Caspar sabía que los cristales de hielo que la tormenta acumulaba en aquel momento en el exterior de las ventanas bloqueadas de la clínica Teufelsberg, habían recorrido un largo camino hasta llegar allí. Más arriba, donde el frío alcanzaba los cincuenta bajo cero, minúsculas gotas de agua se habían congelado hasta formar una partícula de polvo. Al principio las partículas que había en las nubes apenas medían diez milímetros, por lo que, debido a su pequeñísima superficie, el calor producido por la fricción no bastaba para que pudieran fundirse. Hasta que las gotas no llegaban a alcanzar los tres mil metros de altura no mostraban su típica forma de estrella, cuando lograban atravesar una capa de aire de quince grados bajo cero, a la vez que el vapor de agua aumentaba y se iba congelando en el núcleo de condensación. Caspar también sabía que las seis puntas que componían cada una de las estrellas eran idénticas, a pesar de las turbulencias y de los diferentes ángulos de viento que las habían arrastrado al chocar mientras caían. A pesar de todo ello, desde que existía la humanidad nunca habían llegado al suelo dos cristales de hielo idénticos.
Cada una de ellas era un ejemplar único, un milagro de la naturaleza que ya estudiaban algunos filósofos como Aristóteles. Caspar podía recordar cada uno de estos hechos que le resultaban vacíos. Por el contrario, su propio origen era todo un misterio para él. ¿Cómo había podido llegar hasta aquella mansión? ¿Por qué conocía al hombre que poco antes había intentado matar a Sophia? ¿A quién había abandonado en algún lugar fuera de la clínica, a la vez que le había prometido ir en busca de ayuda? Caspar sintió un tirón en el pecho al percatarse de que la situación del exterior se había convertido en un reflejo de la que estaba viviendo allí.
Una pared de aislamiento era lo que le impedía escaparse de aquella prisión donde estaba para ir en busca de su hija, una niña que no tenía nombre.
—Bien, no sé qué tal estáis vosotros.
Caspar intentó concentrarse en el discurso del vigilante, que hablaba con tono forzado.
—La última vez que me levanté tan pronto en Navidad fue cuando le pedí a mis padres que me regalaran un Scalextric.
Bachmann quería contar un chiste a fin de eliminar la insoportable tensión, pero su intención había fracasado. Ninguno de los allí presentes se rió, al contrario: cuatro pares de ojos lo miraron fijamente con desconfianza. Schadeck lo examinaba de modo despectivo mientras Caspar daba ya por hecho que a la cocinera le daría un ataque de llanto de un momento a otro. Incluso Yasmin había dejado atrás su apatía de siempre y ahora no dejaba de rascarse nerviosa las venas que sobresalían en sus muñecas.
—Déjalo ya, Bachi, y dinos sencillamente cuál es el plan —le exigió la enfermera.
—Tranquila, Yasmin. Por ahora aquí, en la biblioteca, estamos seguros.
Bachmann se sacó del bolsillo delantero de su mono unas gafas sin montura para leer y se las puso encima de su nariz porosa. Probablemente pensó que un aspecto más intelectual ayudaría a resaltar sus cualidades como «gestor de crisis». En realidad, el efecto que causaban las gafas en su cabeza rapada era el de un objeto tan fuera de lugar como un semáforo en medio de un desierto. Además, tampoco ayudaban a esconder la preocupación y los nervios del vigilante. A fin de controlar el temblor de los dedos, sus manos sudorosas se aferraron con más fuerza a los asideros de plástico de la silla de ruedas de Sophia, empujándola hacia delante unos centímetros.
—La biblioteca queda bien cerrada gracias a la puerta de madera de roble. Nadie puede entrar tan fácilmente, así que no hay ningún motivo para tener miedo.
