El hombre masticaba chicle y llevaba unos guantes finos de piel; sin embargo, su pelo recién lavado le delataba. Tampoco servía de nada que tuviera que fumar el cigarrillo con la ventana abierta. La humareda se le había enredado en los pocos cabellos que aún le quedaban y, al sacudir nervioso la cabeza, propagó un olor ligeramente rancio a su alrededor.
—De acuerdo, está bien, no voy a denunciarte.
Estaba prohibido fumar en toda la clínica. Lo gracioso era que Linus había encendido el cigarrillo precisamente en la planta del edificio donde se encontraban las salas de deporte y wellness.
Así que no hay nada prohibido. No hay más recuerdos.
—Veeen conigo, ¡teengo ensenarte goo!
La comisura de los labios de Linus se contrajo: parecía tener miedo. Demasiado miedo para haber hecho caso omiso solamente del reglamento interno de la casa. Agitaba las manos intranquilo, como si intentara comunicarse con gestos; una idea que a Caspar le parecía mal teniendo en cuenta la limitada capacidad de comunicación de Linus.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
En lugar de contestar, Linus le cogió de la mano donde llevaba la bolsa e hizo que lo siguiera. Abrió la puerta que estaba situada enfrente, en la que, en efecto, había colgado un letrero que indicaba que era el gimnasio. En cualquier otra institución hubiera sido sencillamente la sala de fisioterapia.
Caspar aún no se había perdido en aquel lugar, así que se sorprendió un poco al ver los modernos aparatos de alta tecnología que había en aquella habitación que aparentaba ser una sala de deporte.
Su mirada fue recorriendo cintas de correr, tablas y bancos de pesas. Entonces, mientras se preguntaba qué utilidad podía tener la escalera de goma que brillaba en el rincón, Linus se llevó un dedo a los labios en señal de silencio y apagó la luz. Luego abrió una puerta de cristal que llevaba hasta una pequeña salida: de pronto entró más claridad. Sin embargo, sólo era una ilusión óptica producida por los copos de nieve que ahora se arremolinaban a sus pies y que reflejaban la luz brillante de los aparatos electrónicos de deporte.
«De acuerdo, aquí es donde te fumaste un cigarrillo», pensó Caspar, y se quedó inmóvil. Linus volvió a hacer gestos con el brazo: por lo visto quería que continuara siguiéndolo, afuera, hasta el balcón cuyo suelo de madera estaba cubierto de nieve medio derretida y gotas de lluvia heladas.
—Oye, compañero, ¿lo ves? —Caspar señaló sus pies moviendo la cabeza con desaprobación—. Yo no ando en calcetines en medio del frío.
—Teengo ensenarte goo —musitó Linus.
Esta vez se mostraba más impaciente y temeroso. Entonces dio un paso hacia atrás, hizo una seña a Caspar de nuevo con la cabeza y un segundo más tarde se esfumó en medio de la oscuridad.
—¡Vuelve! —gritó Caspar.
«Vas a pillar un resfriado». Le entró frío con sólo pensarlo antes de que pudiera pronunciarlo.
«¿Y ahora?».
No tenía tiempo que perder. Rassfeld y el resto del personal estaban distraídos en ese instante con el nuevo paciente. Era el momento ideal para abandonar la clínica sigilosamente. Por otro lado, Caspar pensó de pronto que era capaz de traducir el galimatías babilónico de Linus.
«Veeen conigo, teengo ensenarte goo: “Ven conmigo. Tengo que enseñarte algo”».
Maldita sea. Linus podría correr tras él haciendo ruido si no accedía a seguirle, y este modo de llamar la atención era lo último que necesitaba.
Se puso las botas y el abrigo. Las persianas de la ventana estaban medio bajadas y, dado que Caspar le sacaba dos cabezas a Linus, tuvo que agacharse para poder seguirlo. El viento gélido le impedía continuar, celoso de que alguien pisara su reino helado sin autorización. Caspar se agachó aún más y puso los brazos alrededor del pecho. El viento fue perdiendo fuerza gracias a la cornisa del balcón que tenía a su izquierda. Ciertamente, ésta podía protegerle del torbellino de nieve, pero no de aquellas temperaturas siberianas. Linus también se había resguardado del viento y volvía a indicarle con el dedo sobre los labios que debía guardar silencio.
—Aaaabaaajo —susurró señalando el quitanieves rojo que estaba aparcado en diagonal delante de la entrada.
La mayor parte del vehículo se hallaba bajo el porche cubierto de la recepción y solamente la sección delantera que acababa en punta sobresalía en el camino cubierto de nieve. El quitanieves todavía estaba caliente y los copos que rebotaban sobre él se fundían enseguida.
—¿Qué quieres decir?
Caspar se inclinó hacia delante pero no mucho, al verse desprotegido del viento. Una ráfaga de nieve le entró directamente a los ojos: parpadeó, inclinó la cabeza a un lado y se mostró enfadado por ser tan imprudente. En lugar de salir a hurtadillas de la clínica sin que le viera Bachmann, se había quedado en un balcón helado, en medio de la oscuridad, acompañado de un paciente psicótico.
Estaba decidido a emprender la retirada cuando, en cuestión de segundos, el viento cambió de dirección. Fue así como también cambió el sentido de la percepción de Caspar; de repente la vio.
«Una mancha». En medio de la nieve. Procedía de la rueda trasera derecha del vehículo, y desde allí se extendía en dirección a la entrada de la clínica. Bajo la débil luz que penetraba en la portería daba la sensación de que se trataba de un charco de orina, pero Caspar supo enseguida qué era.
«Gasolina».
El tubo del depósito se había soltado o alguien había hecho lo posible porque así sucediera.
«Pero ¿por qué motivo? ¿Por qué querría alguien evitar que funcionara el único transporte que era capaz de combatir aquella tormenta?».
Estaba a punto de preguntarle a Linus si sabía quién se había ocupado del vehículo, cuando el músico lo arrastró hacia la cornisa, justo a tiempo, antes de que Bachmann pudiera mirar hacia arriba, donde ellos estaban, tras aparecer repentinamente de detrás de la máquina quitanieves.