—Señoras y señores, ¿qué les ha parecido esta presentación? Una mujer despierta de una pesadilla y de pronto se encuentra inmersa en otra. Interesante, ¿no es cierto?
El profesor se puso de pie junto a la gran pizarra de roble y observó las caras confundidas de sus estudiantes.
Se acababa de dar cuenta de que aquella mañana su público se había esforzado más que él eligiendo la ropa. Como de costumbre había cogido al azar del armario uno de sus trajes arrugados. Cuando lo compró, el dependiente le había convencido de que debía quedarse con aquel traje extremadamente caro porque, según había argumentado, las rayas oscuras conjuntaban con el color negro de su cabello, que en aquel entonces llevaba algo más largo, con un ridículo estilo de rebeldía postadolescente.
Si ahora, años después, quería comprar algo que hiciera juego con su peinado, tendría que ser un traje de color gris ceniza con espacios claros y un agujero en la espalda como si fuera la coronilla de un monje.
—¿Qué dice usted?
Sintió un fuerte tirón en su menisco, que hizo que diera un paso hacia un lado torpemente. Solamente se habían inscrito seis voluntarios: cuatro mujeres y dos hombres. No era de extrañar; en pruebas como aquélla las mujeres siempre eran mayoría, ya fuera porque eran más valientes o bien porque necesitaban dinero con urgencia. En el anuncio del tablón se prometía una recompensa a todos los que quisieran participar en aquel experimento psicológico.
—Disculpe, ¿lo he entendido bien?
«Fila izquierda, segundo asiento». El profesor miró la lista para localizar el nombre del objeto de ensayo que había pedido la palabra: «Florian Wessel, tercer trimestre».
El estudiante no había dejado de subrayar el texto con un lápiz perfectamente afilado mientras leía la introducción. Una pequeña cicatriz bajo el ojo derecho en forma de media luna revelaba que era miembro de alguna fraternidad de estudiantes. El chico dejó el lápiz entre las páginas del dossier y lo cerró de golpe.
—¿Se supone que esto es el protocolo de un tratamiento médico?
—En efecto.
Con una sonrisa amable, el profesor le dio a entender al joven que comprendía que estuviera sorprendido. Formaba parte, por así decirlo, del experimento.
—¿Soplete, torturador, policía…? Con su permiso, pero esto parece más bien el comienzo de una novela de suspense que el expediente clínico de un paciente.
«¿Con su permiso?». Hacía tiempo que no escuchaba una frase tan obsoleta como aquélla. El profesor se preguntó si aquel estudiante que iba peinado con la raya en medio siempre hablaba así o bien era el ambiente melancólico que desprendía aquel lugar inusual el que hacía que se expresara de aquella manera. Era consciente de que algunos de los participantes habían huido rápidamente al conocer la terrible historia que encerraba el edificio en el que se encontraban. No les venía de doscientos euros.
Sin embargo, el hecho de que el experimento pudiera realizarse allí y no en otro lugar tenía su encanto. No existía un sitio mejor para hacer la prueba, a pesar del olor a humedad y de que el frío fuera tan insoportable que en el último momento hubieran considerado la posibilidad de limpiar la basura que había acumulada en la chimenea para poder encenderla. Al fin y al cabo era un 23 de diciembre y las temperaturas estaban bajo cero. Además, habían alquilado dos radiadores de aceite, aunque no bastaban para calentar aquella habitación con techos altos.
—¿Dice usted que parece una novela de suspense? —repitió el profesor—. Bien, no va mal encaminado.
Juntó una palma de la mano contra la otra como si rezara, sintiendo el olor que desprendían las yemas arrugadas de sus dedos. Las suyas le recordaban a las manos toscas de su abuelo. No obstante, a diferencia de él, el anciano había tenido que trabajar toda su vida al aire libre.
—El médico en cuyo consultorio se halló el documento que tienen ahora en sus manos era psiquiatra y compañero mío de trabajo: Viktor Larenz. Su nombre ya les debe sonar a estas alturas de curso.
—¿Larenz?, ¿no falleció? —quiso saber un estudiante que acababa de apuntarse al experimento el día antes.
