—Siempre ha sido una niña muy callada, demasiado. Me preocupaba el hecho de no tener que preocuparme por nada. No sé si entienden a qué me refiero.
—Sí, por supuesto.
Él se quedó mirando fijamente los bordes de su taza vacía de té, que mostraban cierto color oxidado y rechazó una segunda taza.
—Aquí está, mire.
La mujer desplegó un folleto arrugado con varias láminas que había traído especialmente para aquella visita y que por lo visto había dejado al alcance de su mano encima de la mesita del té. Incluso había una pequeña nota en medio de las páginas que estaba hojeando en aquel momento.
—¿Ve lo que quiero decir? Todos los demás ríen. Sin embargo, ella ni siquiera mira a la cámara.
La mujer le dio la vuelta al anuario para que pudieran verlo mejor, aunque no era necesario.
Él conocía a aquella niña de rizos rubios con aparatos en los dientes. Tenía una foto suya que siempre llevaba en el bolsillo, una foto de carné en la que ella tampoco sonreía.
Cerró los ojos: la mirada de su hija le provocaba tanta nostalgia que le hacía sentir dolor.
—¿Está bien? —preguntó ella, y sus labios se contrajeron mostrando inseguridad.
Él no respondió y volvió a mirar la foto de grupo del anuario en el que la mujer también aparecía fotografiada. Se hallaba completamente al margen y llevaba unos vaqueros ajustados por debajo de una botas negras que le llegaban a la altura de las rodillas. Junto a su cabeza colgaba una pequeña estrella. Miró más abajo y vio que había otra estrella. Leyó la nota a pie de página impresa en letra pequeña.
Katja Adesi, profesora y tutora del curso 5B, colegio Waldgrund, Berlín.
—¿Ocurre algo?
—No, es sólo que…
Buscó un pañuelo en su pantalón y encontró el billete de tren arrugado que acababa de comprar aquel día en Hamburgo. De pronto quiso hacerle a la profesora todas aquellas preguntas que tanto le torturaban: ¿Cuándo se dio cuenta por primera vez?, ¿cuántos dibujos extraños como éste ha hecho en clase?, ¿existen más indicios?
—Creo que será mejor que se vaya. —Katja Adesi se levantó—. Ya he hablado demasiado. No querría tener que denunciar a nadie, ¿sabe? Probablemente estoy viendo fantasmas donde no los hay. —Ella le observó casi compadeciéndose de él y se encogió de hombros—. Lo siento.
Él se dio cuenta de que no tenía fuerzas para mover la lengua y articular una sola de sus preguntas.
—¿Entiende lo que le digo?
Su sonrisa había desaparecido.
—¿Hay alguien ahí?
La cara simétrica de la profesora empezó a desfigurarse y Caspar se estremeció casi con repulsión cuando advirtió que la voz de la mujer también cambiaba de repente.