Los gemidos que manaban de sus labios en señal de pánico eran prácticamente insoportables, pero peor aún resultaba escuchar el silencio que restaba al cesar el grito inesperadamente. Era como si alguien le hubiera seccionado a Sophia las cuerdas vocales con unas tijeras.
Se apresuraron en bajar. Caspar corría pegado a Bachmann, que se había adelantado. Sus pies desnudos topaban contra los firmes escalones de piedra que descendían hasta el sótano de la mansión.
—¿Hay alguien ahí?
Yasmin se había quedado esperando arriba, pero su llamada temerosa no dejaba de repetirse formando cada vez un nuevo eco al pie de la escalera, en el estrecho pasillo que se extendía a ambos lados. Éste, en forma de tubo, quedaba cerrado a cada extremo por las puertas acristaladas de dos salidas de emergencia. Detrás de ellas, la pared de aislamiento había bajado hasta el final devorando los últimos milímetros de espacio que quedaban.
A continuación se oyó un fuerte crujido y los listones de la persiana fueron plegándose de nuevo como un abanico, esta vez hacia arriba, hasta que las persianas impidieron definitivamente la presencia de algún hueco que pudiera dejar pasar la luz.
—¡No puede ser! —Bachmann señaló en el suelo la huella ensangrentada de un pie. Ambos hombres continuaron corriendo y giraron a la derecha del pasillo hasta que se detuvieron al llegar a la penúltima puerta. En ella se leía un rótulo iluminado de color amarillo y negro: RAYOS X – PROHIBIDA LA ENTRADA.
Las pesadas botas de trabajo de Bachmann golpearon con fuerza la puerta de madera cubierta por una chapa metálica. El vigilante entró en la habitación tirándose completamente en medio de la sala especializada en Neurorradiología. Caspar lo siguió.
—¿Dónde están?
«¡Rassfeld! ¡Sophia!».
Las miradas inquietas de ambos hombres se encontraron por un momento cuando, uno enfrente del otro, giraron sobre sí mientras observaban con ojos rastreadores a su alrededor. Allí no había nadie, ni nada, salvo el enorme cristal de un espejo en el que se reflejaban sus caras cansadas. ¡El cristal!
El vigilante caminó hasta la pared y se dispuso a encender todos los interruptores de luz. Sus imágenes desaparecieron del espejo y pudieron contemplar que tras el cristal, en medio de la oscuridad, había algo más.
«Las piernas. Los pies moviéndose una y otra vez sin parar».
—¿Es ella? —preguntó Caspar de forma innecesaria.
El cuerpo elegante de Sophia se agitaba dentro del tubo del aparato de tomografía con tanta fuerza que parecía que estuviera recibiendo una descarga invisible de corriente de alta intensidad.
El vigilante salió corriendo de nuevo y Caspar fue detrás de él.
Los dos tuvieron que hacer un esfuerzo para no apartar la mirada de aquella imagen: las extremidades de la doctora, frágiles como eran, estaban atadas a unas tablas deslizantes.
Bachmann sacó a Sophia del tubo y observó que una de las correas de la mano ya se había aflojado como consecuencia de los movimientos espásticos de ella. A continuación, quiso liberarla de las fuertes tiras que Rassfeld había utilizado para sujetarle las piernas durante el examen médico. Sin embargo, el pie izquierdo de la mujer volvió a dar coces una y otra vez sin control en cuanto se vio suelto. Tal era la fuerza con que se movía que Caspar creía poder sentir en su cara el aire que dejaba tras de sí cada movimiento. Mientras esto ocurría, la mujer no dejaba de gemir y un olor a cobre viejo fue introduciéndose poco a poco en el ambiente. Caspar imaginó lo que vendría a continuación una vez mirara fijamente abajo. Sus sospechas se confirmaron.
—Aquí también hay sangre.
—¿Qué?
—Aquí.
Señaló en el suelo, justo delante él. Varias gotas gruesas se alejaban de la zona donde estaba el aparato de tomografía. Dos de ellas se veían difuminadas, como si alguien hubiera pasado descalzo sobre ellas.
—De acuerdo, me quedaré junto a la doctora. —Bachmann se secó el sudor de su cabeza cuadrada—. Busca a Rassfeld y a Linus, y tráeme a los demás: Yasmin, el camillero y también la cocinera. Ahora necesitamos a cualquiera que…
Calló de repente.
—¿Qué te pasa?
—¿Oyes eso?
Caspar inclinó la cabeza hacia un lado.
«¿Qué es?».
Un nuevo ruido estremecedor fue el motivo de que los gemidos de Sophia dejaran de oírse. Caspar tuvo la sensación de que un hombre gigantesco se hallaba tensando algo similar a un cable justo encima de sus cabezas.
—¿Crees que se trata de…?
Caspar ya no quiso esperar a que Bachmann acabara la frase. Salió corriendo de la habitación en dirección al pasillo. Cuanto más se iba acercando a la ancha puerta de aluminio, más parecía aumentar aquel sonido estridente.
«En efecto. Se trataba del ascensor».
Caspar se detuvo delante del ascensor y observó el panel exterior iluminado. Alguien estaba subiendo desde el sótano.