—Y bien, ¿qué ocurre?
Sentado en un confortable sillón, Caspar inclinó ahora su cuerpo hacia delante. Al igual que la cama, la moqueta noble y las cortinas claras, el sillón también parecía pertenecer más a un señorial hotel inglés que a la habitación de una clínica psiquiátrica.
—¿Lo reconoce?
Caspar quiso que así fuera. Lo ansiaba tanto que había estado a punto de mentir y decir simplemente que sí, tan sólo para no tener que sentir la soledad el resto de su vida. Intentó con desesperación hallar un recuerdo común mientras el ojo derecho de aquella cara observaba fijamente la insólita visita; el izquierdo había desaparecido, posiblemente se lo habían extraído, según mostraba la cicatriz.
A diferencia de él, el perro parecía no tener ninguna duda al respecto. Fruto de un cruce de varias razas, de pelo abundante y muy rizado, el animal estaba tan contento de verle de nuevo que casi acababa ahogándose con sus propios jadeos.
—No lo sé —suspiró Caspar, y cogió entre sus manos la enorme pata que el can había puesto encima de sus rodillas.
Delante de él, aquel ovillo de pelo ocre meneaba la cola con tanta energía que apenas podía mantener el equilibrio sobre sus patas traseras.
—¿En absoluto?
Sophia, que se hallaba de pie justo delante de él, agarró fuertemente con ambas manos el expediente clínico y contempló a Caspar y al perro con mirada interrogativa. El botón de arriba de su blusa se le había abierto dejando ver un colgante del tamaño de una moneda que brillaba en la cadena de plata.
—De verdad que no lo sé —repitió Caspar, e hizo lo posible por no clavar los ojos en el amuleto de nácar para que su mirada no pudiera ser malinterpretada.
Suspiró otra vez: cada día tenía que enfrentarse a nuevos fragmentos de su pasado. Los médicos preferían no precipitarse a fin de evitar que sus pensamientos pudieran tomar un camino equivocado en el que podrían perderse para siempre. Él lo llamaba la «terapia del rompecabezas». Poco a poco se iba añadiendo una pieza pequeña tras otra, y cada vez se sentía más frustrado porque se veía incapaz de completar la imagen.
Primero le habían mostrado su ropa sucia. Más tarde, un billete de tren arrugado del trayecto Hamburgo-Berlín, en primera clase, de ida y vuelta para dos personas con fecha del trece de octubre del año anterior: era la única documentación que contenía su cartera vacía. Este hecho, además del hematoma que sobresalía en el lado derecho de su cabeza y que entretanto se le había inflamado, apuntaban a que había sido víctima de un robo.
—¿Dónde lo han encontrado? —preguntó.
—En la entrada de la autopista. Probablemente le debe usted la vida. A Bachmann le encanta conducir el jeep por el recinto cuando Rassfeld no está en la clínica. Si el animal no se hubiera puesto a ladrar en medio del camino, seguramente el vigilante no hubiera bajado del coche y no le hubiera visto. Al fin y al cabo estaba muy oscuro y usted se hallaba lejos de la carretera.
Sophia se agachó y acarició al perro, que no dejaba de lamer la placa de su bata.
—¿Dónde ha estado los últimos días?
Ahora eran los dos quienes acariciaban el pelo suave de aquel can. Calculó que el joven animal no debía tener más de un año.
—Con el vigilante. —Sophia sonrió—. Bachmann dice que no le importa lo que usted recuerde. Quiere que le diga que no piensa entregarle a Mr. Ed., que en su lugar, puede llevarse a casa a su esposa.
—¿Mr. Ed?
Ella se encogió de hombros.
—Había una serie de televisión en la que el protagonista era un caballo que hablaba y que se llamaba así. Bachmann piensa que el perro tiene la mirada triste como el caballo, pero que es sin duda más inteligente.
Se levantó de nuevo.
—¿No provoca Mr. Ed algún tipo de sentimiento en usted?
—Claro que sí, por supuesto, es cariñoso. Bueno, puede que me caigan bien todos los animales. No estoy seguro.
—Bien… —Sophia hojeó el expediente clínico—. ¿Y qué me dice de esto?
En cuanto le mostró la foto sintió como si le hubieran abofeteado. Sus mejillas empezaron a arder y el lado derecho de su cara se le entumeció de repente.
—¿De dónde…?
Parpadeó y, aun así, no pudo evitar que una pequeña lágrima resbalara por su nariz.
—¿La han…? Quiero decir…
Se contuvo y respiró profundamente.
—Sí —se anticipó Sophia a su pregunta—. Bachmann la ha encontrado esta mañana temprano mientras quitaba la nieve. Debió de habérsele caído de la cartera y se nos pasó por alto.
Le entregó una impresión en color ampliada.
—¿Qué me dice? ¿La reconoce?
La hoja empezó a temblar en las manos de Caspar.
—Sí —susurró él sin levantar los ojos—, desgraciadamente.
—¿Quién es ella? —preguntó Sophia.
—Yo… no estoy seguro.
Caspar acarició con la yema del dedo el lunar del pómulo de la pequeña.
—No conozco su nombre. —Alzó la cara e hizo un esfuerzo por mirar a Sophia a los ojos—. Pero creo que está esperándome en algún lugar ahí fuera.