20

La semana pasó volando. Me depilé las cejas, hice la maleta y compré postales para mandar a Joanna. Temía no poder comprarlas allí. Lavé mi cepillo del pelo, lo dejé en el alféizar para que se secase y cogí dos vestidos de Baba. En una carta le dije que estaba con gripe, pero no comenté nada de los vestidos ni de mi viaje. No me fiaba de ella.

El jueves por la mañana recibí una carta de Hickey reenviada desde la dirección de los Brennan. Me contaba que llegaría a Dublín en el correo del martes siguiente, y me preguntaba si podíamos vernos. No mencionaba si se había casado o no, lo cual avivó mi curiosidad. Por lo demás, su ortografía había mejorado mucho. Como es lógico, tuve que mandarle un telegrama para explicarle que no podría ser. Me di cuenta de que estaba comportándome como una idiota desleal, no sólo con Hickey, que había sido mi mej or amigo, sino también con Jack Holland, con Martha y con el señor Brennan. Con toda la gente que formaba parte de mi vida. El señor Gentleman no era más que una sombra; una sombra que, sin embargo, era lo único que yo ansiaba. Expedí el telegrama, me obligué a olvidarme de Hickey y me concentré en las vacaciones en Viena.

Me veía en la cama con una impresionante bandeja de desayuno apoyada en el regazo. Veía la bandeja, las tazas y un plato de cerámica calentito. Levantaba la campana y descubría unas tostadas doraditas impregnadas de mantequilla. En ocasiones, en mi fantasía, él dormía y yo lo despertaba haciéndole cosquillas en la frente; otras veces, en cambio, él ya estaba despierto y bebía un vaso de zumo de naranja. Tenía la impresión de que el sábado no llegaría nunca.

Pero llegó, y con lluvia. El agua alteró mis planes. Pensaba ponerme un sombrero de plumas blancas, pero no podía dejar que se mojase bajo ningún concepto. Era un tocado precioso que me ceñía la cabeza a la perfección, y las plumas llegaban hasta las orejas dibujando una curva suave que confería a mi rostro un aire tierno y plumoso.

Cuando me disponía a irme de la tienda, a las cuatro, el señor Burns me dio el salario de la semana y una libra de más para el viaje al pueblo. Les había puesto como excusa que una tía mía se estaba muriendo.

—Por Dios bendito, con esta lluvia no puedes salir —me dijo.

—Como no salga ya, perderé el tren.

Y él fue a la antesala y me dio un paraguas viejo. Una bendición. ¡Podría llevar mi sombrero! Poco me faltó para darle un beso, y creo que él lo esperaba, porque se atusó los pelillos castaños del bigote.

—Adiós, señorita —me dijo Willie mientras me sujetaba la puerta.

Afuera diluviaba. La lluvia me azotaba las piernas y se me empaparon las medias. Joanna tenía preparado el té, y me prestó un manual de conversación en inglés y alemán.

—Cuidado no pierdas —me advirtió. Me lo guardé en el bolso—. No te cobro mientras estás en Viena —añadió, sonriente.

Todo estaba saliendo a pedir de boca. El nuevo inquilino llegaría esa misma noche, y Joanna estaba muy contenta.

—¡Mein Gott, qué guapa estás! —exclamó al verme bajar con el abrigo negro y el sombrerito de plumas blancas.

Me había maquillado con polvos compactos y en los párpados me puse máscara verde. Los largos mechones de pelo cobrizo me caían sobre los hombros, y aunque era alta y tenía el busto bien desarrollado, seguía teniendo el aspecto de una niña pequeña. Nadie habría sospechado que estaba a punto de marcharme con un hombre.

Había metido los guantes en la maleta para que no se me mojaran. Eran unos guantes blancos de piel de cabritilla que habían sido de mamá. En las muñecas se veían unas manchas de óxido alrededor de los botones, pero por lo demás eran preciosos.

