—¿Qué está ocurriendo aquí? —oyó que preguntaba Rassfeld.
Sus zapatos blancos de la clínica habían ido a parar sobre la cara aplastada de Caspar.
—No tengo ni idea de lo que le puede haber hecho —le contestó el vigilante, sentándose sobre su espalda como si le hubiera dejado caer una nevera encima.
—Nada en absoluto —quiso gritar él, pero sus pulmones carecían del aire necesario para poder hacerlo.
—¡Dios mío, doctora Dorn!
Oyó que Rassfeld chasqueaba los dedos. A continuación alguien cerró el grifo del agua y, por primera vez, había tanto silencio en la habitación que incluso se podía escuchar el zumbido de la lámpara halógena que había encima de ellos.
—Probablemente se trata de un derrame cerebral. Yasmin, prepare todo enseguida para hacer una tomografía —ordenó Rassfeld con la serenidad de un profesional—. También necesitaré un análisis de sangre.
En algún lugar de la habitación, detrás de donde se hallaba Caspar, el crujido de la suela de goma de los zapatos se fue alejando a pasos cada vez más agigantados. Bachmann levantó a Caspar bruscamente y lo inmovilizó. No pudo evitar sentir un dolor punzante en la paleta de los hombros. El vigilante había dejado caer su fornido brazo en su cara. No obstante, buscaba impacientemente encontrarse con la mirada del director de la clínica, quien en aquel momento estaba arrodillado delante de la bañera, justo donde él mismo se encontraba unos minutos antes. Rassfeld examinaba los ojos de Sophia con una pequeña linterna.
—Las pupilas responden a la luz —murmuró—. ¿Pero qué demonios…?
Rassfeld sacudió la cabeza y se volvió hacia Caspar comprobando con su mano izquierda las arterias carótidas de Sophia.
—¿Qué le ha dado?
—Nada —contestó él sin poder hablar apenas.
Bachmann aflojó la presión y Caspar pudo tomar aire.
—Ha sido Bruck —saltó él finalmente.
—¿Bruck?
—Su cama está vacía —confirmó Bachmann.
—Se ha escapado por la ventana.
Rassfeld se levantó con las pupilas contraídas. Debía de haberle hecho una señal disimulada a Bachmann, ya que pronto sacaron a Caspar de espaldas del cuarto de baño. Al mismo tiempo una sombra pasó por delante de él desprendiendo un fuerte olor a aftershave.
—¿Qué hace usted aquí?
—¡Ayudar! —oyó Caspar que respondía la sombra.
La imagen de Tom Schadeck pasó ante sus ojos como una exposición antigua de diapositivas.
Por lo visto el ruido había conseguido despertar a toda la clínica. A Rassfeld parecía no importarle que el camillero pudiera echarle una mano. Los murmullos invadieron la habitación. Caspar sintió náuseas al imaginarse a ambos hombres mientras sacaban de la bañera a la doctora calada de agua hasta los huesos.
—Escúcheme, estamos perdiendo un tiempo valiosísimo —le dijo Caspar a Bachmann mientras se sentaba en la cama vacía, después de que éste le hubiera dado permiso para hacerlo. De este modo el vigilante tenía las manos libres para poder empujar la silla de ruedas, que hasta entonces había permanecido junto a la cama de Bruck, justo delante del baño.
—Si nos damos prisa aún podremos cogerle.
—¿A quién?
Bachmann se rascó las patillas. Contrariamente a la impresión de su vigoroso lenguaje corporal, la expresión de su cara era más bien asustadiza.
—A Bruck, claro está —repitió Caspar señalando la ventana abierta.
Bachmann la cerró temblando, pero el frío de la habitación pareció ir en aumento repentinamente. Sólo tenían que mirar la horrible imagen que tenían ante ellos: una especie de bulto mojado de carne y huesos, que Rassfeld y el camillero acababan de subir con gran esfuerzo a la silla de ruedas. Era como si hubieran encontrado un tesoro en el fondo de mar, como si fuera un ser vivo.
—Vamos, hay que llevarla al sótano —gritó Rassfeld, y Tom se puso en marcha con tanta tranquilidad que parecía que empujara un simple carro de la compra, y no una paciente.
El director de la clínica empezó a seguirle, pero se detuvo junto a la puerta como si hubiera olvidado algo.
—¿Bruck? —preguntó con escepticismo, en dirección a Caspar.
—Sí.
Rassfeld se dio la vuelta hasta quedarse justo a tres pasos de Caspar. Unas gotas minúsculas, de sudor o del agua de la bañera, surcaban la preocupada frente del hombre.
—Linus puede corroborarlo —respondió Caspar, y enseguida fue consciente de lo ridícula que debía de haber sonado aquella frase. De la misma manera podría haber nombrado a un ciego como testigo presencial.
Rassfeld resopló profundamente.
—De acuerdo, escúcheme. No he podido constatar la presencia de contusiones externas; sin embargo, la doctora Dorn parece sufrir un fuerte trauma. No me gusta perder el tiempo con investigaciones innecesarias, así que si sabe algo o ha visto alguna cosa, debe decírmelo enseguida o sino…
—No, no he visto nada. —Caspar habló más rápido al ver que el médico quería darse la vuelta otra vez para dirigirse inmediatamente a la sala de Radiología—. Pero he encontrado algo.
Abrió su mano y le mostró a Rassfeld lo que se había guardado antes de que Bachmann se hubiera abalanzado sobre él.
—No sé si es importante, pero esto es lo que tenía Sophia en la mano.
—¡No, por favor!
Rassfeld dio un paso hacia delante y cogió la nota de mala gana.
Parecía ser algo insignificante, como el trozo de papel que utilizan los niños con un tirachinas para poderlo lanzar por toda la clase. Los habilidosos dedos del psiquiatra empezaron a temblar al desplegar la pequeña y desalentadora nota que había sido doblada por la mitad.
—Es la verdad, aunque el nombre engaña —leyó él susurrando las palabras.
A continuación dirigió la cabeza hacia arriba y miró hacia el techo con los ojos cerrados. Fue entonces cuando Caspar fue consciente la dimensión de aquel horror. Quizá el golpe que le había propinado Bachmann le había ayudado a recordar. O a lo mejor había sido aquella frase misteriosa que Rassfeld acababa de leer y que le había hecho recordar no sólo la pasión que tenía Greta Kaminsky por los acertijos, sino también la voz de aquel presentador del telediario.
«Una pista podría ser la breve nota hallada en la mano de cada una de las víctimas, sobre cuyo contenido la policía no ha querido pronunciarse».
—«El destructor de almas». —Rassfeld pronunció estos pensamientos en voz alta.
Eran los mismos que Caspar acababa de escuchar a gritos en su cabeza. El director de la clínica miró rápidamente la ventana cerrada.
—Supongo que ya sabe lo que hay que hacer.
Bachmann afirmó lentamente.
—La pared de aislamiento.
—Me temo que no nos queda otra opción. —El director médico se secó de nuevo la frente llena de arrugas. Esta vez era sin duda el sudor lo que se había enganchado a su bata—. Tenemos que hacerla bajar enseguida.