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Y a pesar de todo era una mujer preciosa. En un primer momento Caspar sintió como si hubiera estado observando una estatua sin alma, a la que un artista sin talento y con evidencias de una enfermedad mental hubiera puesto en la escena de un pequeño cuarto de baño.

Sin embargo, luego se dio cuenta. El rostro rígido de la mujer era como una máscara inexpresiva, y su pierna derecha se movía de manera incontrolada en la bañera. Pero aun así era capaz de apreciar la belleza de Sophia. Y eso mismo era lo que hacía que aquella imagen mortificada se hiciera para él insoportable.

—¿Sophia? —preguntó Caspar muy bajo.

Su voz quebradiza se veía arrastrada por el ruido de fondo del chorro de agua del desagüe. Daba la sensación de que la doctora no podía oírle ni tampoco sentir el agua helada que formaba un charco bajo sus extremidades.

—¿Qué le ocurre? —volvió a preguntar Caspar, casi con un grito.

Pero Sophia no parpadeaba. Tan sólo tenía la cabeza peligrosamente inclinada hacia un lado mientras sus ojos miraban fijamente un punto imaginario detrás de las baldosas del cuarto de baño. La parte superior de su cuerpo, totalmente empapada, se hallaba envuelta en un camisón blanco que estaba doblado hacia arriba, bajo el cual se dibujaban sus pezones. Su ropa interior desgarrada apenas cubría la zona púbica.

—¿Puede oírme? —preguntó Caspar.

Era como si se comunicara con un cadáver. Ciertamente no había sangre por ningún sitio ni podía observar contusiones externas; además, todavía respiraba. No obstante, parecía estar muerta. Ni siquiera el hecho de que su pie estuviera golpeando continuamente contra el esmalte era una auténtica señal de vida. Más bien recordaba a la agonía de una víctima de un accidente cuyas vías nerviosas entre el cerebro y la médula espinal ya estuvieran seccionadas.

Le invadieron pensamientos aterradores al percatarse del paralelismo que existía entre lo que él recordaba de la niña pequeña y la terrible imagen de aquel cuarto de baño.

«Volverás pronto, ¿verdad?».

«Sí, no te preocupes».

De repente había encontrado el título para el cuadro de horror que había expuesto aquel artista psicótico: «Enterrada viva».

Así la veía a ella: preparada para morir encerrada en su propio cuerpo.

Caspar alargó la mano hacia sus cabellos, que había acariciado suavemente apenas unas horas antes y que ahora eran como algas doradas adheridas a su pálido cuello. Pero entonces tuvo que hacer lo posible para recuperar fuerzas. Había dejado pasar mucho tiempo por su estado de shock.

—Voy a pedir ayuda —le susurró.

Entonces sucedió algo, justo cuando estaba a punto de darse la vuelta. La vida volvió a introducirse en el cuerpo de Sophia, y de una forma aún más terrible que la apatía involuntaria que había reinado antes. Todo su cuerpo vibró de repente como un diapasón al ritmo de una melodía. Caspar retrocedió un paso inconscientemente al ver que ella tiraba de su brazo hacia arriba. Lo primero que pensó fue que la mujer quería enseñarle algo.

«Todavía tengo que asegurarme primero».

Él se volvió en dirección a la puerta del cuarto del baño, que estaba abierta, pero allí no había nada.

Entonces su mirada se clavó en el brazo izquierdo de Sophia, que se balanceaba con movimientos casi sensuales en el borde de la bañera. Observó los nudillos de su mano, blancos como la nieve. Sophia presionaba sus delicados dedos contra la palma de la mano con tanta fuerza que parecía querer dejar una huella de sangre en su puño.

—¿Qué tiene ahí…?

Apenas había terminado Caspar de formular su pregunta en voz baja, cuando, de repente, la mujer sufrió un nuevo temblor en la cabeza y abrió el puño. Lo hizo con una lentitud desgarradora, como si se tratase de una grabación a cámara lenta, hasta que el objeto misterioso que sostenía enérgicamente cayó por fin al suelo.

Sin embargo, antes de que Caspar hubiera tenido tiempo de comprobar sus más terribles sospechas, alguien apareció justo detrás de él, lo agarró por los hombros y le estampó la cara contra las baldosas del suelo.