El profesor consultó otra vez la lista e identificó al chico del pelo teñido de negro como Patrick Hayden. Aquel joven y su novia Lydia se habían sentado muy juntos: el espacio que quedaba entre ambos cuerpos era tan minúsculo que apenas habría cabido un trozo de hilo dental. Esta decisión era sobre todo idea de Patrick. En cuanto Lydia intentaba separarse un milímetro de su novio, el chico le pasaba el brazo por encima de los hombros con más fuerza y de nuevo la empujaba hacia él posesivamente. Llevaba puesta una sudadera de deporte con la inteligente frase «Jesús te ama»; justo debajo de ella podía leerse a duras penas: «Los demás piensan que eres un cabrón». Patrick la llevaba puesta aquella vez que había ido a verle para quejarse de la mala nota de un examen.
—Viktor Larenz no viene al caso. —E hizo un gesto negativo con la mano—. Su historia no es importante para el experimento de esta noche.
—¿Y de qué se trata entonces? —quiso saber Patrick.
El joven juntó con fuerza las piernas bajo la mesa. Los cordones de sus botas de piel estaban desatados de manera que los vaqueros, que habían sido desgarrados no sin cierta profesionalidad, cayeran a conciencia por encima de la lengüeta doblada. De no ser así nadie podría ver el nombre de la marca de diseño en el tobillo.
El profesor no pudo evitar sonreír: zapatos sin atar, pantalones rotos, sudaderas malhabladas. Alguien de la industria de la moda se había propuesto ganar dinero con lo que resultaba una pesadilla para sus conservadores padres.
—Bien, deben saber que…
Volvió a sentarse en su sitio, junto a la pizarra, y abrió una cartera de piel tan desgastada que parecía que un gato la había utilizado para afilarse las uñas en ella.
—Esto que acaban de leer ocurrió realmente. Los expedientes que les he repartido son solamente unas copias sencillas del auténtico informe.
El profesor sacó un viejo libro de bolsillo.
—Éste es el original.
Puso el delgado volumen encima de su mesa.
En la cubierta verdosa del libro podía leerse en letras rojas El Destructor de almas. Sobre éstas, llamaba la atención la imagen borrosa de un hombre que parecía refugiarse en un oscuro edificio en medio de una tormenta de nieve y niebla.
—No se dejen engañar por la portada. A primera vista da la impresión de que se trata de una novela convencional; sin embargo, esconde mucho más.
Como si de un abanico se tratase, fue hojeando con los dedos desde la última hasta la primera de las cerca de trescientas páginas del libro.
—Muchos creen que este relato fue escrito por alguno de sus pacientes. Larenz trataba a diversos artistas, entre ellos también a escritores. —El profesor parpadeó y añadió en voz baja—: Pero existe una segunda teoría.
Todos los estudiantes le observaron con atención.
—Una minoría piensa que fue el mismo Viktor Larenz quien lo escribió.
—Pero ¿por qué motivo?
Esta vez era Lydia la que había pedido la palabra. La chica de cabellos de color rubio oscuro y jersey de cuello alto gris casi negro era su mejor estudiante. No podía explicarse la atracción que ejercía sobre ella aquel mal estudiante sin afeitar, y aún entendía mucho menos que a la chica le hubieran denegado una beca a pesar de realizar un bachillerato brillante.
—¿Ese tal Larenz transformó sus escritos en una novela de suspense? ¿Por qué tendría que hacer ese tremendo esfuerzo?
—Eso es lo que habrá que averiguar esta noche. Ése es el objetivo del experimento.
El profesor apuntó algo en el bloc de notas que tenía junto a la lista de los participantes y se dirigió al grupo de jóvenes que estaban sentadas a su derecha y que todavía no habían dicho nada.
—Señoras, si tienen alguna duda lo entenderé.
Una chica con el cabello pelirrojo levantó la cabeza mientras el resto de ellas continuaban mirando el expediente que tenían ante sí.
—Todos los presentes en esta sala pueden meditarlo de nuevo, faltaría más. El experimento de verdad no ha comenzado todavía. Ahora pueden olvidarse de ello e irse a casa: todavía están a tiempo.
Las jóvenes asintieron con indecisión.
Florian se inclinó hacia delante y, nervioso, empezó a pasar el dedo índice por la raya de sus cabellos.
—¿Y qué pasa entonces con los doscientos euros?
—Solamente se les entregará a los que participen activamente, así como a aquellos que cumplan con el procedimiento obligatorio tal y como se describía en el anuncio. Deben leer el expediente al completo y sólo se les permite hacer pausas breves durante la lectura.
—¿Y después? ¿Qué pasará cuando lo terminemos?
—Eso también forma parte del experimento.
