18:23 horas

Mr. Ed dejó caer la cabeza entre sus enormes patas, y se echó boca abajo, como si fuera una alfombrilla. Con las orejas erguidas parecía estar escuchando con atención.

—¿Su hija? ¿Cómo es que no me ha hablado de ella antes? —preguntó Sophia después de que él terminara de relatar la misteriosa alucinación que se había apoderado de él mientras estaba en la habitación de Greta.

«La pequeña niña. Su mirada estremecedora. Suplicando en silencio».

—Era la primera vez que lo sentía. Y ni yo mismo sé bien si se trata realmente de un recuerdo o sólo es una pesadilla.

«Volverás pronto, ¿verdad?».

Caspar se frotó los ojos cansados.

—¿Y parecía estar enferma? —preguntó Sophia.

«No. Mucho peor».

—¿Sería posible que estuviera sólo durmiendo? —dijo él algo esperanzado—. Sus movimientos eran impulsivos, descontrolados, como alguien que tiene un sueño intranquilo. Sin embargo…

—¿Sin embargo, qué? —insistió ella.

—Pensé que debía sujetarla para que no saliera volando como un globo hacia el techo; me pareció que pesaba tan poco… Era como si alguien se hubiera llevado de ella lo más importante, su personalidad, y sólo hubiera dejado el resto, sin alma. ¿Me comprende?

—Eso es algo que dice a menudo —manifestó Sophia.

—¿Qué?

—«¿Me comprende?». Suele utilizar esta expresión cuando conversamos. Probablemente tenga usted una profesión en la que transmita circunstancias complejas a personas que no son expertas en la materia; como, por ejemplo, el trabajo que ejercen los profesores, peritos, abogados o similares. Pero no quisiera interrumpirle. ¿Puede recordar dónde estaba exactamente la niña?

—En una cama o en una camilla. Algo por el estilo.

—¿Qué aspecto tenía la habitación?

—Era luminosa, tenía dos ventanas grandes y entraba el sol.

—¿Estaba usted solo?

—Es difícil de saber. No parecía haber la presencia de otra persona que pudiera…

«Que pudiera… ¿qué? ¿Haberla torturado, violado o envenenado?».

—Entonces, ¿solamente estaban usted y esa niña? —preguntó Sophia.

—Sí, estaba delante de mí y respiraba con dificultad, sus cabellos estaban sudorosos y los párpados le temblaban.

—¿Cree que posiblemente fuera consecuencia de un ataque epiléptico?

—Es probable.

«También podría tratarse de veneno, conmoción, tortura…».

—¿Y aun así hablaba con usted?

—No, no había una comunicación directa. Yo no podía hablar con ella, sólo sentía que estaba allí.

—¿Telepatía?

Caspar negó con la cabeza rotundamente.

—Sé adónde quiere ir a parar. Pero no se trata de ningún sueño con elementos sobrenaturales, a no ser que usted considere el amor paternal como uno de ellos. Yo le cogía la mano a mi hija y podía sentir lo que quería decirme.

«¡Tengo tanto miedo! Por favor, ayúdame…».

—Creo que alguien la tiene encerrada en alguna parte, alguien que le ha hecho algo terrible, y yo debería pedir ayuda antes de que su estado empeore.

—¿Vio usted si había rejas?

La pregunta de Sophia le desconcertó.

—¿Cómo dice?

—¿Había rejas en la ventana? Dice usted que el sol entraba a través de ella.

Caspar cerró los ojos intentando recordar de nuevo.

«¡Tengo tanto miedo! Por favor, ayúdame…».

No le parecía que aquella habitación luminosa fuera después de todo una prisión o un escondite seguro.

—Es difícil decirlo.

Se encogió de hombros.

—Bueno, quienquiera que sea esa niña… —dijo Sophia con voz baja pero decidida— no debería preocuparse demasiado por ella, Caspar.

—¿Por qué?

—Hemos enviado la foto de la pequeña a las autoridades que se ocupan de su caso y aseguran que no existen avisos de desaparición que se correspondan con su descripción.

Sophia se cogió el mechón en forma de signo de interrogación que tenía detrás de la oreja.

Caspar sonrió con tristeza.

