Rassfeld y Sophia estaban tan absortos en la discusión que no notaron su presencia, pese a que él se hallaba a pocos metros detrás de ellos. Caspar incluso se tomó la gran molestia de escuchar lo que decían.
—… creo que es demasiado pronto —decía Rassfeld entre dientes con voz ronca—. Podría afectar demasiado a Caspar.
El director de la clínica se hallaba de pie acariciando la bufanda de lana que envolvía su cuello. Como de costumbre, su aspecto era contradictorio. Llevaba una bufanda gruesa, incluso en pleno verano, por miedo a pillar un resfriado, lo cual no le impedía en pleno invierno llegar al hospital con unas sandalias de piel. El profesor prestaba especial atención al cuidado de sus dedos y a que la raya del pelo siempre estuviera perfecta. Sin embargo, se olvidaba del vello del resto de la cara. Su barba crecía salvajemente al igual que lo hacían los pelos que brotaban de la nariz y las orejas. Es más, a pesar de haberse especializado en la obesidad causada por factores psicológicos, en su oficina se amontonaban cajas vacías de comida rápida entre montañas de libros y expedientes. Ciertamente el hombre no tenía la corpulencia que caracterizaba a Bachmann, pero el perímetro de su barriga bastaba para que Sophia pareciera a su lado una más de sus pacientes anoréxicas.
—¡No debe enseñárselo! —le ordenó. Con estas palabras el director hizo que la psiquiatra lo siguiera hacia el pasillo, lejos de la habitación del paciente, que acababan de abandonar—. De ninguna manera. ¿Le ha quedado claro? Se lo prohíbo.
Caspar los siguió con cautela.
—Yo no lo veo así —musitó Sophia, con menos energía. Levantó la mano con la que sujetaba el pequeño expediente de uno de sus pacientes—. Tiene derecho a verlo…
El director médico se detuvo bruscamente como si de repente tuviera la intención de darse la vuelta. Caspar se arrodilló sin pensárselo dos veces y se desató los cordones de los zapatos. Sin embargo, a continuación, Rassfeld abrió la puerta de la cocina de la cafetería y arrastró a Sophia hacia la pequeña habitación. La puerta quedó entreabierta. Caspar, que seguía arrodillado en el pasillo, podía espiarlos a través de la rendija de la puerta; Rassfeld se encontraba fuera de su campo visual.
—Está bien, lo siento, Sophia —oyó cómo le decía el profesor—. Perdone el tono con el que le he hablado, mi reacción ha estado fuera de lugar. Pero usted desconoce realmente el daño que podría causarle esta información.
—O los recuerdos.
Sophia se apoyó con las palmas de la mano en la encimera que había junto al fregadero. Como de costumbre iba sin maquillar, lo que hacía que pareciera menos una directora médica y más una estudiante de tercer curso de medicina. Caspar se sorprendió al notar lo atraído que se sentía hacia ella, tanto que incluso era capaz de seguirla a hurtadillas. No era una mujer perfecta, y cada rasgo suyo parecía ser un defecto: ojos demasiado grandes, piel excesivamente pálida, orejas algo separadas de la cabeza, incluso una nariz que seguramente era difícil de encontrar en el catálogo de un cirujano plástico. Pero, a pesar de ello, él no se cansaba de mirarla. Cada vez que asistía a su sesión con ella descubría un rasgo nuevo de la mujer que le fascinaba. En aquel instante, lo que le atraía de ella era un rizo que le caía bajo la sien en forma de signo de interrogación.
—Es usted demasiado impaciente, Sophia —oyó cómo refunfuñaba Rassfeld.
Caspar sintió un escalofrío al ver cómo la mano del director de la clínica, repleta de lunares, hacía lo posible para acercarse lentamente a Sophia.
El profesor se dirigía ahora a la mujer con un tono cómplice y seductor a la vez.
—Todo a su tiempo —dijo él en voz baja— todo a su…
Caspar reaccionó instintivamente al ver que Rassfeld acariciaba la muñeca de Sophia con su peludo dedo índice.
Se levantó de golpe, abrió la puerta de un tirón y volvió rápidamente al pasillo con cara de sorpresa disimulada.
—¿Qué…?, ¿qué está buscando aquí? —gruñó Rassfeld logrando dominarse tras un segundo de reacción.
—Quería tomarme un café —respondió Caspar, y señaló el termo plateado de café que había junto a Sophia.
—¿No sabe que le he prohibido salir de su habitación?
—Mmm, es cierto. Debo haberlo olvidado. —Caspar se echó las manos a la cabeza—. Lo siento, pero últimamente me pasa a menudo.
—Ya. Le parece divertido, ¿verdad? ¿Y qué pasa si tiene una recaída y tropieza sin darse cuenta fuera de la clínica? ¿Ha visto lo que hay ahí fuera?
Caspar siguió con la mirada el movimiento de mano de Rassfeld indicándole la ventana empañada de la cocina.
—Se acumulan montañas enormes de hasta dos metros de nieve. Bachmann no podrá salvarle una segunda vez.
Caspar, sorprendido, vio cómo Sophia se ponía de su parte.
—Es culpa mía —dijo decididamente. Cogió el expediente del paciente y salió de la cocina—. Contaba con mi consentimiento, profesor.
Caspar intentó disimular su asombro. En realidad, Sophia le había exigido todo lo contrario. Tenía que avisar siempre a las enfermeras, aun cuando sólo quisiera ir al cuarto de baño.
—Si es eso cierto… —Rassfeld sacó un pañuelo de tela de su bata y se secó el sudor de la frente con enfado— esta decisión queda de nuevo anulada.
Malhumorado, se abrió paso entre los dos.
«Esto no va a quedar así», pudo sentirse en el ambiente mientras el profesor se dirigía hacia el ascensor.
La expresión de la cara de Sophia fue relajándose a medida que el director se alejaba. Finalmente, al ver que desaparecía detrás de la esquina, respiró aliviada.
—Venga conmigo. Debemos darnos prisa —dijo después de una breve pausa.
—¿Por qué? —Caspar la siguió a través del pasillo en dirección a la habitación de él—. Yo ya he tenido hoy una sesión con usted.
—Cierto, pero tiene visita.
—¿De quién?
Sophia se volvió hacia él.
—De alguien que quizá sepa quién es usted realmente.
El corazón de Caspar se encogió hasta que su cuerpo quedó inmóvil.
—¿Quién es?
—Ya lo verá.
Su pulso se aceleró, a pesar de que sus pasos eran ahora más pausados.
—¿Lo sabe Rassfeld?
La doctora frunció el ceño y lo observó detenidamente con desconfianza. Su mirada penetrante y examinadora le hizo recordar los primeros segundos de consciencia en la Unidad de Cuidados Intensivos. Estaba despierto y miraba fijamente la imagen de un extraño, la suya, que se reflejaba en los ojos azules de Sophia. Al principio le distrajo el tono ámbar de sus pupilas, que resaltaba con profundidad como una roca en el fondo de un lago transparente.
—¿Quién es usted? —le había preguntado ella con una voz cálida que mostraba preocupación, y pese a todo profesional.
Ése fue su primer recuerdo. Desde entonces vivía únicamente en el presente.
—Creí que el profesor no deseaba que me enfrentara a la verdad con demasiada rapidez, ¿no? —preguntó.
Sophia inclinó ligeramente la cabeza hacia un lado examinándolo sin apartar la vista.
—Y yo creo que ha olvidado usted su café, Caspar —dijo ella al fin haciendo un esfuerzo por contener una sonrisa. Sin lograrlo, se dio media vuelta de nuevo y fue a abrir la puerta de la habitación de su paciente.