Aún no había nevado. Según la previsión del tiempo se esperaba que lo hiciera aquella misma tarde, pero hasta el momento el viento tan sólo había logrado arrastrar por el suelo helado una bolsa de plástico rota y algunas hojas caídas.
«El viento posee un alma purificadora», pensó el profesor, y se apoyó con una mano en el marco de la puerta de cristal de dos hojas que daba al parque, o a lo que quedaba de aquel lugar. El césped que antaño había sido cortado tan cuidadosamente parecía ahora un campo de fútbol pisoteado.
«El frío arranca las hojas del árbol de la verdad y nos deja ver qué hay detrás de las cosas».
Puso la mano en el cristal y se quedó observando los pocos árboles sin hojas que había en el jardín. A excepción de un sauce llorón imperecedero, el resto se había muerto o había sido invadido por una plaga de hongos. Una tormenta había partido un abedul por la mitad, pero nadie se había molestado en arrancar con un hacha las ramas para hacer leña de ellas. Igualmente, para qué. Nadie había usado la chimenea allí desde hacía años.
«No desde que…».
—¿Profesor?
Asustado, se sobresaltó y dio media vuelta.
—¿Sí?
Durante un momento había olvidado por completo a los dos estudiantes que tenía detrás de él.
Patrick Hayden cerró su expediente y se levantó. Primero observó las estanterías vacías que había en la pared llena de mugre; luego las sillas cubiertas de telas gruesas amontonadas una encima de otra delante de la chimenea. Finalmente golpeó con sus nudillos la tabla de la mesa de madera.
—Esto de aquí es la biblioteca, ¿verdad?
—¿Perdón?
—Caspar, Schadeck, el Destructor de almas… todos estuvieron en esta sala. ¡Aquí sucedió todo!
Sus palabras no sonaron como una pregunta ni como una afirmación, más bien como una denuncia.
—¿Y qué pensabas que era, Sherlock Holmes? —se mofó Lydia antes de que el profesor pudiera contestar.
—Esta historia tiene lugar en una mansión deshabitada de Teufelsberg. Este hecho ya debían tenerlo claro desde el principio.
—¿Ah, sí?
El estudiante hurgó en el bolsillo trasero de su pantalón en busca de una hoja doblada de cualquier manera.
—En la invitación al experimento no ponía nada de eso. —Sacudió el papel impreso por ambos lados, cuya primera cara la ocupaba casi por completo un mapa en dos colores—. De la universidad solamente me llegó la descripción del camino que viene aquí. No están los nombres de las calles, Teufelsberg no aparece. Y tampoco recuerdo haber visto un letrero en la entrada de acceso.
—¿No es usted de Berlín? —preguntó el profesor, y fue a ponerse sus gafas de cerca.
Volvía a hallarse delante de su sitio, al lado de la pizarra.
—No —respondió Patrick enfadado.
—Bueno, entonces no puede saberlo. —El profesor alzó la vista—. La vía de acceso es un camino privado, y la montaña de Teufelsberg no está indicada en todos los planos de la ciudad.
—Pues qué bien.
Patrick se colocó las manos como si fuera a aplaudir y fue a coger su mochila, que había dejado en la silla de al lado.
—En primer lugar, deberían leer este misterioso texto que, al parecer, escribió una persona afectada por una enfermedad mental. Luego comprobaremos que nos hallamos sentados en las mismas sillas que ocuparon estas personas mientras aguardaban la llegada de su verdugo.
—¿Qué te propones? —preguntó Lydia preocupada.
Su voz clara también sonaba más nerviosa que al principio del experimento.
—Me voy.
—¿Qué?
—Me voy a fumar fuera —dijo aclarando el malentendido.
Patrick colocó la mochila entre sus rodillas para así poder coger la chaqueta de plumas. Metió un brazo en la manga para ponérsela.
—Y cuando vuelva quiero saber de una vez de qué trata realmente este experimento.