—¿Y eso qué demuestra? Según la policía tampoco hay nadie buscándome y, sin embargo, aquí estoy. No pueden garantizar que mi hija… —titubeó y buscó las palabras adecuadas—, que esta niña no esté en peligro. Me refiero a que a ella…, le prometí que volvería. —Hizo una pausa y continuó hablando en voz baja—: Adondequiera que esté el lugar al que tenga que regresar.

—De acuerdo —Sophia le dio la vuelta al expediente que tenía en sus manos—. Entonces, deberíamos hacerlo público ahora mismo.

—¿Quiere decir en la prensa?

La mujer asintió con la cabeza.

—Sí, aun cuando Rassfeld pretenda hacer lo posible por evitarlo. Ni siquiera quería que le enseñara la foto de la niña. Sin embargo, pienso que ya iba siendo hora de que la viera.

—De acuerdo —respondió Caspar sin vacilar.

Cada vez le inspiraba menos confianza la táctica de cuentagotas y el aislamiento en la clínica que había ordenado Rassfeld. Para el profesor, Caspar era un valioso objeto de investigación porque, según pensaba Sophia, los casos de amnesia absoluta no se daban en la consulta muy a menudo. Ésta era la única razón por la que se le permitía quedarse en aquella clínica exclusiva. Rassfeld pretendía documentar su caso científicamente, lo que, según parecía, requería que el proceso de conocimiento del paciente se llevara a cabo internamente sin que pudiera ser afectado por influencias exteriores. Por este motivo el psiquiatra había evitado incluso cualquier conversación con la policía.

—Por mí pueden venir los periodistas cuando quieran —dijo Caspar, aunque sabía que enseguida se sentiría confundido cuando viera salir de repente su foto en todos los periódicos.

Los pacientes famosos que se habían retirado a la clínica Teufelsberg debido a sus problemas con las drogas o a la depresión consideraban sumamente importantes el anonimato y la tranquilidad. Un montón de cámaras en la puerta principal no era lo más apropiado para conseguir intimidad.

—Está bien, yo me encargaré de ello. Por cierto, hay una cosa más…

Sophia apartó la mirada.

—¿Qué?

—Una vez empiece el jaleo mediático ya no podré continuar a su lado. A partir de mañana Rassfeld se ocupará de usted personalmente.

Caspar reflexionó durante un momento y a continuación sonrió.

—Por supuesto, lo entiendo. Le deseo que pase una feliz Navidad, Sophia.

Ella alzó la mirada y movió la cabeza con tristeza.

—No, no se trata de las fiestas. Hoy es mi último día.

—Ya…

—Dejo la clínica.

—Vaya…

De repente Caspar se sintió como un idiota al que le costaba pronunciar una frase. En aquel momento comprendió por qué la mujer podía desobedecer sin riesgo alguno las indicaciones del director de la clínica: iba a abandonarle.

—¿Puedo preguntarle por qué…?

—No, por favor —contestó ella, antes de estrecharle la mano, lo que aún hizo empeorar más la situación.

Fue entonces cuando Caspar se dio cuenta de que Sophia era la única razón por la que él no había empaquetado sus cosas hacía tiempo para poder salir solo en busca de su identidad. Durante las escasas sesiones que había tenido con ella, Sophia se había convertido en algo así como un ancla en el profundo mar de su consciencia. Ahora ella quería cortar la cuerda.

—¿Tiene algo que ver con el profesor Rassfeld? —preguntó, a pesar de saber que aquella interpelación suponía salir de la relación terapéutica que tenían hasta ese momento y entrar en el terreno privado.

—No, no.

Ella guardó de nuevo en su cuaderno la foto de la niña y se sentó en un pequeño escritorio que se encontraba bajo la ventana de la buhardilla.

—Pues eso es todo…

Después de haber sostenido en sus manos los últimos apuntes de la terapia todo el tiempo, Sophia cerró el expediente con un suspiro silencioso y se levantó de nuevo. Caspar era capaz de sentir cómo ella, insegura, consideraba si debía darle la mano o bien abrazarle para despedirse de él. Confusa, apartó el dedo índice de su mano derecha, luego se apartó a un lado y fijó su mirada en su mesita de noche.

—Pero debe prometerme que se pondrá el colirio regularmente aunque yo ya no pueda controlarlo a partir de mañana, ¿de acuerdo?

