01:22 horas

«Nopor». Sólo una palabra, tan breve como incomprensible. Posiblemente podía haber dicho también «Sopor» o «Ropor». No había podido entenderla. El resto de los allí presentes, que compartían su suerte en contra de su voluntad, miraban en corro desconcertados. Caspar se arrodilló junto a Sophia y le tocó la cara suavemente. Ella respondió a aquella cautelosa toma de contacto apretando su barbilla contra la palma de la mano de él. A continuación, separó los labios deshidratados que estaban pegados por encima de los incisivos.

—¿Doctora Dorn?

Por primera vez en mucho tiempo parecía que Sophia podía escuchar la voz de Caspar. Sin embargo, no estaba muy seguro de si aquello era motivo para alegrarse. En los pacientes en coma cualquier reacción era como una piedra miliaria en el camino de la curación.

¿Y si sólo se trata de una pequeña sacudida, de la última llama que lucha por seguir viviendo?

—¿Puede oírme? —preguntó él silenciosamente.

El globo ocular se movía lentamente de un lado a otro bajo los párpados cerrados de Sophia como si fuera una cucaracha bajo una sábana ajustada.

Bachmann se acercó a Caspar con la cara preocupada.

—Tiene frío —manifestó éste.

Alguno de los que se encontraban allí, probablemente Yasmin, había traído la bata médica de Sophia para ponérsela por encima del fino camisón, pero a pesar de ello seguía temblando. El vigilante asintió sin decir palabra y se apartó otra vez a un lado.

—¿Has entendido lo que quería decirnos? —le preguntó Schadek directamente al oído. Caspar no había visto que el camillero se había arrodillado de repente a su lado.

—No, era…

Se sobresaltó y estuvo a punto de perder el equilibrio.

Sophia había vuelto la cabeza súbitamente hacia él, como el cliente de un bar que lleva mirando todo el tiempo su copa hasta que, de pronto, se vuelve repentinamente para entablar conversación con su compañero de barra.

«¿Qué querrá decirme?».

Caspar arrugó las cejas al tiempo que miraba fijamente los ojos de Sophia, que, por primera vez desde el incidente ocurrido en la habitación de Bruck, mostraban interés en algo más: en él mismo. Su mirada, que había estado tan vacía hasta entonces, se había intensificado, como si quisiera concentrarse en clavar un clavo en una pared.

—¿Sophia? —preguntó Caspar otra vez en voz baja.

Tom movió su mano a uno y otro lado de la cara de la mujer, como si imitara un limpiaparabrisas, a fin de llamar su atención.

—Sop… nnnn… soootopoor… —dijo la doctora con voz ronca y profunda.

Sus palabras sonaron tan incomprensibles como las que había pronunciado antes.

Un sentimiento de irrealidad se apoderó de Caspar durante un momento. Le había invadido una extraña sensación. Aquellos sonidos misteriosos que salían de la boca de Sophia llegaban directamente hasta su cara convertidos en humo, que, además, desprendía olor a madera de abedul. Entonces, vio el reflejo de las llamas en las pupilas de ella. Bachmann había encendido el fuego.

—Buena idea.

Caspar se levantó, asintió en dirección al vigilante para agradecérselo y empujó la silla de ruedas hasta ponerla delante de la chimenea. Yasmin, que entretanto había encontrado una colcha de color marrón, la extendió cuidadosamente sobre los hombros de Sophia. Mientras lo hacía entonó en voz baja una triste melodía que, curiosamente, a Caspar le era familiar. No sabía exactamente de quién era aquella canción, sin embargo hubiera podido cantarla con la chica porque conocía la letra de memoria.

Yesterday I got so old

I felt like I could die

Yesterday I got so old

It made me want to cry

La canción pareció tener un efecto tranquilizante en Sophia, que no cerró los ojos.

—Esperemos que no le duela nada —dijo Yasmin, y siguió cantando en silencio.

Go on go on

Just walk away

Go on go on

Your choice is made

La escena se iba transformando cada vez en algo más irreal. La enfermera que cantaba una canción, el fuego encendido, la repisa de la chimenea decorada con ramas de abeto y bolas de Navidad de color verde oscuro y, delante, la mujer envuelta con varias colchas. De pronto parecía reinar una paz infinita, y eso era justamente lo que le causaba a Caspar una mayor sensación de amenaza.