—¿Que no hay ningún motivo para tener miedo? —le imitó la enfermera, y a continuación lanzó una risa irónica—. La doctora Dorn está en estado vegetativo, Rassfeld ha desaparecido y yo he tenido que encerrar a los pacientes arriba, en sus habitaciones, porque un psicópata sanguinario se pasea por la clínica fuera de sí. Me diréis que estoy montando un gran drama de todo esto, pero si no hay motivo para estar nerviosa, me pregunto por qué hemos montado una barricada.
La mirada furiosa de Yasmin examinó lo que había alrededor como si se tratara de los rayos infrarrojos invisibles de un sistema de alarma. La sala en la que todos estaban reunidos servía en principio como comedor de la clínica. De hecho, todos los pacientes que estaban en condiciones de comer lo hacían en aquella planta baja. A pesar de ello, contaba con unas estanterías repletas de escaleras de biblioteca de varios metros de altura que llegaban hasta el mismo techo. Ello hacía que aquel lugar se pareciera más a la sala de fumadores de un club de caballeros, motivo por el cual todos la conocían como la «biblioteca». Cada rincón de aquella sala invitaba a no marcharse. Quien lo deseaba podía ponerse cómodo sentándose en un sofá tapizado o en sillas con funda de color crema, si bien la mayoría de los pacientes y las personas que iban a visitarlos preferían hacerlo en el sillón de orejas con forma de rayas que había delante de la chimenea. Ahora todos se hallaban delante de una mesa de madera robusta, tan amplia que bien podría tratarse de una reproducción exacta de la que se usó en la Santa Cena.
—¿De qué psicópata sanguinario estáis hablando?
La cocinera pidió la palabra. Sybille Patzwalk se había tomado un somnífero, y se había quedado dormida mientras ocurría todo aquel alboroto. Hasta aquel instante nadie le había explicado aún por qué motivo la habían sacado de su cama en mitad de la noche empujándola y haciéndole ir corriendo hacia la biblioteca, encima en camisón y sin maquillar. Su pregunta también fue ignorada en aquel momento tan pronto como Schadeck cogió el hilo de la conversación:
—Todavía no lo entiendo. ¿Por qué no podemos subir la pared de aislamiento y, así, ir a buscar ayuda?
Tom caminó paso a paso con sus pesados zapatos hasta el otro extremo de la habitación. Durante los días de calor las dos hojas acristaladas de las puertas se abrían al jardín. Ahora, las persianas de color gris ceniza de la pared de aislamiento les impedían ver la zona de aparcamiento cubierta de nieve.
Bachmann carraspeó y buscó instintivamente a tientas en el bolsillo de su pantalón la pistola que había cogido momentos antes de su oficina. En realidad, sólo estaba cargada con munición de nueve milímetros. Sin embargo, el vigilante se había asegurado de que ésta pudiera dispararse desde muy cerca, a pesar de que pudiera causar heridas mortales.
—No conozco el código.
—¿Qué? Pensaba que sólo tenías que tirar hacia arriba de una palanca.
Caspar se dio cuenta entonces de que, al parecer, Tom tuteaba a todas las personas con quienes hablaba.
—Sí. Funciona rápido a la hora de bajarla para evitar que, por ejemplo, se escape alguien que tenga intención de suicidarse. Pero hacer que suba de nuevo es otra cosa. Se trata de que el paciente no pueda escaparse por su propio pie antes de que se le administren los tranquilizantes. Por eso mismo hay que desactivar el código.
—¿Y tú no lo tienes? ¡Eso infringe probablemente cualquier ley sobre la protección contra incendios!
Schadeck clavó estupefacto la mirada en el vigilante.
—Naturalmente que existe un plan de emergencia. Por motivos de seguridad incluso hay dos médicos en cada turno que deben saber la combinación actual. Es sólo que… —Bachmann se aclaró la voz de nuevo—. Uno de ellos ha desaparecido y el otro es incapaz de reaccionar.
Caspar dirigió su mirada hacia Sophia, quien tenía la cabeza echada a un lado. Parecía estar sumida en un sueño eterno sin imágenes.
