Linus le había cerrado la puerta del ascensor en sus narices, así que optó por bajar por las antiguas escaleras de madera que descendían como una liana alrededor de la caja del ascensor. Los desgastados escalones crujían con cada paso que daba y, como Caspar iba descalzo con sólo unos calcetines, se sentía como un adolescente que se escapa de noche a hurtadillas de casa de sus padres.
«¿Era así como lo hacía antes? ¿O era un chico aplicado que siempre llegaba puntual a casa?».
Desde hacía días, y siempre que el tiempo se lo permitía, intentaba encontrar, en el inmenso vacío de su memoria, respuestas a las preguntas más triviales. Cómo se llamaba su primer peluche; si en la escuela había sido un alumno apreciado por los demás o un incomprendido. ¿Qué clase de coche había en su garaje? ¿Cuál era su libro preferido? ¿Existía alguna canción que sólo escuchara en ciertos momentos? ¿Quién había sido su primer amor? ¿Y su peor enemigo? No tenía respuestas. Sus recuerdos eran como los muebles de una casa deshabitada cuyo propietario ha decidido ocultar bajo telas. Hasta ayer mismo había querido desprenderse de aquella sábana que le protegía de tantos interrogantes. A partir de hoy empezaba a temer que ésta pudiera esconder una terrible verdad.
«Tengo miedo. ¿Volverás pronto, papá?».
Cuando Caspar consiguió llegar a la planta baja, absorto en sus turbios pensamientos, Linus había desaparecido. En su lugar, salió a su encuentro Yasmin Schiller.
—Sí, sí, enseguida lo hago. ¿Quién va a hacerlo si no? —contestó nerviosa la joven enfermera a la advertencia de Rassfeld, quien se hallaba a pocos pasos de la oficina de los vigilantes, que pertenecía a Bachmann.
La mujer llevaba escrito en la cara su descontento tras haber sido degradada a la categoría de chica de los recados. Dos tercios de la mitad inferior de su cara quedaron cubiertos por una burbuja de chicle azul claro mientras pasaba delante de Caspar sin saludarlo.
«Sólo hago esto de manera provisional. Soy cantante, no una “psicocanguro”», le había aclarado rápidamente al segundo día de conocerla, no sin ocultar su felicidad al saber que Caspar no necesitaba ayuda para ir al lavabo. Y realmente la chica parecía estar aquí fuera de lugar, con su flequillo teñido de rojo acrílico, el anillo que llevaba en forma de alambrada y su infinito malhumor. Pero Caspar ya se figuraba por qué Rassfeld la había admitido en su elitista entorno a pesar del piercing en la lengua y su cuerpo tatuado.
Yasmin amaba su trabajo: era buena en lo suyo, pero no quería que los demás lo notasen. De camino a la recepción los pies de Caspar se perdieron en la gruesa alfombra que se extendía sobre toda el área de la recepción. La huella que dejaban los recién llegados en la moqueta era acogedora, muy diferente a la del suelo antiséptico de linóleo que suele ser propio de una clínica. Lo mismo ocurría con la oficina del vigilante; a Dirk Bachmann le encantaba la Navidad. Aunque no tenía hijos, celebraba aquella fiesta familiar con tanta obsesión como si hubiera algún premio que ganar. La oficina de la recepción, parcialmente acristalada, que se encontraba junto a la puerta principal acumulaba tantos adornos de Papá Noel, ángeles dorados, tiras de luces navideñas, figuritas de belén y casitas hechas de pan de especias, que apenas era posible distinguir el árbol de Navidad cargado de tiras de color plateado que se aguantaba entre una mesa metálica y el armario de las llaves.
—¿Profesor…? —preguntó Caspar en voz baja para no asustar al director de la clínica. A pesar de ello el médico jefe se estremeció.
—¿Otra vez usted? —La mirada de Rassfeld reflejaba algo de mala conciencia, lo que, sin embargo, no tardó en desaparecer—. Pensé que antes me había expresado con suficiente claridad. Debería acostarse.
«Al igual que usted», pensó Caspar, e intentó no mirar fijamente las oscuras ojeras del director de la clínica.
—Los otros pacientes están muy alterados —mintió Caspar.
De hecho, salvo él, solamente estaban allí como pacientes Greta y Linus. Y mientras que la anciana volvía a sintonizar a todo volumen el programa de la tarde-noche, el músico parecía haber perdido su interés por los nuevos acontecimientos. En cualquier caso, el chico no estaba allí abajo.