Acarició los labios secos de Sophia cuidadosamente con la yema de sus dedos.

—Está deshidratada —constató.

—Pero aquí no tenemos agua —dijo la cocinera con voz clara.

Por lo pronto, al menos se habían secado sus lágrimas y parecía que había conseguido dominarse. Posiblemente se trataba sólo de una simple reacción mecánica, como la de las personas que sufren una conmoción tras un accidente.

—El agua tampoco serviría de nada. Apenas está en condiciones de beber por sí misma.

—Necesitará goteo intravenoso —sugirió Yasmin.

—Eso parece razonable —asintió Tom—. Mejor si es suero de electrólitos.

—No sé. —Bachmann se frotó la coronilla calva por detrás con preocupación—. ¿Es realmente necesario?

—Ni idea, es difícil saberlo mientras no sepamos lo que le ha hecho Bruck. —Caspar le tocó la frente a Sophia—. La solución salina fisiológica no le iría mal, pero si lo que padece es un choque tóxico deberíamos darle cortisona enseguida.

—No, creo que no deberíamos correr ningún riesgo.

Bachmann se frotó nervioso los ojos bajo las gafas.

—De momento es mejor quedarnos aquí y esperar.

—Qué estupidez —dijo Schadeck—. No pienso esconderme como si fuera un marica cobarde.

Caspar detectó que el vigilante se alteraba de un modo imperceptible, como si aquellas groseras palabras le hubieran ofendido. Posiblemente había sido así. Las gafas para leer, sus intentos por querer expresarse con propiedad ante los demás, las alusiones indirectas a los problemas de su matrimonio: todo ello apuntaba a que no era un hombre limpio. Era alguien que probablemente se negaba a sí mismo.

Schadeck dio un paso en dirección a Bachmann.

—Ten cuidado, voy a contarte primero lo que aprendí de mi padre. Era boxeador.

—Ya me imagino por dónde va.

—Espera y verás. Mi padre no perdió nunca una pelea, ¿y sabes por qué?

—No. Pero ¿cree que ahora es el mejor momento para contar anécdotas?

—Porque siempre se buscaba enemigos más débiles —contestó Schadeck ignorando la pregunta que Bachmann le había dado como respuesta—. La mayoría de las veces las peleas eran con mi madre. —Tom se rió como cuando alguien vuelve a aumentar la tensión poco antes de llegar al punto culminante de su relato—. Una vez, cuando yo tenía doce años, se pasó de la raya. Creía que al puré de patata le faltaba sal; así que se fue hasta la mesa de la cocina, cogió a mi madre por la cabeza y jugó a echar un pulso con ella. ¡Claaaac! —Schadeck bajó el brazo imitando el movimiento hacia abajo—. Crujió de tal manera que verdaderamente pensé que mi madre nunca más volvería a levantar la cabeza. El puré de patata salpicó por toda la cocina. Yo estaba a dos metros del fregadero y aun así tenía el pelo lleno de cosas amarillas. —La sonrisa burlona de Schadeck se disipó—. Entonces miré a mi madre: le sangraba la nariz. La sangre resbalaba hasta el plato, donde absorbía el resto del puré que quedaba. No sé qué estaba hecho más añicos, si aquel plato o su mandíbula. Mi padre no hacía más que reír y decir que ella estaba exagerando, que ahora el puré ya tenía sal. Luego me mandó a por la guía de teléfonos, como siempre, para buscar la dirección de algún hospital en el que todavía no hubiéramos estado. —Schadek miró a su alrededor—. Ya sabéis por qué, es por esas preguntas estúpidas que suelen hacer cuando una mujer es víctima de dos accidentes seguidos.

—De acuerdo, es una auténtica tragedia —reaccionó Bachmann—. Pero ¿qué tiene eso que ver con nuestra situación aquí?

—Aquella noche me juré que nunca más iba a quedarme impasible ante una cosa así. En fin, éramos solamente unos niños, pero éramos cuatro contando a mi madre. Y mi padre estaba solo, ¿entendéis lo que digo?

—¿Qué hicieron? —preguntó Sybille en voz baja.