—Pero ¿y qué importa cuándo se despierte? ¿Qué vamos a conseguir con el código? —preguntó Bachmann—. Ahí afuera está cayendo la tormenta del siglo.
—¿Quiere decir eso que estamos atrapados? —preguntó Yasmin.
—Sólo durante seis horas. Luego llegará el turno de la mañana. Nuestros compañeros irán en busca de ayuda cuando se den cuenta de que algo no va bien aquí dentro.
—Un plan pésimo —dijo Schadeck, y negó enérgicamente con la cabeza—. Deberíamos salir fuera y encargarnos de ese loco. Al fin y al cabo tiene a nuestro jefe en su poder.
—También a Linus —añadió Yasmin.
—¿Linus? —preguntó Caspar.
Pensó en el músico y se apoderó de él la extraña sensación de que aún había algo más que echaba de menos.
—Sí, no estaba en su habitación cuando he ido a encerrarle. Al contrario de Greta, que estaba felizmente durmiendo.
Yasmin lanzó una mirada furiosa a Caspar para recordarle una vez más que a ella no le parecía bien que estuviera allí con ellos. El amnésico se negaba a quedarse solo en su habitación; al fin y al cabo, Bachmann le había dado permiso para unirse al grupo. Probablemente había hecho esto, porque si el vigilante quería seguir siendo el portavoz aquella noche, necesitaba contar con un hombre que representara todo lo contrario de lo que era Schadeck.
—Muy bien. Rassfeld y Linus han desaparecido —dijo Bachmann—. Pero si salimos ahora en su búsqueda serviremos de diana al Destructor de almas.
—¿El Destructor de almas?
La cocinera dio un respingo y, temblando de frío, puso los brazos en cruz para tapar sus voluminosos pechos, que se dibujaban bajo el camisón. A pesar de preguntar una y otra vez, no daba la impresión de que realmente la mujer quisiera que le explicaran algo acerca de los horribles hechos que habían acontecido en la clínica. Caspar sintió que cada vez se le hacía más difícil ver a Sophia sentada en aquella silla de ruedas.
—¿Quiere eso decir que…?
—Me temo que sí.
Bachmann se encogió de hombros y respiró fuertemente. Luego cogió al azar uno de los diarios que había sobre la pesada mesita del sofá que se hallaba delante de la chimenea decorada con adornos navideños. No tuvo que hojear muchas páginas para encontrar lo que buscaba.
—Aquí está: «Tres mujeres. Todas eran jóvenes, atractivas y se encontraban en el mejor momento de su vida».
«Como Sophia», añadió Caspar pensando en voz baja mientras se inclinaba sobre la mesa como el resto para ver las fotos de las víctimas.
—«Todas fueron secuestradas, una detrás de otra, y aparecieron de la nada unos días después. Sin heridas visibles, pero totalmente destrozadas interiormente. Nadie sabe qué hace el asesino con ellas ni a qué tipo de tortura psicológica las expone». Pero ahora echadle un vistazo a esta foto.
Señaló con el dedo una imagen en blanco y negro que había en el periódico y que estaba firmada por Vanessa Strassmann. Era la primera víctima del asesino, que había fallecido aquel mismo día.
—Tiene la misma expresión apática que muestra la doctora Dorn.
—¿Y suponéis que ha sido Bruck quien lo ha hecho? ¡Ni soñarlo!
Todas las miradas se dirigieron a Schadeck, quien se había dejado caer de espaldas sobre la mesa con las piernas cruzadas. Si los hechos le preocupaban de verdad sabía disimularlo muy bien. Sus labios delgados incluso mostraron el deje de una sonrisa.
—¿Por qué no?
Bachmann tosió nervioso sobre su puño.
—Cuando entré en el motel, Bruck se hallaba en medio de un charco de vodka junto a su cama. Es un alcohólico, un vagabundo. El encargado quería echarle de su establecimiento antes de las fiestas. No es nada fuera de lo normal. Antes de la Navidad nos convertimos en algo así como «recogedores de basura humana».
