01:41 horas.
Ciento diecisiete minutos
antes del miedo

Pág. 102 y ss. del

Expediente Clínico n.º 131071/VL

—Es culpa mía. Todo ha sido culpa mía —dijo Bachmann con voz extrañamente clara.

Sus lágrimas se habían evaporado con la misma rapidez con la que Caspar se había levantado a duras penas del suelo y se había sacudido el polvo del pijama.

—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —quiso saber Schadeck. Estaba de pie junto a la mesa del comedor sujetando algo en la mano que, a simple vista, parecía una bolsa de deporte.

El vigilante se guardó las gafas de lectura y soltó una tos seca.

—Ella quería… Bueno… Sólo quería acercarse un momento a la despensa.

Tom y Caspar se miraron estupefactos. Bachmann no necesitaba pronunciar el nombre de la mujer, era evidente a quién se refería. Habían escuchado el grito de la cocinera y la silla donde antes había estado sentada Sybille Patzwalk se encontraba ahora vacía.

—Pero ¿qué quería hacer ahí afuera? —preguntó Caspar.

—Coger esto mismo —dijo Schadeck, y volcó el contenido de la bolsa encima de la tabla abrillantada de la mesa—. Esa gordita ha arriesgado su vida por estas cosas.

Caspar siguió con la vista una lata de raviolis abollada que había salido rodando sobre la mesa junto con otras latas de conserva.

—¿Y de dónde has sacado tú ahora todo eso? —preguntó completamente confundido.

Schadeck se quejó y dio un golpe con la palma de la mano en la mesa.

—Maldita sea, ya no tiene importancia. El Destructor de almas ha arrancado todas las bombillas y se ha llevado a rastras a Sybille de la despensa. Ella debe de haber cogido el saco mientras estaba agonizando, ¡yo qué sé! Agarré a ese loco por los pies, pero eran… tan… —mostró al resto la palma de sus manos manchadas de sangre— tan resbaladizos que no llegué a cogerle. En lugar de eso me cayó la bolsa directamente en la cabeza. Pensé que allí guardaba un arma o algo parecido, así que me la llevé. Pero ¿y eso qué más da ahora? Es más importante saber cómo es posible que nuestra cocinera saliera ahí fuera más sola que la una.

Tom dio un paso en dirección a Bachmann y tiró los hombros hacia atrás amenazadoramente como si fuera un futbolista a punto de chutar una pelota.

—¡Oye, vigilante! Estoy hablando contigo…

Los vaqueros blancos de Schadeck estaban húmedos por encima de las rodillas. Caspar se preguntó por un momento si el camillero, muerto de miedo, se lo habría hecho encima, pero luego se acordó de las bolsas de suero. Tom se las había atado al cinturón antes de salir corriendo de la farmacia en dirección a la biblioteca. Una de las dos bolsas seguramente se había roto mientras éste iba arrastrándose por el suelo.

—Empezó a hablar de nuevo cuando os marchasteis —respondió Bachmann con voz vacilante. Miró hacia donde se hallaba la silla de ruedas de Sophia—. Topor, o algo parecido. Bueno, ya sabéis a qué me refiero. Sybille pensó que quizá quería decir «hambre».

Caspar asintió. Era muy posible que la zona del habla del cerebro de Sophia hubiese quedado dañada, pero por otra parte presentía que estaba pasando por alto algo importante. Sin embargo, dejó atrás sus pensamientos de sospecha en cuanto Bachmann siguió con su explicación.

—Al principio yo no estaba de acuerdo, claro. Pero la despensa se halla justo en la puerta de delante y Sybille dijo que había una bolsa de provisiones al alcance de la mano, así que me dejé engatusar.

—¡No me lo puedo creer!

Schadeck alzó sus brazos a los lados de modo dramático.

—Has hecho que una mujer indefensa cayera en manos del Destructor de almas, ¡y todo por un puñado de latas de comida!

