Pág. 6 y ss. del Expediente Clínico n.º 131071/VL
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sólo bajo supervisión médica
—Imagínese la siguiente situación…
Caspar escuchó la voz de la vieja señora ante la que estaba arrodillado. Tenía un tono simplemente ronco que se oía como si estuviera detrás de una puerta cerrada.
—Un padre conduce de noche con su hijo por una carretera nevada a través de un bosque oscuro. El padre pierde el control del coche, choca contra un árbol y fallece en el acto. El joven sobrevive al accidente, pero está gravemente herido, por lo que le llevan al hospital y, una vez allí, ingresa en Traumatología.
El cirujano llega, se queda inmóvil al verlo y dice aterrorizado:
—Dios mío, no puedo operar a este chico. ¡Es mi hijo!
La señora mayor de la cama hizo una breve pausa y, a continuación, preguntó con voz triunfante:
—¿Cómo puede ser posible esto si el joven solamente tiene un padre?
—No tengo ni idea.
Caspar cerró los ojos confiando plenamente en el sentido del tacto para intentar reparar la ventana, por lo que sólo podía imaginar la sonrisa pícara de la mujer a sus espaldas.
—¡No me diga! Este acertijo no puede ser tan difícil para un hombre inteligente como usted.
El joven sacó la mano de detrás de los sólidos tubos y se volvió hacia Greta Kaminsky moviendo la cabeza en señal de desaprobación.
Tenía setenta y nueve años y era la viuda de un banquero. Había llamado a su puerta cinco minutos antes para pedirle si podía echarle un vistazo a su «caja charlatana». Así era como llamaba al televisor de grandes dimensiones con un soporte de tipo pedestal, demasiado grande para una habitación pequeña como la suya, en el ático de la clínica Teufelsberg. Naturalmente él le había accedido a hacerle el favor, si bien el profesor Rassfeld se lo había prohibido severamente. El director de la clínica no quería que Caspar abandonara su habitación sin supervisión.
—Me temo que los acertijos no son mi fuerte, Greta.
Respiró algo del polvo que se había acumulado detrás del televisor y no pudo evitar toser.
—Además, no soy una mujer. No puedo hacer dos cosas al mismo tiempo.
De nuevo dejó caer su cabeza a un lado del televisor y, a ciegas, intentó encontrar por detrás el minúsculo enchufe del cable de la antena. El pesado aparato no se apartó ni un sólo milímetro de la pared.
—¡Tonterías!
Greta golpeó dos veces en el colchón con la palma de la mano.
—¡No se ponga así, Caspar!
«Caspar».
Los enfermeros le habían puesto ese nombre.
De alguna manera tenían que llamarle mientras no supieran cuál era su verdadero nombre.
—¡Inténtelo de nuevo! A lo mejor resulta que es usted el rey de los acertijos. Quién sabe, ¡no recuerda nada!
—No es cierto —se lamentó, y metió aún más su mano en la hendidura que quedaba entre el televisor y el rugoso papel pintado de la pared—. Sé cómo hacer el nudo de una corbata, leer un libro o ir en bicicleta. Sólo son mis vivencias las que han desaparecido.
—El conocimiento que tiene usted de los hechos está en gran parte intacto —le había explicado la doctora Sophia Dorn, su psiquiatra, al inicio de su primera visita—. Sin embargo, todo lo que usted define como emocional, es decir, lo que forma parte de su personalidad, lamentablemente ha desaparecido.
Amnesia retrógrada. Pérdida de memoria.
No podía recordar su nombre ni el de su familia, ni tampoco su profesión. Ni siquiera sabía cómo había llegado realmente a aquella clínica privada de lujo. El antiguo edificio de la clínica Teufelsberg estaba situado a las afueras de la ciudad, en la montaña más alta de Berlín, que lleva su mismo nombre. Se había construido artificialmente a partir de las ruinas de las casas destruidas por las bombas durante la segunda guerra mundial. En la actualidad, la montaña Teufelsberg era un vertedero ajardinado, en cuya cima el ejército estadounidense había instalado sus dispositivos de escucha en los años de la guerra fría. Aquel hospital señorial de cuatro plantas en el que se encontraba Caspar había servido como casino para los oficiales de los servicios secretos hasta que, tras la caída del Muro de Berlín, el renombrado psiquiatra y neurorradiólogo Samuel Rassfeld lo adquirió en una subasta. El médico lo reformó con todo tipo de lujos transformándolo en uno de los hospitales más importantes dedicado a los trastornos psicosomáticos. Ahora, la clínica se alzaba en lo alto como un castillo protegido con puentes levadizos al pie del bosque de Grünewald, y solamente se podía llegar a ella a través de una estrecha carretera de acceso privado, en la que apenas diez días antes habían encontrado a Caspar, inconsciente, cubierto por una fina capa de nieve y con señales de congelación.
