No era un mando a distancia, ni tampoco se trataba de una linterna ni de señales en morse. Durante los primeros segundos de reacción, Caspar no dudó en pensar que podía tratarse de una bomba con un dispositivo intermitente que estaba a punto de explotar en la mesa de Rassfeld, pero entonces identificó aquel objeto inofensivo.
—¡Maldito cabrón! —gritó Schadeck, y fue a encender el interruptor de la luz que había junto a la puerta, olvidándose de tomar la más simple medida de precaución.
Los ojos de Caspar enseguida se acostumbraron a la luz deslumbrante que provenía del foco del techo, y que iluminaba el despacho del director de la clínica. Era un lugar espacioso y austero a la vez; sin embargo, a excepción de un montón de expedientes de pacientes, torres de libros que se tambaleaban a los lados, una caja de pizza vacía y dos estanterías repletas sin remedio, parecía no haber nada más fuera de lo normal. En cualquier caso, no había nada que tuviera vida. Salvo ellos, no había nadie, ni Rassfeld ni el Destructor de almas.
—Está jugando con nosotros. —Schadeck había cogido el magnetófono que se hallaba junto al micrófono, cuyo indicador luminoso brillaba cada vez que el aleatorio seleccionaba una de las muchas grabaciones para reproducirlas—. Toma… —le pasó el aparato a Caspar—. Debe de haber grabado toda esa porquería en una cinta mientras torturaba al perro.
Caspar examinó el magnetófono: era del tamaño de un móvil. Sin pensarlo, pulsó uno de los botones y la tortura de Mr. Ed cesó. Se sintió mareado y tuvo que apoyarse con ambas manos en la mesa del despacho: al hacerlo, el magnetófono cayó al suelo.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Schadeck.
—Yo… —Caspar titubeó. No sabía qué contestar, pero finalmente decidió decir la verdad—. No lo sé.
No conocía aquella sala, no había estado nunca allí. Y sin embargo todo le era familiar, como si ya lo hubiera visto alguna vez. El despacho del director contaba también con una chimenea, al igual que la mayoría de las habitaciones grandes de la mansión. Sobre ella colgaban un gran número de diplomas enmarcados y algunas fotografías de familia, que a Caspar le resultaban cercanas y extrañas al mismo tiempo. Quiso dar un paso hasta la chimenea, respiró profundamente… y entonces llegó el momento sin esperarlo.
Sucedió sin que le avisaran: de repente sintió su cabeza como si un guardavía hubiera hecho un cambio de agujas en una vía apartada de su memoria. El tren de los recuerdos llegaba rápido, demasiado para aquellas vías abandonadas que alimentaban su consciencia. Lo último con lo que contaba era que algún día podría llegar a pensar con claridad. Pero entonces, la locomotora empezó a aminorar la marcha, y su chimenea empezó a emitir un humo espeso que desprendía un olor a papel quemado. Salía hacia arriba, y se alejaba cada vez más del abismo de su sepultada memoria a largo plazo. Entonces, ese mismo humo acabó tomando forma ante los ojos de Caspar.
«¡La mesa del despacho! Se veía a sí mismo sentado en aquella mesa. Con un magnetófono en la mano similar al que Tom le acababa de dar.
»—Podemos empezar. Su hija ya está lista —escuchó cómo le decía la voz de una mujer desde un interfono. Se vio a sí mismo levantándose, poniendo bien la silla delante de la mesa y echando un último vistazo a la foto del expediente que iba a cerrar de golpe. Era la foto de una niña con rizos rubios. ¿Su hija, quizá?
»—Lo hemos preparado todo, señor…».
—¡Oye, tú, baja de las nubes!
—¿Qué? ¿Cómo…? Aaah… Sí. Estoy bien —tartamudeó Caspar, poco convencido.
El interfono dejó de sonar en su oído.
Tom lo miró con desconfianza.
—¿Acabas de recordar algo?
—No, yo… Sólo estoy un poco nervioso, eso es todo.
Tenía que comprender a qué se debía el lento retorno de su memoria. No quería confundir a nadie más, y menos a un hombre que, de manera inconsciente, le transmitía un sentimiento de hostilidad.
—¿No será que estás ocultando algo? —preguntó Schadeck.
—No.
—Sí, sí lo haces.
Caspar no pretendía embarcarse en una pelea de gallos y empujó a Schadeck a la vez que se abría paso hasta la puerta del despacho de Rassfeld que conectaba a la farmacia de la clínica. Estaba cerrada, pero Bachmann le había dado una llave.
La habitación en la que entraron no tenía ventanas y, nada más pisarla, un detector de movimientos activó automáticamente la luz del techo. Confuso, se quedó de pie delante de las vitrinas y los estantes metálicos en los que se guardaban los medicamentos.
—Aquí está todo lo que necesitamos.
Schadeck, que le había seguido hasta allí, abrió una nevera cuya puerta era de vidrio transparente. Sacó dos bolsas de suero fisiológico y empezó a agitarlas como si estuviera haciendo un cóctel. Entonces, intentó continuar con la discusión que había quedado interrumpida unos segundos antes.
—Apostaría, sin ir más lejos, a que los dos trabajamos en el mismo sector.
—¿Por qué?
—¿Suero, deshidratación, cortisona? —enumeró el conductor de ambulancias mientras buscaba agujas hipotérmicas y tiritas en un armario de puertas correderas—. Ésas fueron tus palabras. Así que, una de dos, eres hipocondríaco o bien tu profesión también te obliga a leer prospectos médicos. Además, se ve que tienes bastante práctica en eso.
—¿En qué?
—Bueno, sólo hay que ver cómo tratas a la chica y le tomas el pulso. Venga, me apuesto lo que quieras a que ya has puesto un catéter alguna vez.
Schadeck se guardó en el bolsillo unas cuantas agujas soldadas al tiempo que se volvía hacia Caspar.
—Que sepas que te tengo el ojo echado. Sé lo del vídeo de vigilancia.
—¿Qué vídeo? —preguntó Caspar, aunque ya se figuraba a qué se refería Schadeck.
—Estuviste merodeando por la entrada y subiste con tu perro hasta la carretera en cuanto nuestro queridito Bachmann salió del recinto con el viejo. Eso me demuestra que no estás aquí por casualidad. Te proponías algo.
—Ah, claro. ¿Y todo eso te lo ha contado «Yazzie»? —preguntó Caspar, y le dio rabia que sus palabras no llegaran a sonar de algún modo más aburridas. Pero en ese momento estaba demasiado tenso y, lo que era aún peor, no podía desmentir ni confirmar nada de lo que se le imputaba.
—Claro, y a ella se lo dijo Bachmann.
—Una fuente de información fantástica.
Caspar miró su muñeca, pero no llevaba reloj.
—Dejemos ya de perder más tiempo. Deberíamos apresurarnos para volver. ¿Ya sabes por qué el Destructor de almas puso aquí el magnetófono?
—¡Para hacernos salir de nuestro escondite!
Tom se volvió hacia él.
—Correcto.
De repente se oyó cómo se cerraba de golpe una puerta cerca de la biblioteca. Era como si alguien o algo hubiera querido dar fe de aquellas palabras. A continuación, los gritos agudos de la cocinera se escucharon al fondo del pasillo.