—Me temo que eso no podrá ser posible —dijo el profesor, amablemente pero con determinación.
Se frotó los ojos sin sacarse la gafas.
—¿Cómo? ¿Es que también está prohibido fumar fuera, en el parque? —preguntó Patrick.
El profesor sonrió con indulgencia.
—No. Pero siento decirle que en esta fase del experimento en la que nos encontramos no deben abandonar la sala.
—¿Por qué no? —preguntaron Lydia y Patrick casi al unísono.
—No pueden hacerlo hasta que no hayan leído el texto hasta el final.
—¡Pero no puede retenernos aquí en contra de nuestra voluntad!
—Bien, hay algo que posiblemente no hayan tenido en cuenta, pero ésa es una de las condiciones que ustedes aceptaron al firmar en la declaración de mutua conformidad. Además, aparte de ello, suponiendo que ustedes se marcharan ahora mismo a sus casas, el experimento no llegaría tampoco a su fin. No pueden dejarlo incompleto.
—¿Y por qué? No entiendo nada.
Patrick dejó de nuevo la mochila en la silla.
El profesor rió.
—Es parte del experimento. Para que éste funcione, es necesario que ustedes no hagan largas pausas y que continúen la lectura, hasta el final. Es algo que, por lo demás, les aconsejo que de todos modos hagan. Eso sí, a partir de ahora les pido que intenten concentrarse mejor.
—¿Cómo pretende valorar mi grado de concentración hasta ahora? Ha estado mirando a través de la ventana todo este tiempo —preguntó Patrick, con algo menos de agresividad.
Lydia también mostraba un estado de confusión.
—Me doy cuenta por el modo en que reacciona. No hubiera querido hacer ninguna pausa en este momento si, desde el principio, lo hubiera mirado todo con más detenimiento. La verdad… —El profesor cogió en sus manos la edición original del expediente del Destructor de almas—. La verdad se encuentra en cada una de estas frases, en cada una de las páginas. Pero ustedes la han pasado por alto.
—¡Qué tontería!
—Encuéntrenla.
El profesor cogió a continuación una botella de agua que había puesto en medio de la mesa a disposición de todos, llenó un vaso y se lo tendió a Patrick con un gesto interrogativo.
—De acuerdo —dijo Lydia tirándole a su novio de una de las mangas vacías de la chaqueta—. Vamos a continuar. Tú también querrás saber cómo termina todo, ¿o no?
Patrick titubeó, se pasó la mano por sus cabellos teñidos de negro y apartó la mano de ella. Sin embargo, la chica lo sujetó mirándole fijamente a los ojos. Transcurrieron varios segundos sin que nadie dijera una palabra.
—Está bien, qué más da —dijo el joven finalmente rompiendo el silencio, y se dirigió a la puerta arrastrando los pies con los zapatos desatados. Dos metros antes de llegar se detuvo y cogió la botella de agua sin decir nada. Luego volvió a su sitio y se sentó—. Ya no va de estar aquí una hora más o menos.
Lydia forzó una débil sonrisa.
«Me temo que las personas que estaban por entonces en esta biblioteca no lo veían así», pensó el profesor, y los ojos se le ensombrecieron.
Bajó la vista para que los chicos no notaran lo mucho que le preocupaba aquella situación. Una parte de él hubiera preferido que Patrick no se hubiera quitado la chaqueta, que hubiera cogido de la mano a su novia y juntos hubieran abandonado aquella mansión en la que se hallaban. No obstante, intentó dominarse, respiró profundamente y dijo con la voz tomada:
—Muy bien. Una vez hecha esta pausa imprevista les agradecería que continuaran con el experimento sin más interrupciones.
Se aclaró la voz, pero eso no le ayudó a que desapareciera el ahogo que sentía. Es más, su ansiedad fue en aumento cuando vio que Lydia y su novio abrían de nuevo el expediente y pasaban página, en concreto, para llegar a la página 102 del expediente médico del paciente.