensor Bachmann apretó el botón que había al final de la fila, pero éste sólo se iluminó una vez.

—Yo no quiero subir ni bajar —dijo Yasmin de malhumor cuando el ascensor empezó a moverse con la misma lentitud de siempre—. Usted mismo dijo antes que era mejor que nos quedáramos en la biblioteca.

Caspar se quejó.

—No, sólo dije que no deberíamos separarnos más.

Al menos y por suerte, el resto no le había dejado en la estacada. El vigilante estaba contento de no tener que tomar más decisiones, después de la desgracia que le había sucedido a Sybille. Por otra parte, Tom prefería mantenerse en acción que quedarse de cuclillas pasivamente en lo que podría ser una trampa.

—Es posible que tenga razón, Yasmin. Pero ¿conoce el poema que habla acerca de las malas decisiones? —le preguntó a la enfermera.

Ella se apartó con un soplo el flequillo de sus ojos y alzó la vista sin comprender qué quería decir.

—¿Debería?

—Dice así:

¿Sí?

¿No?

¿Sí?

¿No?

¿Sí?

¿No?

¿Sí?

Hizo una breve pausa y terminó:

Demasiado tarde.

Yasmin lo miró como si hubiera acabado de escupir sobre ella.

—Lo que quiero decir con todo esto es lo siguiente: mientras nosotros esperamos en la biblioteca sentados y con los brazos cruzados mirando solamente cómo Sophia se pierde en sí misma cada vez más, el Destructor de almas va avanzando sigilosamente por la clínica con toda libertad y ha podido hacerse, además, con algún arma. No me refiero sólo a cuchillos, narcóticos y escalpelos. Hablo de detergentes con cloro inflamables, bidones de metanol y otros alcoholes que se usan en medicina, con los que podría preparar más de un cóctel molotov y dejarnos fulminados. ¿Y entonces qué? De nada sirve que nos separe del Destructor de almas una puerta de madera de veinte milímetros. Caminaríamos sin saber adónde ir y desorientados a través del humo en esta clínica aislada del exterior. —Dejaron atrás la tercera planta—. Puede que el objetivo de Bruck sea otro, pero me temo que, al contrario de lo que nos ocurre a nosotros, el Destructor de almas tiene un plan. Así que solamente nos quedan dos opciones: vamos a por él o nos buscamos lo más pronto posible un rinconcito más seguro que la biblioteca.

«Por ejemplo, la sala de neurorradiología». Ésa había sido la propuesta de Bachmann poco antes de que se pusieran en marcha. La sala de Tomografía estaba provista de puertas a prueba de incendios y un sistema de ventilación propio.

—Sí, sí, está bien —dijo Yasmin nerviosa y con voz quejumbrosa—. Ya lo he entendido todo. Aun así…

El ascensor se detuvo con una sacudida y la enfermera dejó de hablar en cuanto se abrieron las puertas.

Cuarta planta.

Al contrario de lo que sucedía en la planta baja, el sensor de movimientos funcionaba sin problemas allí arriba. La luz del pasillo se encendió en cuanto la primera persona del grupo salió del ascensor.

—De acuerdo, lo dicho —dijo Caspar—. La vamos a buscar rápidamente y enseguida regresamos abajo.

—Mierda —maldijo Schadeck, que acababa de dar dos pasos hacia delante.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Bachmann, pero entonces se percató de ello, a la vez que Caspar.

«La puerta».

—¡No puede ser!

La puerta de la habitación de Greta Kaminsky estaba abierta de par en par.