Cuando salí aún llovía. Me costaba mucho trabajo avanzar con la maleta, el paraguas y el bolso. Un mensajero me salpicó las medias al pasar con la motocicleta, y le lancé un par de improperios. El autobús vino enseguida, y llegué al lugar de la cita con veinte minutos de antelación.

Habíamos quedado en la entrada de un salón recreativo que había junto al río. A él le convenía recogerme allí porque le pillaba de paso al salir del despacho; pero ninguno de los dos tuvo en cuenta la lluvia cuando acordamos el punto de encuentro.

Me instalé bajo la marquesina de la tienda de chucherías y dejé la maleta en el suelo. Como tenía las manos mojadas, me las sequé en el forro del abrigo. En el fondo del establecimiento había unas máquinas tragaperras y una sala donde unos chicos jugaban al billar. Todos vestían de una forma parecida —jerséis coloridos y pantalones ajustados de cuadros escoceses—, y a todos les hacía falta un corte de pelo.

La lluvia había amainado. Ahora ya apenas chispeaba. Miré el reloj, su relojito de oro color polilla. Diez minutos de retraso. Al otro lado del Liffey, las campanas de la iglesia dieron las siete. Me fijaba en todos los coches que aparecían por el muelle.

A las siete y media empecé a preocuparme, porque su vuelo era a las ocho y media y el mío saldría poco antes de las nueve. Me senté en lo alto de la maleta y me esforcé por parecer enfrascada en mis pensamientos cada vez que algún melenudo entraba o salía. Hacían comentarios sobre mí. Me puse a contar los adoquines de la acera. Y pensaba: llegará ahora mismo, mientras yo cuento, y no veré el coche aproximarse y él tendrá que tocar el claxon. Conocía el sonido del claxon. Conté tres veces los adoquines, pero él seguía sin aparecer. Eran ya casi las ocho, y las palomas y las gaviotas caminaban por el muro de piedra caliza que bordeaba el río Liffey.

—¿Esperas a alguien? —me preguntó desde dentro la tendera. Era una señora gorda con el pelo teñido de rubio.

—Estoy esperando a mi padre —mentí—. Tenemos que ir a un sitio.

—Entra y siéntate —dijo.

Acepté la invitación y me arrellané en una silla de mimbre que crujió cuando me senté. Compré una botella de naranjada, por ocuparme en algo, y me bebí el refresco con una pajita. Cada pocos minutos salía a mirar. A la sazón estaba ansiosa, y pensaba contarle lo nerviosa que me había puesto por su culpa, y el miedo que había pasado. Crucé la calzada para echar un vistazo a una gabarra de Guinness que remontaba el cauce. El río llevaba unas aguas marrones y sucias, y la parte más alta del muro estaba toda salpicada de los excrementos de los pájaros. Vi asomar su pequeño coche negro, que se acercaba zumbando, y fui al borde de la acera para hacerle señas. Pero el coche pasó de largo. Era idéntico al suyo, salvo por la matrícula. Volví a la tienda a terminarme la naranjada.

—Ten cuidado, que te van a arrollar —me dijo la señora rubia. Se llamaba Dolly. Los chicos que jugaban al billar se dirigían a ella por su nombre y la trataban con mucha confianza.

Todo mi cuerpo desprendía impaciencia. No era capaz de estarme quieta. Mi cuerpo se rebelaba ante la espera. Se encendieron las farolas; las bombillas húmedas irradiaron una luz amarillenta y velada, y la calle adoptó ese aspecto de misterio nocturno que tanto me ha gustado siempre. Las gotas de lluvia caían de las barras de hierro que sostenían el toldo gris; quedaban suspendidas un momento y luego se precipitaban en los sombreros de quien pasara por allí. Creo que fue entonces cuando reconocí por primera vez que no iba a venir, aunque sólo permití que ese pensamiento aflorase una décima de segundo. Compré una revista femenina y busqué mi horóscopo. La revista era de la semana anterior, así que de poca ayuda fue el horóscopo.