Aquella noche, Dirk Bachmann, el vigilante de la clínica, había llevado en coche a Rassfeld al hospital Westend, donde éste tenía una cita. Si solamente hubieran vuelto una hora más tarde habrían encontrado el cuerpo de Caspar congelado al borde del camino. En ocasiones se preguntaba si, de ser así, hubiera cambiado alguna cosa.
«¿Qué es una vida sin identidad comparada con la muerte?».
—No debe atormentarse de este modo —le recordó Greta con un ligero tono de reproche, como si hubiera leído sus lúgubres pensamientos.
Parecía que hablaba con una doctora, y no con una compañera de hospital que se encontraba allí a causa de una psicosis de ansiedad que se le manifestaba cuando se encontraba mucho tiempo sola.
—El recuerdo es como una mujer bonita —le contó ella, mientras Caspar seguía buscando el maldito enchufe del cable de la antena.
—Cuanto más insista usted, más pronto huirá ella, aburrida. Tan pronto se dedique a pensar en otras cosas, la belleza volverá con usted por su propio pie, recelosa.
Se rió para sus adentros con tono agudo.
—Como nuestra preciosa terapeuta, que cuida de usted con tanto cariño.
—¿A qué se refiere ahora? —preguntó Caspar, sorprendido.
—Bueno, es algo que puede ver hasta una anciana. Creo que usted y Sophia hacen buena pareja, Caspaarrr.
«Caspaarrr».
Cuando Greta pronunciaba su nombre con aquella «a» alargada y la «r» vibrante, la mujer le recordaba a una diva del cine de posguerra. Desde que su marido falleciera en un campo de golf a causa de una embolia, la mujer siempre pasaba la Navidad en aquella clínica privada. Allí no se encontraba sola si volvía a padecer un brote de depresión durante las fiestas. Por ese motivo se formaba un caos considerable cuando su televisor dejaba de funcionar. Tenía encendida la «caja charlatana» todo el día para no sentirse demasiado sola.
—¿Sabe? Si yo fuera más joven también quedaría con usted algún día para tomar un té al ritmo de la música —soltó con una risa entre dientes.
—Muchísimas gracias —rió él.
—Se lo digo en serio. Cuando mi esposo tenía su edad, calculo que unos cuarenta años, sus cabellos oscuros también le caían sobre la frente con cierta coquetería. Además, sus manos eran tan simétricas como las suyas, Caspar, y… —Greta volvió a reírse entre dientes— ¡y le apasionaban los acertijos como a mí!
Palmeó dos veces como una profesora que le dijera a sus alumnos que se ha terminado la pausa del recreo.
—Así que vamos a intentarlo de nuevo…
Caspar suspiró con fuerza con cara divertida mientras Greta repetía su acertijo.
—Un padre y un hijo tienen un accidente de coche. El padre fallece, el hijo sobrevive al accidente.
A pesar de que la ventana estaba medio abierta, Caspar empezó a notar cómo le caía el sudor.
La mañana había estado sumida en un cúmulo de aguanieve y, al llegar la tarde, las temperaturas habían bajado de los cero grados. Fuera, en medio del bosque de Grünewald, habría probablemente hasta dos grados menos, en comparación con el centro de la ciudad. Pero a él parecía no afectarle en este momento.
«¡Ah! —Pasó la mano con su dedo índice por una anilla de metal que había en la carcasa de plástico—. Ahora sólo tengo que enchufar aquí el cable y…».
—El hijo queda gravemente herido y se lo llevan a urgencias. Sin embargo, el cirujano no quiere operarle porque el joven es su hijo.
Caspar se deslizó de detrás de la robusta pantalla, se levantó y cogió el mando a distancia.
—¿Cómo va eso? —dijo Greta con picardía.
—Ahora lo veremos —contestó Caspar, y encendió el televisor.
Al principio parpadeó levemente; entonces, la potente voz de un presentador de telediario inundó la habitación. Cuando al fin apareció la imagen correcta, Greta empezó a aplaudir como un niño con zapatos nuevos.
—Ya funciona. ¡Fantástico! ¡Es usted una maravilla!
«No sé qué soy», pensó Caspar sacudiéndose el polvo de los vaqueros.
—Será mejor que vuelva a mi habitación antes de que la enfermera se enfade de verdad… —quiso añadir él, pero Greta levantó la mano pidiéndole que se callara.
«… De nuevo tenemos noticias estremecedoras en relación con el supuesto Destructor de almas, que tiene atemorizadas a las mujeres desde hace ya varias semanas…».
Greta subió el volumen de las noticias con el mando a distancia.