La sonrisa se ensanchó aún más en los labios de Schadeck, pero el vigilante negó con la cabeza.
—Esto no tiene sentido. El profesor Rassfeld se refería a él como «doctor Jonathan Bruck», e incluso la doctora Dorn parecía conocerle.
—Pues menudos colegas de trabajo tienen estos doctores —se burló Schadeck—. Admito que yo tampoco entiendo nada de esto. ¿Qué hacía Bruck borracho en ese motel? ¿Por qué se clavó un cuchillo en el cuello? ¿Por qué huyó en un primer momento y luego regresó?
El vigilante dibujó con su carnoso dedo índice un signo de interrogación en el aire.
—No tengo ni idea, pero de una cosa estoy seguro: la doctora Dorn es la cuarta víctima del Destructor de almas.
Caspar se figuró lo que vendría a continuación. Pese a que nadie deseaba oírlo, Bachmann iba a concluir su exposición acusatoria dándoles una prueba convincente.
—Se encontró una nota con cada una de las mujeres. —Sacó algo de su bolsillo—. Una como ésta.
El vigilante se la dio a Schadeck.
—«Es la verdad, aunque el nombre engaña» —leyó en voz alta.
—Sí. Es un acertijo.
—Se le cayó antes a Sophia de la mano, cuando la encontré en la bañera —añadió Caspar.
—¡Dios mío!
La voz de Sybille sonó como si tuviera un nudo en la garganta. Probablemente había visto el mismo programa que Caspar había sintonizado la tarde anterior en la habitación de Greta. La mujer se iba secando las lágrimas que le corrían por las mejillas enrojecidas. Caspar observó con sorpresa cómo ésta se arrodillaba delante de la silla de ruedas.
—Pobrecilla —sollozó cogiéndole la mano impávida a Sophia—. Precisamente ella. ¿Por qué?
—Sí, ¿qué quiere de nosotros? —preguntó Yasmin.
—De nosotros no quiere nada en absoluto.
Las palabras que susurró Caspar captaron repentinamente la atención del resto de los que había en la sala. Dio un par de golpecitos con dos dedos al periódico que aún seguía abierto delante de ellos en la mesa del comedor y carraspeó.
—Aquí dice que las víctimas no responden a ningún estímulo exterior. No muestran ningún tipo de reacción, no articulan ni una palabra. El caso de la doctora Dorn es diferente: hace un momento temblaba e incluso la hemos oído gritar. Además, Rassfeld comprobó también que existía un reflejo de las pupilas. Es algo que, según esta noticia, prácticamente no se daba en las otras mujeres.
—¿Así que puede que no se trate del Destructor de almas, sino de un simple accidente? —quiso saber Sybille esperanzada.
—No, tan sólo significa que el Destructor de almas no ha terminado su trabajo todavía. Linus le ha interrumpido. Diría que quiere quitarnos de en medio para estar de nuevo a solas con Sophia. Por eso ha vuelto, para acabar lo que ha empezado, sea lo que sea.
Caspar se sorprendió de lo fuerte que se había mostrado mientras explicaba a los demás con voz tranquila su terrible sospecha. Si estaba en lo cierto y esa noche no eran capaces de proteger a Sophia del Destructor de almas, él también podría perder algo más que el código para salir de aquella prisión en la que ellos mismos se habían encerrado. Nunca podría saber qué había descubierto la doctora acerca de su identidad, y de la de su hija.
«Todavía tengo que asegurarme primero».
De repente, como si Sophia hubiera deseado aplaudir los temerosos pensamientos de Caspar, las piezas metálicas de la silla de ruedas donde estaba sentada empezaron a repicar bajo su cuerpo mientras ella se estremecía impetuosamente.
Fue entonces cuando aquel inquietante aplauso coincidió con un hecho aún más conmovedor: Sophia separó los labios y empezó a hablar.