—Lo siento, cielo, pero tenemos que cerrar —me dijo Dolly—. ¿Quieres entrar a sentarte un ratito en la cocina?

Le di las gracias, pero rehusé: podría ser que llegase sin que me diera cuenta. Dolly sacó el dinero de la caja, lo contó y lo metió en una talega negra.

—Buenas noches, cielo —me dijo al cerrar la puerta.

Me senté en el soportal. Los viandantes pasaban con la cabeza gacha. Gente gris, triste, indiferenciada, que no se dirigía a ninguna parte. Pasaron dos marineros que me guiñaron el ojo. No dejaban de darse la vuelta, pero cuando vieron que yo no les hacía ningún caso siguieron su camino.

Llovía de manera intermitente.

A esas alturas ya sabía que no iba a aparecer. Y, sin embargo, no me moví. Al cabo de una hora o dos me levanté, cogí mis cosas y me dirigí, desalentada, a la parada de autobús de O’Connell Street.

Joanna salió disparada a mi encuentro nada más oír el chirrido de la cancela. Alzó los brazos al cielo, y su cara grasienta y rechoncha estaba radiante: había llegado el inquilino.

—Un auténtico caballero. Rico. Caro. Te gustará, es muy guapo. Guantes de cuero de cerdo de verdad. Bien traje, todo —explicó—. Ven a conocer. —Me agarró de la muñeca húmeda y trató de tirar de mí, hasta que se percató de que estaba llorando—. Ah, un telegrama. Vino uno. Acababas de ir, pero yo no podía ir a decirte porque mi hombre nuevo venía y no podía salir de la casa, por temor que llegue y no encuentre alguien.

No quería que me enfadase con ella. Me quité el sombrero, que se había transformado en una especie de gallina grisácea empapada, y lo lancé al perchero de la entrada.

—Soy triste por ti. Es para mejor —se compadeció Joanna, al tiempo que me indicaba el salón con la cabeza.

Abrí el telegrama. Decía: «Todo salió mal. Amenazas de tu padre. Mi mujer tiene otro ataque nervios. Deplorable silencio forzado. No debo verte».

No llevaba firma, y lo habían entregado en una estafeta de Limerick esa misma mañana.

—Ven, conoce mi nuevo y simpático amigo —me rogó Joanna, pero yo hice un gesto de negación con la cabeza y subí a llorar a mi cuarto.

Estuve llorando largo rato echada en la cama, hasta que empecé a tener mucho frío. No sé por qué, pero a uno le da frío cuando lleva horas llorando. Por fin me levanté y encendí la luz. Bajé a hacerme una taza de té. Aún tenía el telegrama en la mano, hecho una bola. Volví a leerlo, pero seguía diciendo exactamente lo mismo.

Después de poner al fuego el hervidor, me dirigí como una autómata a la mesa del comedor para coger mi taza, pues Joanna siempre dejaba puesta la mesa para el desayuno antes de acostarse. Al llegar a la puerta oí ruidos en la sala. Eché un vistazo de soslayo y me topé con el rostro de un joven desconocido que sostenía un instrumento musical en una mano y un paño en la otra.

—Perdón —dije; cogí la taza y salí de la estancia a toda prisa. Mi cara debía de ser un buen espectáculo, amoratada de tanto llorar.

Una vez hecho el té, caí en la cuenta de que el nuevo inquilino estaría pensando que aquélla era una casa muy rara, así que me asomé al vestíbulo y pregunté:

—¿Le apetece un té?

No quería que me viese otra vez.

—No hablar inglés —respondió él.

Por Dios, pensé, y qué más dará eso; ¿quieres o no quieres?

Le serví una taza y se la llevé.

—No hablar inglés —repitió, encogiéndose de hombros.

Volví a la cocina y me tomé dos aspirinas con el té. Estaba casi segura de que no pegaría ojo en toda la noche.