—¿Qué ocurre ahí afuera?
Rassfeld titubeó y seguidamente negó con la cabeza malhumorado, mientras señalaba el monitor. Al parecer esperaba deshacerse más rápido de Caspar si al menos respondía a alguna de sus preguntas.
—Una ambulancia se ha salido del camino delante de nuestra entrada, ha chocado contra una cabina telefónica y ha volcado.
Caspar echó un vistazo a la brillante pantalla: así que éstas eran las luces que destellaban a través de los árboles. La sirena de la ambulancia seguía dando vueltas en el techo.
«Si existen cámaras de videovigilancia en la entrada, también debe estar grabado cómo llegué yo hasta aquí», pensó, aunque estaba convencido de que ahora no era probablemente el mejor momento para preguntarle a Rassfeld aquello.
—¿Puedo ayudar en algo? —dijo Caspar en vez de lo que pensaba.
Aquella noche el edificio contaba con poco personal. En la clínica solamente quedaban tres pacientes, por lo que todos los médicos, a excepción de Sophia, se habían tomado la noche libre. La gran afluencia de personas depresivas que era habitual durante los días festivos no se esperaba hasta la tarde del día siguiente, en el último segundo, cuando la idea de tener que pasar la Nochebuena otra vez en soledad acaba convirtiéndose en una certeza insoportable.
—No, gracias. Hasta ahí podíamos llegar. —Rassfeld forzó una sonrisa burlona—. Podemos arreglárnoslas solos. La doctora Dorn y el señor Bachmann han ido abajo con la máquina quitanieves.
Como prueba, la pantalla de la cámara de videovigilancia mostró primero a Sophia, seguida del vigilante.
—No hay manera de bajar la pendiente con este hielo y menos aún de subirla otra vez.
Sonó un chasquido en el transmisor que estaba cargándose junto al monitor y pudo oírse la voz de Bachmann.
—Creo que sólo hay uno.
Rassfeld sacó del soporte el walkie-talkie, que parpadeaba.
—¿Está herido?
—No sabría qué decirle. —Ahora era Sophia quien hablaba—. Creo que el conductor sufre una conmoción. Está sentado junto a la cabina telefónica destrozada. Espere un momento.
Caspar había dejado de ver qué había en la pantalla debido a que la espalda de Rassfeld tapaba por completo la superficie en su totalidad.
—¡Maldita sea, aquí hay alguien más! —Se oyó el chasquido del receptor—. Estaba transportando a pacientes.
Caspar se puso de puntillas.
La ventana lateral de vidrio opalino de la furgoneta estaba hecha añicos y, si no se equivocaba, acababa de ver una mano ensangrentada que hacía señas hacia fuera.
Rassfeld dio un paso hacia atrás, aterrado.
—Traigan a los dos —les ordenó a través del receptor.
—Ya… no sé. ¿No deberíamos mejor…?
—¿Qué? —increpó a Sophia—. ¿Hacer venir un helicóptero? ¿Llamar a los bomberos? Usted sabe como yo que el coche ha destrozado la instalación telefónica.
«Y en el recinto de la clínica no funcionan los móviles».
Caspar sintió que se le secaba la boca y no pudo evitar toser repentinamente como si se hubiera atragantado con sus pensamientos. Aquella zona era uno de los últimos lugares que aparecían de color blanco en el mapa de las redes de telefonía móvil. Según Rassfeld, se trataba de un sitio ideal para ello, ya que una parte importante del tratamiento psicológico consistía en proteger a los pacientes de las influencias exteriores negativas.
El receptor parpadeó de nuevo.
—Dirk ha forzado las puertas, ahora estoy junto a los pacientes y… ¡Oh, Dios mío!
—¿Qué? ¿Qué es lo que ocurre?
Rassfeld miró fijamente el monitor intentando distinguir alguna cosa.
—Disculpe. El paciente tiene un cuchillo clavado en el cuello.
—¿Está muerto?
—No, tiene perforada la tráquea pero está consciente y respira con regularidad, sin embargo…
—¿Sin embargo qué? —preguntó Rassfeld totalmente fuera de sus casillas, e hizo una brusca señal a Caspar con la mano para que desapareciera de allí.
—No me creerá cuando le diga de quién se trata.