Cogió una botellita de plástico y la agitó. Caspar llevaba lentes de contacto, y cuando le encontraron, las lentes estaban pegadas a sus pupilas como si fueran goma de mascar reseca. Este hecho, unido a su hipotermia, era una señal más de que probablemente llevaba al aire libre un largo tiempo.

—Creo que ya no las necesito —protestó él.

—Por supuesto que sí, ocurre lo mismo que con las cremas. No hay que dejar de ponérselas sólo porque ya no exista irritación.

Sophia dio unos golpecitos en el borde de la cama invitándole a que se sentara y él la obedeció. Caspar se sentó a su lado manteniendo la distancia por educación, pero ella fue acercándose más a él. Ahora era el hombre quien evitaba su mirada. Desde que había vuelto a nacer pocos días antes, no había podido acostumbrarse al hecho de que los desconocidos le miraran a los ojos.

—¿Qué piensa usted? ¿Cree que la niña de la foto es mi hija? —preguntó mientras Sophia abría la botellita del colirio—. ¿Se parece a mí?

Ella tomó aire un instante y a continuación suspiró.

—Es difícil decirlo con esa edad.

Caspar sintió cómo ella hacía lo posible por no arrebatarle su primer recuerdo ni su última esperanza.

—No sé qué pensar. Cualquiera de nosotros desearía tener una hermosa niña como ella. Pero sólo imaginar que la pequeña pueda estar ahora esperando a su padre me destroza el corazón como madre que soy.

Su mirada buscó las manos de ella.

—¿Usted, madre?

No pudo ver ninguna alianza. La única joya que lucía en su delgado cuello era aquella fina cadena con el colgante de nácar.

—Bien, digamos que solicité este puesto pensando en Marie y he fracasado completamente. —Su voz adquirió el tono triste que él había percibido una y otra vez durante sus sesiones con ella; sin embargo, nunca había sido tan palpable como ahora—. He trabajado demasiado y he dejado de lado a mi hija. Por eso también le fue más fácil quitármela.

«Así que era eso —pensó Caspar—. Ése es el motivo por el que me siento tan unido a ella. Tenemos algo en común».

—¿Quién se la quitó? —preguntó él con amabilidad.

—Mi ex marido. Ha conseguido que ya no pueda acercarme más a Marie.

—¿Cómo? —Se mordió los labios, pero ya era demasiado tarde.

Su escueta pregunta había sonado demasiado directa e insistente, lo que le recordó que no tenía ningún derecho a inmiscuirse en la vida privada de ella.

—Digamos simplemente que tiene sus métodos —respondió de manera concisa, y se frotó la mejilla con una de las mangas de su bata—. ¡Maldita sea! —carraspeó—. Estoy hablando demasiado.

—Podemos charlar sobre ello si quiere —intentó él nuevamente.

Sophia sacó la pipeta.

—No, los errores no resultan mejores por hablar sobre ellos. Hay que actuar; por eso dejo este lugar, para prepararme.

—¿Qué piensa hacer?

—Voy a luchar. Pronto tendré una cita importante en el juzgado. ¡Deséeme suerte!

—Eso haré.

Caspar le guiñó el ojo intentando animarla.

—¡Quién sabe! A lo mejor resulto ser un abogado que se encarga de casos de custodia, ¿lo coge? —Lanzó una sonrisa—. Entonces podré devolverle el favor por su tratamiento.

—Sí, quién sabe. —Sonrió tristemente—. Pero ahora tire la cabeza hacia atrás.

Él la obedeció. Mientras Sophia se inclinaba sobre él, su mechón volvió a caerle de detrás de la oreja. Caspar deseó sentir cómo lo acariciaba, al igual que ya lo hacía su discreto perfume.

«Nunca habíamos estado tan cerca como ahora», pensó cuando ella fijó su mirada en él y caía la primera gota de la pipeta.

Fue en ese momento cuando Mr. Ed presintió el peligro. El perro aulló y saltó sobre la cama en dirección a la ventana, ladrándole al cristal inclinado. Su instinto le había puesto sobre aviso antes de que lo hicieran las ondas acústicas; ahora ellos podían escucharlo también: un ruido atronador, seguido de un grito estridente, metálico. Entonces, durante un breve y terrible momento, Caspar tuvo la sensación de que en la entrada del recinto alguna cosa viva se había partido en dos.