—Tranquilícense, se lo ruego —quiso añadir Caspar, pero Bachmann enseguida lo interrumpió.

—No, no estaba indefensa. Le di la pistola a Sybille, sólo por si la necesitaba en caso de emergencia.

—¿Qué?

Ahora era Caspar quien estaba fuera de sí. Se llevó sus fríos dedos a las sienes, justo donde tenía el pelo chamuscado.

—¡Dios mío, estás aún peor que los pacientes que hay aquí! —vociferó Tom.

Daba la impresión de que en algún momento iba a saltar sobre la mesa. Sus arterias palpitaban ferozmente.

—¡Por si fuera poco, ahora ese loco tiene un arma ahí afuera!

—Solamente es una pistola.

—¡Silencio!

Caspar interrumpió la discusión con un grito. Luego bajó otra vez la voz.

—Sea como sea nuestra situación ahora, ya no podemos dar vuelta atrás. —Miró al camillero directamente a la cara—. Además, hemos dejado la farmacia abierta. Seguro que allí hay suficientes cosas como para que pueda confeccionarse un arma.

—Es cierto. Incluso hay una pistola tranquilizante —susurró Bachmann.

—¡Fantástico! ¿Y nos lo dices ahora?

Schadeck dio un golpe al estante donde se encontraban los periódicos y varios diarios sensacionalistas acabaron esparcidos por el suelo de parqué.

—¿Y ahora qué?

—Ahora deberíamos hacer aquello por lo que antes decidimos salir de esta habitación: cuidar de Sophia.

Caspar le pidió a Schadeck que se sacara de la cintura la bolsa de suero fisiológico que aún estaba intacta, lo que el joven acabó haciendo con cara de mala gana.

—Toma, también necesitarás esto.

Tom sacó de su bolsillo una aguja de acceso y una jeringuilla y las tiró encima de la mesa.

Caspar cogió los utensilios y fue hasta la chimenea, donde Yasmin se hallaba sentada con las piernas cruzadas delante de Sophia mientras acariciaba la mano de la doctora.

La mirada de Caspar se dirigió a las cintas adhesivas que servían para fijar las luces de Navidad en la repisa de la chimenea. Despegó dos de ellas y le pidió a Yasmin que apartara un poco la silla de ruedas del fuego. Luego arremangó a Sophia hasta el pliegue del codo con cierta dificultad. La doctora parecía no enterarse de nada de lo que sucedía a su alrededor.

—Deberíamos ayudar a Sybille —dijo Yasmin con voz interrogativa y exigente a la vez, mientras él examinaba el pliegue del codo de Sophia—. A lo mejor podemos sacarla de allí, ¿no?

—Me temo que ya es demasiado tarde para eso —contestó Tom detrás de ella. Su voz sonaba ahora más amable.

Caspar percibió la palabra «Yazzie» al final de aquella frase, aunque Schadeck no la pronunció. Mientras tanto colocó la aguja en la jeringuilla y, sin pensárselo dos veces, la introdujo en una vena bien visible de Sophia.

«Es cierto. Yo ya he hecho esto alguna vez».

—Antes de que se apagase la luz pude echar un pequeño vistazo a la despensa —continuó contando Schadeck—. No tenía buena pinta. Creo que le ha retorcido el pescuezo.

—¿Sybille está muerta?

Yasmin suspiró profundamente y dio un paso hacia atrás.

—No, no creo —le contradijo Caspar sin levantar la vista.

Había retirado la jeringuilla y había conectado el tubo del suero. Sophia no había reaccionado de ninguna manera durante todo el procedimiento.

—¿Por qué tenía que matar a la cocinera y luego llevársela a rastras? ¿Por qué no pudo dejar a Linus, Rassfeld y Sybille sencillamente en el suelo?

Caspar hizo que Yasmin le pasara un pañuelo de papel. A continuación lo dobló varias veces y lo colocó en el lugar de la punción con ayuda de la cinta adhesiva.

