En realidad había vuelto a su habitación a la espera de que el vigilante decidiera abandonar por fin la entrada para empezar su ronda. Sin embargo, parecía que hoy nada seguía su ritmo normal. Caspar se daba cuenta de que su huida, si es que se trataba de eso, se hacía cada vez más difícil. Allí estaba, sin poder salir, aislado de cualquier tipo de comunicación. Y ahora el vigilante también había manipulado, por algún motivo, el vehículo de transporte que él quería tomar prestado para poder descender y cruzar la tormenta. No importa. Conseguiría llegar hasta allí abajo; si no había más remedio, lo haría sentado sobre la bolsa de plástico.
Bajo ningún concepto iba a pasar otra noche allí. No sólo se debía al hecho de que hubiera tenido aquellos terribles pensamientos sobre su hija, a la que posiblemente había abandonado en algún lugar mientras ella necesitaba su ayuda. Además, presentía que algo más acechaba a la clínica con la reciente llegada de aquellas personas misteriosas, y prefería evitarlo. La amenaza era tan invisible como un virus e iba extendiéndose poco a poco, alterando aquella noche la agradable rutina de la pequeña clínica. Y en ese momento acababa de descubrir que incluso parecía haber sabido encontrar el camino hasta su habitación.
«¿Qué está ocurriendo aquí?».
Caspar aminoró el paso conforme se iba acercando a la puerta: se hallaba abierta y la luz estaba encendida, aunque él la había apagado unos minutos antes.
«¿Qué demonios está ocurriendo aquí?».
Desde el pasillo se oían dos voces agitadas. Una de ellas era la de Sophia, quien, con su pregunta «¿Tiene alguna idea?», pareció leerle el pensamiento a Caspar. Él tampoco era capaz de explicarse nada cuando llegó a la puerta de su habitación. ¿Qué hacía aquel hombre con las botas sucias encima de su escritorio y apoyando la mano en la ventana?
—Creo que aquí hay un palito —rió el joven.
Caspar reconoció la voz del camillero, una voz que no encajaba en absoluto con su aspecto. En el fondo se imaginaba al conductor de otra manera: más tosco, con bolsas en los ojos que eran testigos del cansancio de noches enteras trabajando en el servicio de urgencias. Sin embargo, ante él se hallaba un prototipo de yuppy consentido al que uno más bien espera encontrar en un narcisista vehículo de dos plazas que al volante de una ambulancia.
—¿Un palito? —preguntó Sophia.
—Bueno, o como quiera que se llamen esas líneas de la pantalla. —El camillero dio un salto desde la mesa y le mostró a Sophia su diminuto móvil—. Pensaba que en la buhardilla habría alguna señal, lo siento.
Miró a Caspar con camaradería, pero sus ojos enseguida se desviaron hacia la figura de la doctora.
—La puerta estaba abierta. Sólo quería ver por un momento si aquí había cobertura.
Sophia chasqueó la lengua sin que apenas nadie se diera cuenta y sacudió de la mesa del escritorio el barro de las botas con una muestra de desaprobación.
—Los teléfonos móviles no funcionan en todo el recinto de la clínica, haga las contorsiones que haga.
La tensa actitud de Sophia revelaba lo que pensaba del camillero.
Caspar tampoco pudo evitar examinar a aquel individuo como si se tratara de un adversario en un combate de boxeo. A pesar de ello, el chico delgado parecía ser totalmente inofensivo, gracias a que no llevaba una barba de dos días y a su aspecto desgreñado recogido hacia delante con brillantina. Por lo general Caspar no se hubiera fijado en un chaval como aquél. Sin embargo, le molestaba que estuviera guiñándole el ojo a Sophia mientras coqueteaba con ella continuamente.
—Por favor, vuelva abajo para que Bachmann le muestre su habitación —dijo ella.
El joven sonrió.
—¿De verdad quiere que pasemos la noche aquí juntos, doctora?
Sophia torció los ojos sin que apenas se notara.
—No se trata de lo que uno quiere, señor Schadeck. Estamos encerrados aquí.