El psiquiatra se inclinó de nuevo y apareció seguidamente con una pequeña pila de formularios con el escudo de armas de la universidad privada.
—Les pido a aquellos de ustedes que deseen quedarse, por favor, que firmen aquí.
Repartió los acuerdos de conformidad mediante los cuales los sujetos del ensayo absolvían a la universidad de cualquier responsabilidad debido a posibles daños psicosomáticos que pudieran surgir, relacionados con la participación voluntaria en el experimento.
Florian Wessel cogió la hoja, la sostuvo en dirección a la luz y sacudió la cabeza enérgicamente al ver la marca de agua de la facultad de medicina.
—Me parece demasiado complicado.
Apartó otra vez el lápiz del expediente, agarró su mochila y se levantó.
—Creo que ya sé de qué trata todo esto. Y si es lo que yo supongo, me da bastante miedo.
—Su sinceridad le honra.
El profesor recogió el impreso de Florian y su expediente. Luego observó a las tres estudiantes que estaban sentadas en el otro lado y vio que cuchicheaban entre sí.
—Es verdad que no sabemos de qué se trata, pero Florian se va y es mejor que nosotras también nos quedemos fuera.
Una vez más, la pelirroja siguió siendo la única de las tres que se comunicaba con él.
—Como ustedes quieran. No hay ningún problema.
Recogió la carpeta de plástico nuevamente mientras las jóvenes cogían los abrigos del respaldo de sus sillas. Florian esperaba en la puerta con la capucha de la chaqueta y los guantes puestos.
—¿Y qué pasa con ustedes?
Se dirigió a Lydia y Patrick, que seguían hojeando vacilantes el expediente.
Finalmente ambos se encogieron de hombros.
—¡Qué más da! ¡Mientras no me saquen sangre! —dijo Patrick.
—¡Sí, qué más da!
Lydia consiguió por fin apartarse un poco de su novio.
—Usted se quedará todo este tiempo con nosotros, ¿no es así?
—Sí.
—¿Y solamente tenemos que leer? ¿Y ya está?
—Eso es.
La puerta se cerró. Los chicos que habían decidido no participar en el experimento habían salido sin despedirse.
—Entonces me apunto. El dinero me puede ir bien.
Lydia le regaló al profesor una mirada de complicidad esperando a cambio un voto de silencio por su parte.
«Lo sé —reflexionó el profesor pensativo, y asintió con la cabeza a la joven—. Ha ido de muy poco. No hay que llamar mucho la atención».
«Es evidente que necesitas el dinero».
Todo había sucedido una calurosa semana de abril. Una ola de autocompasión se había apoderado de él un día, la misma que le había arrastrado a conocer la faceta más privada de la chica.
El único amigo que tenía le había aconsejado que debía cambiar su «esquema de siempre» si realmente quería dejar atrás el pasado. Tenía que hacer algo que todavía no hubiera hecho en toda su vida. Habían entrado en aquel bar después de tomar tres copas en otro sitio. No había nada de emocionante en aquello. Era un espectáculo inocente y aburrido, y salvo por el hecho de que las chicas bailaban sin la parte de arriba, sus movimientos no eran mucho más irresistibles que los de la mayoría de las adolescentes de una discoteca. Además, por lo que podía ver, tampoco existía allí una habitación trasera.
No obstante, justo cuando le estaba invadiendo la sensación de sentirse un hombre viejo y poco sociable, de repente Lydia apareció ante él con la carta de cócteles. Sin jersey de cuello alto y sin diadema, sólo con una falda de colegiala. Nada más.
Pidió y pagó un cóctel, pero no se lo bebió. Dejó a su amigo en el bar y se alegró de ver a la chica otra vez en la clase, sentada en primera fila. No habían cruzado una palabra; además, estaba seguro de que Patrick desconocía en qué trabajaba su novia fuera de clase. Aunque el chico tenía aspecto de ser de aquellos que conocen al barman por su nombre en bares de esa clase, no le parecía que fuera a ser muy tolerante si se trataba de sus propios intereses.
Lydia suspiró en voz baja y firmó el apartado que hablaba de la limitación de responsabilidad.
—¿Qué es lo que puede ocurrir?
El profesor carraspeó pero no dijo nada.
En vez de eso observó con mirada examinadora ambas firmas y echó un vistazo a su reloj.
—Bien, ya estamos listos.
Sonrió, a pesar de que no estaba para bromas.
—Empieza el experimento. Por favor, abran el expediente clínico por la página seis.