—Todos tenemos un oscuro secreto —sonrió Schadeck con ironía, dirigiendo repentinamente su mirada hacia Caspar.

—Una bonita historia —dijo Bachmann—. Sin embargo, deberíamos esperar a que mañana…

De pronto todos miraron nerviosos hacia el techo, y el vigilante se vio interrumpido.

—… a que mañana, el turno de la mañana… Maldita sea, ¿qué es eso?

Caspar lo había oído ahora también. Era un ruido ensordecedor que entraba a través de una cajita de plástico que había en el techo. Al contrario de lo que él había pensado hasta entonces, no se trataba de un detector de humos. El silbido que se escuchaba iba acompañado por un ruido metálico, por lo que resultaba más imposible de entender que los lamentos de Sophia. Sonaba como si alguien hubiera estado imitando el sonido de una máquina de café que está a punto de dejar de funcionar.

—¿De dónde viene? —preguntó Schadeck.

—Del interfono de la clínica. Tenemos un altavoz en cada habitación abierta al público.

—¡Por el amor de Dios! ¿creéis que es el…? —gritó la cocinera, y Caspar asintió de manera reflexiva.

Por supuesto que lo era. Tenía las cuerdas vocales heridas, y así sonaba la voz de alguien que se las ha desgarrado con un cuchillo.

—El Destructor de almas está hablando con nosotros —dijo Yasmin chillando cada vez más.

—¡Sssssh, ahora callaos de una vez! —Schadeck hizo un gesto con la mano, se subió encima de una de las sillas tapadas con una funda que había allí e inclinó la cabeza—. Se oye algo más —dijo finalmente. Miró al resto que se hallaba abajo—. De fondo.

«Maldita sea. Yo también lo estoy escuchando ahora», pensó Caspar, y de repente no pudo evitar que le entraran náuseas. En ese momento supo que se había olvidado de alguien durante todo aquel tiempo de confusión. Sus gemidos atormentados resonaban cada vez con más claridad a través del interfono.

Momentos antes se había sentado muy cerca de él, y sin embargo no había sido capaz de reconocerlo. Ahora que sus ladridos atravesaban el altavoz desde la lejanía hasta llegar hasta él como si fuera un perfecto desconocido, sí que estaba seguro de lo que significaba. Caspar ya había oído una vez aquellos sonidos frutos de la tortura. Pero entonces no provenían de un altavoz, sino de un coche accidentado lleno de abolladuras que se hallaba aparcado en el exterior de un mercado al aire libre. Caspar cerró los ojos y el aullido se escuchó más fuerte aún.

«Era verano de nuevo y la luz del sol se reflejaba con tanta intensidad sobre el coche de desguace plateado que, al mirar hacia allí, no tuvo más remedio que taparse los ojos con la mano. Le habían robado las cuatro ruedas; lo que había quedado humildemente de aquella berlina demolida se aguantaba ahora sobre las llantas. Habían destrozado todo lo que habían podido: los faros, las lunas traseras, el limpiaparabrisas, los cristales laterales, incluso el maletero. Era como si alguien hubiera dejado caer un frigorífico sobre ella. Caspar escuchó de fondo una algarabía de palabras extranjeras: una mujer joven que reía felizmente porque había hecho un buen negocio y el sonido constante del claxon proveniente de las furgonetas de reparto. Dos niños cubiertos de barro hasta las orejas que se hallaban jugando junto al bordillo se hicieron a un lado cuando vieron que él se les acercaba. Quería echarle un vistazo a la gruesa correa que unía la tapa del maletero con el parachoques. Prendió fuego con su encendedor a aquel cordón y el maletero se abrió hacia arriba. Entonces vio con horror cómo la muerte se reflejaba en su cara: eran cuatro perros, todos cachorros; deshidratados, muertos de sed, calcinados por dentro. Fuera rondaban los treinta grados de temperatura y en el maletero debía de hacer, como mínimo, el doble de calor. Habían fallecido de una muerte lenta y cruel. Todos, a excepción de uno, al que le habían sacado el ojo izquierdo».

Aquel cachorro era el que ahora todos conocían allí como Mr. Ed. Sus gemidos llenos de dolor se escuchaban en ese instante por toda la clínica como lo había hecho hace tiempo, minutos antes de que lo sacaran casualmente del maletero.