—¡Mierda! ¿Y a mí qué me cuentas? —La agresividad del camillero aumentó de nuevo—. ¿No será un maldito coleccionista de cadáveres?

—No, yo pienso más bien que se trata de un jugador. Por eso deja tras de sí esas cartas de acertijos. Por eso usa el magnetófono. —Caspar levantó la vista—. Está jugando a algo con nosotros. Y Sophia es la apuesta.

—¿Y a qué esperamos para entregársela? —Schadeck levantó la mano—. Está bien, sólo bromeaba.

Para sorpresa de todos mostró una sonrisa honesta, incluso con cierto deje melancólico. Además, Caspar se sorprendió al ver que le decía que sostendría la bolsa del suero. Las primeras gotas de electrólitos empezaban a rodar como si fueran canicas, una tras otra, en los vasos sanguíneos de Sophia.

—Gracias.

Caspar le pasó a Tom la bolsa de suero para colocarla en la cabecera de la mesa.

—Muy bien, hagamos un resumen de todo: no sabemos qué motivos tiene el Destructor de almas para sus acciones. Tampoco sabemos cómo consigue hacer que sus víctimas entren en coma ni por qué tiene a Sophia en el punto de mira. Nos quedan Rassfeld, Linus, Patzwalk y también Mr. Ed: ¿adónde se los lleva? Puede que estén muertos… Pero ¿y si están vivos aún? —Se oyó cómo Bachmann cogía aire para hablar, pero Caspar no dejó que lo interrumpieran—. No tenemos respuestas para ninguna de estas preguntas, pero mientras sigamos buscando no deberíamos arriesgar nuestras vidas ni un solo momento. Desde ahora mismo es necesario que permanezcamos todos juntos y aprovechemos el tiempo para ayudar a Sophia.

Mientras hablaba tuvo la sensación, de repente, de que le habían clavado una flecha en el pecho.

Entonces supo con evidente claridad que aquel dolor punzante lo había provocado un único pensamiento: ¿y si el Destructor de almas no iba a por Sophia, sino a por él?, ¿y si pretendía evitar que Sophia pudiera revelarle lo que había descubierto sobre él y su hija?

Procuró que no se le notase nada y continuó hablando.

—Al igual que todos nosotros, la doctora Dorn sólo tiene que sobrevivir las próximas horas, hasta que vengan a rescatarnos. A su vez, ella es la clave de nuestra salvación. Conoce el código.

«El código para saber mi identidad».

—Y pretende decirnos algo.

«Todavía tengo que asegurarme primero».

—Puede que consigamos descubrir su secreto antes de que…

Se detuvo en medio de la frase, miró abajo y vio sus pies húmedos. Se extrañó de que hubiera empezado a sudar tan repentinamente aunque solamente llevara puesto un pantalón de fino pijama y una camiseta de manga corta.

Se tocó la frente para ver si quizá tenía fiebre. Supo que el resfriado no era el causante de aquel sudor repentino; existía otra palabra para aquello, una que había escuchado momentos antes y que no había podido comprender hasta ese mismo instante.

—¿Qué le ocurre? —escuchó que le preguntaba el vigilante.

—Yo… mmm… ¿Podría repetirlo de nuevo?

Miró primero a Schadeck y luego a Bachmann. Acto seguido su mirada se detuvo en la estantería de libros inclinada que había detrás de la silla de Sophia.

—Pregunto que qué le ocurre.

—No, no, no… Me refiero a lo de antes. ¿Qué dijo la doctora Dorn mientras estábamos fuera?

—Lo mismo que las otras veces. Sólo una palabra… Si es que realmente es una palabra.

«No. No se trataba de lo mismo».

—Aun así, haga el favor de repetirla otra vez.

Topor. Pero ¿qué…?

—Dios mío.

Caspar no sabía de quién tenía más miedo en aquel momento. Si del Destructor de almas o de él mismo. De repente se dio cuenta de lo que había querido decirle Sophia todo ese tiempo.