Caspar se alegró de que la doctora hubiera pasado por alto el deseo del camillero de que ésta se dirigiera a él por el nombre de Tom.
—Pero su jefe de operaciones enviará seguramente a alguien con una ambulancia si usted no se pone en contacto con ellos cuando tenga que hacerlo, ¿no es cierto?
—Lo dudo. —Schadeck sacudió la cabeza—. Era mi última ronda y luego tenía que llevarme la ambulancia a casa. No me esperan en la central hasta mañana.
Sophia se encogió de hombros en señal de lamento.
—Bien, en todo caso no parece muy lógico que nosotros solos combatamos una tormenta de nieve como ésta en medio de la oscuridad. Según la previsión del tiempo las condiciones meteorológicas mejorarán a partir de mañana por la mañana. Pronto limpiarán la nieve de las carreteras y echarán sal sobre ellas. Podremos usar el camino hacia abajo juntos cuando se haga de día.
«Hacia abajo», pensó Caspar, y colocó la bolsa de plástico junto a la cama.
Las palabras de Sophia sonaban como si todos se hallaran en la alta y vertiginosa cima de un escarpado acantilado a cuyos pies rompieran las olas de un gran océano oscuro.
—¿Está bromeando? ¿De verdad tengo que pasar aquí la noche? ¿Aquí? ¿En este…?
Era evidente que Tom ya no podía tragarse de nuevo la palabra manicomio cuando ya la tenía en la punta de la lengua.
—No tiene por qué tener que —le replicó Sophia—. Puede intentarlo. Estamos a menos de media hora de camino de la casa más cercana. Aun así creo que deberá recorrer el trayecto a gatas a través del bosque. A siete grados bajo cero, y la temperatura seguirá bajando.
—¿Y qué hacemos si pasa algo?
—¿A qué se refiere?
—A si Bruck se pone peor. ¿Cómo vamos entonces a buscar ayuda?
La pregunta de Schadeck era plausible; sin embargo, Caspar suponía que en realidad el camillero quería referirse a otra cosa.
—No se preocupe. Contamos con buenos equipos —contestó Sophia—. Parece ser que el cuchillo no le ha provocado daños internos. En el peor de los casos estarán dañadas las cuerdas vocales. Por ahora el profesor se está ocupando de la herida, y se medicará al doctor Bruck para evitar que se le obstruya la tráquea. Le dolerá cuando se despierte y probablemente no podrá hablar, pero, en cualquier caso, sobrevivirá.
«¿Doctor Bruck?».
—Si me permite ahora…
Sophia hizo una señal hacia la puerta con la cabeza y Tom sonrió como si le acabaran de invitar a una cita.
—Encantado. —El camillero se tocó ligeramente la frente al despedirse—. A lo mejor cojo prestado el quitanieves y así, al menos, voy a por mi radio.
—Mucha suerte —le deseó Caspar, y dejó escapar el momento sin mencionar el charco de gasolina que Linus le acababa de mostrar.
Sophia se quedó dos pasos por detrás de Tom y, al pasar delante de Caspar, le cogió la mano.
—Siento las molestias —le susurró con una sonrisa triste.
El estado de ánimo melancólico de Caspar desapareció, aunque sólo por un momento, ya que volvió de repente en cuanto Tom se volvió de nuevo al llegar a la puerta.
—¿O a lo mejor podría mudarme con usted, doctora? Es que me da miedo estar a solas en la oscuridad.
Sonrió de nuevo y levantó ambas manos como si estuviera en un atraco a un banco.
—¡De acuerdo, sólo estaba bromeando!
Caspar quería responderle algo apropiado, pero entonces se abstrajo mirando fijamente unas quemaduras que Tom tenía en la palma de la mano derecha. Eran semejantes a las que él mismo tenía en la parte superior de su cuerpo, sólo que, al contrario de la piel deformada accidentalmente en su pecho, en el caso de Schadeck éstas formaban una figura geométrica.
Caspar no estaba seguro, pero le había parecido ver que Tom llevaba una especie de esvástica mal tatuada.