Bajó poco a poco las escaleras, contento por saber que esos días había menos personal en la clínica y que apenas se encontraría con nadie. Sin embargo, al llegar a la primera planta tuvo que reconocer que posiblemente había elegido el peor momento para cruzar el vestíbulo y salir a pasear fuera sin que nadie se diera cuenta. Caspar se inclinó sobre la barandilla de la escalera y pudo escuchar desde abajo una voz fuerte y desconocida. Al parecer era la del camillero, que, al contrario de lo que en un principio había supuesto Sophia, no parecía sufrir ninguna conmoción, teniendo en cuenta que hablaba con mucha soltura.
—Jonathan Bruck, cuarenta y siete años, un metro ochenta y cinco de altura, aproximadamente noventa kilos —soltó el hombre sin pausa alguna.
Su agradable voz de barítono sonaba tan seria como la de un presentador de noticias, si no hubiera sido por el molesto ruido de fondo que les acompañaba y que le hacía recordar a Caspar el ruido metálico de una cafetera.
—Probablemente se encuentra bajo los efectos del alcohol o de las drogas. El propietario del motel Teufelsee ha llamado a la ambulancia después de que la señora de la limpieza ha encontrado a Bruck inconsciente en su habitación —continuó el camillero.
Caspar escuchó el repiqueteo de las varillas de una cama metálica, cuyas ruedas bloqueadas parecían estar causando profundas hendiduras en la moqueta de color crema. Entonces de repente se dio cuenta del significado de aquel gorgoteo: provenía de la garganta del paciente.
—¿Y la traqueotomía? —preguntó Rassfeld como si estuviera comprobando algo.
—Automutilación. Pensé que estaba durmiendo y era mi último viaje, sólo quería llevarle al Westend lo más rápido posible. Pero entonces, justo cuando pasábamos junto a la entrada, ahí abajo, miré por el retrovisor y empecé a alucinar. Ese loco se levantó, empezó a gritar como un desequilibrado y se clavó el cuchillo en el cuello. Intenté frenar dando bandazos, llevándome por delante la cabina de teléfonos, o lo que hubiera allí. Bueno, el resto ya lo conocen.
Rassfeld y el camillero se dirigían al ascensor mientras éste le hacía un resumen de lo sucedido y se detuvieron justo debajo de las escaleras. Caspar se hallaba a tan sólo pocos metros por encima de ellos. Estaba tan cerca que era capaz de oír la respiración de Bruck, la cual sonaba como si estuviera sorbiendo con una pajita las últimas gotas que restasen en un vaso de papel.
—Le pido, por favor, que no describa al paciente como loco —dijo Rassfeld, y pareció que él mismo se había sentido ofendido.
Caspar se estremeció al ver que se movía tan cerca de él.
Entonces se dio cuenta de que sólo era un reflejo de la ventana panorámica que estaba empotrada en la pared exterior del rellano, justo algunos peldaños más abajo de donde él se encontraba. La tormenta que caía afuera se había convertido en pocos minutos en una auténtica ventisca. Los rayos de luz tenue de las lámparas de jardín situadas en el parque de la clínica se resistían sin éxito a unos copos de nieve del tamaño de una moneda, que chocaban contra aquel remolino blanco generándole a Caspar una imagen desagradable, como si se tratase de un enjambre blanco de abejas que acababa por formar una masa uniforme ante de sus ojos. En ese momento, mientras se concentraba detenidamente en el reflejo de la ventana, observó en el cristal, en sólo cuestión de segundos, la imagen inquietante de un grupo de personas. Dos hombres robustos se hallaban alrededor de una camilla en la que yacía una figura inmóvil, de cuyo cuello sobresalía una navaja suiza. Las puertas del ascensor se abrieron con un chirrido oxidado y la imagen desapareció tan rápidamente como el olor que había percibido Caspar. El olor a fuego, a algo quemado, a humo.
«¿Otra vez los indicios de un recuerdo?».
Sin darse cuenta, Caspar dio un paso atrás hacia el ascensor como si supiera que aquella caja pudiera llevarse su recuerdo hasta arriba del todo para luego hacerle saltar al vacío. Empezó a temblar y entonces gritó, en el mismo momento en que chocó de espaldas contra una figura que había estado observándole a escondidas todo aquel tiempo en medio de la oscuridad.