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Al llegar al rellano de la escalera entre la primera y la segunda planta, sintió unas punzadas en el costado. Sin embargo, intentó por todos los medios resistir el dolor.

El ascensor se desplazaba hacia arriba con la velocidad de una tortuga. Aun así, Caspar no hubiera podido alcanzar la cabina si no hubiera hecho un sprint final en el último momento.

Ding dong.

Caspar llegó a la segunda planta y, al ver que se encendía el timbre de la puerta del ascensor, se escondió en un rincón de la escalera.

Lo había conseguido. Se sentía tan contento por haber ganado aquella carrera tan difícil que, por un instante, se olvidó hasta de su miedo. Pero cuando sus ojos vieron aparecer delante de él una luz que sobresalía a través de la ranura de las puertas de aluminio del ascensor, supo que muy pronto iba a hacer frente al Destructor de almas.

Se estremeció de nuevo. Las puertas se abrieron y lentamente empezó a visualizar el enorme espejo que había en la parte trasera de la cabina. Caspar tuvo que contenerse para no huir. Se cubrió la cara con los brazos en posición de defensa y entonces…

—¿Qué estás buscando aquí?

«¡Nada!».

Caspar se volvió con tanta rapidez que cualquiera hubiera retrocedido un paso inconscientemente al verlo. Pero Tom Schadeck se quedó impasible, sin parpadear ni una sola vez siquiera.

—¡Vamos! ¡Dime qué buscas!

Al parecer, el camillero se había cambiado de ropa. Poco antes, cuando se había llevado a Sophia en la silla de ruedas, aún llevaba puesto el albornoz. Ahora volvía a vestir unos vaqueros de color blanco y el suéter de cuello alto del día anterior. Daba la impresión de que acababa de lavarse el pelo.

—Lo mismo podría preguntarte yo a ti —le respondió Caspar—. ¿Eras tú el del ascensor?

—¿Qué?

El camillero observó a Caspar desde la cabina vacía.

—Quiero decir si…

Caspar intentó buscar la frase apropiada y, al hacerlo, se dio cuenta de lo absurdas que debían de sonar sus palabras, y mucho más en el ascensor. Estaba allí, en medio del pasillo, descalzo, sin afeitar y llevando solamente puestos los pantalones verde alpino del pijama y una camiseta descolorida. Era el más puro ejemplo de alguien que ha perdido el juicio y que no se ha tomado la pastilla que le tocaba la noche anterior.

—Da igual, ya te lo contaré más tarde. Antes tenemos que encontrar a Rassfeld.

—¿Rassfeld?

—Sí, ha desaparecido.

Caspar empezó a tiritar de frío. Miró sus pies desnudos y tuvo que reconocer su error: apenas podía sentirlos. El frío que le invadía no tenía nada que ver con la ropa que llevaba puesta; además, la calefacción siempre funcionaba bien en la clínica Teufelsberg. Sus temblores se debían a la corriente de aire que circulaba por sus huesos como si éstos fueran un conducto de aire helado.

—¿Y eso qué significa ahora?

Caspar miró abajo y se olvidó de responder. De nuevo, la mancha de sangre que había sobre el plástico brillante absorbió toda su atención.

—¡Oye, tú! ¡Que estoy hablando contigo! ¡Menudo psicópata!

Caspar dejó plantado a Tom en el ascensor y fue siguiendo la huella de color oxidado mientras bajaba por el pasillo. Después de veinte pasos largos, el pasillo giraba a la derecha.

Mientras Caspar escuchaba cómo la voz enfadada del camillero se iba alejando cada vez más detrás de él, empezó a notar que el frío aumentaba en cuanto dobló la esquina. A la vez que esto sucedía, oyó de nuevo un enorme ruido; sin embargo, esta vez no parecía tratarse de un sonido metálico de fondo, sino más bien del repicar de unos huesos. Fue entonces cuando lo vio.

La pared de aislamiento no había bloqueado del todo la puerta de emergencia que se hallaba al otro extremo del pasillo. Como una mosca que se olvida cada dos segundos de que delante de ella hay un cristal y se estampa una y otra vez contra él, la persiana también intentaba seguir su camino sin éxito. Una fina barra metálica le impedía bajar hasta el final los últimos dos centímetros que quedaban por delante del cristal roto de la puerta.

Caspar se volvió y quiso llamar a Tom, pero no tuvo que hacerlo porque el hombre ya se encontraba detrás de él. Lo acompañaba Bachmann, quien probablemente también había subido las escaleras corriendo en busca de ellos.

«¿Qué pasa con Sophia?», quiso saber Caspar, pero el vigilante se adelantó a su pregunta.

—¿Ha encontrado a Rassfeld?

—No, pero mirad eso.

Caspar señaló la barra de hierro con la que había topado la persiana exterior.

—Ha destrozado la ventana con esto.

—Y se ha herido con los cristales rotos.

Schadeck se agachó y, para comprobarlo, tocó una de las cuantiosas gotas de sangre que había allí también.

—Mierda.

El conductor de la ambulancia soltó la palabra que todos pensaban.

Por el modo en el que se extendía la mancha sólo podían llegar a una conclusión.

El Destructor de almas había salido de su habitación a través de la ventana y, una vez en el piso de abajo, había saltado hasta uno de los balcones. Él mismo había roto aquella puerta de emergencia y, después de colocar la barra para bloquear la puerta antes de que la persiana pudiera bajar hasta abajo del todo, había entrado deslizándose en el interior de la clínica. Luego había retirado la barra y, por fin, la persiana había bajado los dos últimos centímetros que quedaban hasta el final.

—¿Quiere eso decir que nosotros…?

—Sí —respondió Caspar a la pregunta incompleta de Bachmann.

—¡Entonces vuelve a subir la pared de aislamiento! ¡Deprisa! —le exigió Tom señalando la persiana después de que hubiera intentado inútilmente abrirla con ayuda de la barra.

—No.

El vigilante sacudió al cabeza.

—¿Cómo es posible? ¿Es que no lo ves? La sangre va de la ventana hacia dentro. El Destructor de almas no se ha quedado fuera, al contrario, lo hemos encerrado.

«Aquí. Con nosotros».

—No —repitió Bachmann, y su voz pareció sonar tan resignada como lo estaba él mismo—. Es imposible —suspiró—. No puedo hacer subir la pared de aislamiento tan fácilmente.