Recuerdos

Volverás pronto, ¿verdad?

Sí, no te preocupes. —El hombre le acariciaba los cabellos sudorosos que le habían caído sobre los ojos mientras sufría las convulsiones.

No me dejarás mucho tiempo sola, ¿no?

No.

Naturalmente, no podía escuchar sus palabras. Hacía tiempo que la pequeña era incapaz de mover siquiera la lengua, pero el hombre sentía cómo la niña le suplicaba sin palabras mientras le apretaba la mano con débiles dedos. Evitaba tener que atormentarse con la pregunta de si se trataba de una reacción consciente o tan sólo era un reflejo como el parpadeo incontrolado de su ojo derecho.

¡Tengo tanto miedo! Por favor, ayúdame.

Su cuerpo frágil pedía ayuda, y tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas. Para distraerse fijó su mirada en el lunar redondo que, como si fuera el punto de un signo de exclamación, sobresalía en el pómulo de la niña.

Voy a sacarte de aquí —le susurró—. Confía en mí.

A continuación le dio un beso en la frente y rezó para que no fuera demasiado tarde para ello.

Está bien —musitó la niña sin mover los labios.

¡Eres tan valiente, mi vida! Demasiado para tu edad.

Ya lo sé. —Sus dedos soltaron la mano de él—. Pero date prisa —gimió ella en silencio.

Claro. Te lo prometo. Te sacaré de aquí.

Tengo miedo. ¿Vas a volver pronto, papá?

Sí, aquí estoy, soy papá. Volveré enseguida y todo se arreglará, cariño. Todo volverá a ser como antes. No te preocupes, te llevaré conmigo otra vez y

—¿… o qué piensa usted? La fuerte voz de Greta hizo que Caspar interrumpiera aquellos angustiosos pensamientos con los que soñaba despierto. Parpadeó nervioso, tragó la saliva que se le había acumulado en la boca y finalmente abrió los ojos, que enseguida se le llenaron de lágrimas cuando la luz del televisor alcanzó sus pupilas. Por lo visto, Greta no se había dado cuenta de que su mente había estado en otro lugar.

—¿Cómo dice?

Un olor a quemado penetró en su nariz como si aquellos primeros fragmentos de recuerdos hubieran impactado formando una estela de humo.

«¿Qué era aquello? ¿Un recuerdo de verdad? ¿Un sueño?». Todavía conmocionado por las imágenes que habían desfilado mentalmente ante sus ojos, se puso la mano en el pecho sin ser consciente. Se tocó la parte de su cuerpo donde, bajo la camiseta, se dibujaban las quemaduras recién cicatrizadas. Se fijó en ellas la primera vez que se había duchado en la clínica, y su origen era tan desconocido como inexplicable era su pasado.

—Interesante —dijo Greta con excitación—. ¿Qué debe poner?

Bajó la voz y el olor en su nariz se hizo menos patente.

—¿Dónde?

—Pues en la nota que han encontrado junto a las víctimas del Destructor de almas. ¿Qué puede significar?

—Ni idea —contestó él, ausente. Tenía que salir de allí, recomponerse, pensar qué significado tenía todo aquello y hablar con su médico.

«¿Tengo una hija? ¿Está esperándome en algún sitio? ¿Desamparada?».

—Será mejor que apague el televisor porque cuando dan una noticia como ésta ya no puede dormir. —Hizo un esfuerzo por no mostrar su desconcierto y se dirigió lentamente hasta la puerta.

—¡Qué más da! Dudo que el Destructor de almas venga a por mí. —Greta sonrió acalorada y dejó en la mesita de noche las gafas con patillas roídas que usaba para leer—. Incluso sin la montura yo no sería su tipo, ¿no? Ya lo ha oído: todas sus víctimas tienen entre veinte y cuarenta años, son delgadas, rubias y solteras. Tal como yo era hace cincuenta años. —Se rió—. Pero no se preocupe, querido. Esta noche, cuando vaya a quedarme dormida pondré un documental sobre unos tiernos animalitos: dan El silencio de los corderos

—No es ningún documental sobre… —añadió Caspar para aclarárselo. Pero al mirar a la mujer se dio cuenta de que ésta le estaba tomando el pelo.

—Me ha pillado —dijo él, y no tuvo más remedio que sonreír a pesar de lo confuso que se sentía—. Así pues, estamos empatados.

Se dirigió a la puerta.

—¿Empatados? ¿Por qué lo dice? —gritó Greta, desconcertada.

—Bueno, usted me ha tomado el pelo pero a cambio he resuelto su acertijo.

—No es verdad, no lo ha hecho.

—Claro que sí; el cirujano es una mujer —sonrió Caspar—. El cirujano del hospital es la madre del chico. Por eso no puede operar a su hijo.

—¡No me lo puedo creer!

Greta rió entre dientes y volvió a aplaudir como una colegiala.

—¿Cómo lo ha sabido?

«No tengo ni idea», pensó Caspar, y se despidió con una risa dudosa.

«De verdad que no tengo ni idea, en absoluto».

Su sonrisa se desvaneció inmediatamente cuando cerró la puerta tras de sí y salió al pasillo. Pensó durante un momento si lograría volver a tiempo a la habitación antes de que lo descubrieran allí afuera. Sin embargo, pronto oyó que alguien lo llamaba y él decidió seguir disimuladamente a los dos médicos que, con mirada furiosa, acababan de salir de su habitación.