00:41 horas

Por segunda vez en poco tiempo Caspar se hallaba de nuevo en la cabina del vigilante mirando fijamente la mesa del despacho de Bachmann.

Sin embargo, en esta ocasión iba descalzo. Además, la furgoneta que había volcado yacía, mientras tanto, enterrada bajo una gruesa capa de nieve. Las cámaras de vigilancia podían captar su imagen mediante una luz de color verde, gracias al amplificador de luz.

—Feliz Navidad —gruñó el vigilante.

Su atención se dirigió a una caja de fusibles de color gris que había en la pared, y que sólo se hizo visible en cuanto apartaron a un lado el robusto árbol de Navidad.

—¿La pared de aislamiento? ¿A qué se refería Rassfeld? —preguntó Caspar por enésima vez desde el momento en que el director de la clínica le había dado la orden de no alejarse del vigilante bajo ningún concepto. Bachmann soltó un nuevo gruñido e, inesperadamente, empezó a proporcionarle más información.

—La pared de aislamiento es una medida de seguridad; solamente se encuentra en tres centros psiquiátricos de todo el mundo. La clínica Teufelsberg es uno de ellos y también es el único que existe en Alemania. Aquí está, ¿lo ve?

Resopló mientras separaba el plástico que cubría la caja, dejando al descubierto un gran número de interruptores basculantes idénticos. A continuación, el hombre metió su voluminosa barriga hacia dentro para que Caspar pudiera ver mejor la palanca de color verde, que era también la única de la fila que habían pulsado hacia abajo. Sobre la superficie metálica alguien había escrito con un rotulador negro y en mayúsculas la palabra «GINA».

—Un solo tirón, y GINA bloqueará todas la salidas automáticamente. Una docena de persianas resistentes bajarán tapando las entradas y todas las ventanas.

Caspar se acordó de la enorme persiana bajo la que había tenido que pasar cuando quiso seguir a Linus.

—¿Gina? —preguntó.

—Así es como se llama mi esposa —respondió Bachmann—. También se cierra herméticamente cuando tenemos problemas —continuó diciendo con una sonrisa forzada.

—¿Pero para qué sirve? —inquirió Caspar.

—Para evitar que puedan huir pacientes peligrosos o con intención de suicidarse. Por supuesto que hasta ahora no ha sucedido nada parecido. Pero antes de que un paciente ingrese en la clínica debe firmar un papel conforme tenemos el permiso de encerrarle aquí si es necesario.

Caspar se preguntó si habían hecho eso mismo también con él, y puso una mano encima de la mesa para apoyarse en ella. Podía notar cómo le temblaban ligeramente las yemas de los dedos.

—Muy bien, pero Bruck ya ha huido. Así que no podremos evitar que sea capaz de llegar hasta el pueblo más cercano en busca de una nueva víctima.

—No se trata de eso.

Una vez más, Bachmann sacó hacia fuera la enorme barriga que escondía bajo su mono azul. Caspar apenas podía ver ya toda la caja de fusibles.

—Entonces, ¿de qué se trata?

—¿No ha oído hablar del Destructor de almas?

Caspar asintió con cautela.

«Es posible que incluso le conozca personalmente», pensó, y acto seguido decidió que era mejor no desvelar lo que sabía. Al menos hasta que hubiera descubierto por qué la imagen de Bruck se había colado en su sueño.

—La policía le ha pedido consejo al profesor en calidad de experto en psiquiatría. Él examinó a las víctimas, también a la mujer que ha fallecido hoy. Así que, de todos nosotros, es él quien mejor puede saber de qué es capaz el Destructor de almas. Por eso debo bajar la pared de aislamiento. Rassfeld no pretende encerrarlo, sino evitar que ese loco regrese otra vez aquí, ¡con nosotros!

Caspar se aclaró la voz. Tras escuchar las palabras de Bachmann, su nerviosismo había aumentado al igual que la intensidad con la que ahora temblaba todo su cuerpo. El vigilante dio un paso hacia atrás alejándose de la caja de fusibles. Caspar se percató entonces de que la palanca verde había cambiado ya de posición.

—¡Ayúdenme!

El grito de una mujer resonó en toda la entrada principal. Caspar no fue capaz de reconocer aquella voz hasta que no escuchó un segundo grito pidiendo ayuda. Yasmin corría directamente hacia ellos a través del vestíbulo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bachmann asustado.

Bajo la tenue luz de la lámpara de pie que enfocaba hacia el techo, el flequillo teñido de rojo de Yasmin brillaba como si ésta hubiera sumergido su frente en un charco de sangre.

—Es el profesor —dijo sofocada y sin aliento—. Rassfeld ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Sí. No quedaban más tapones y me envió al almacén para que trajera más.

La joven abrió la mano derecha y les mostró dos tapones de espuma para los oídos. Al parecer, iban a servirle a Sophia para protegerla del ruido mientras le hacían la resonancia magnética.

—Cuando regresé ya había desaparecido.

—¡Maldita sea!

Bachmann dio un paso al lado, se agachó y abrió de golpe el segundo de los tres cajones que tenía la mesa del despacho. En su mano apareció algo que se asemejaba bastante a una pistola transparente de juguete.

—¡Maldita sea! —se lamentó de nuevo, y salió corriendo.

Caspar lo siguió. A medida que se apresuraban a través del vestíbulo, la luz que les rodeaba se hacía más clara. Sin embargo, no eran conscientes realmente de que fuera de allí sólo reinaba la oscuridad. De pronto, los rayos de luz de la lámpara brillaron con más intensidad. Era como si algo les hubiera impedido seguir iluminando más allá cerrándoles el paso. Ese «algo» empezaba a deslizarse lentamente hacia abajo, arrastrándose por delante del amplio ventanal de la entrada y del resto de las ventanas del edificio de la clínica Teufelsberg.

«La pared de aislamiento».

Acababa de bajar hasta la mitad de la ventana cuando, de repente, se escuchó el grito de Sophia en el sótano.