19

Unos hombres vinieron a podar los árboles de la acera. No dejaron nada salvo las ramas gruesas y cortas, que por algún motivo me resultaban obscenas. Desaparecieron las ramitas más ligeras y los brotes. No era época de poda, y no lograba entender por qué lo hacían en esas fechas; sólo se me ocurría que los vecinos se hubiesen quejado por la falta de luz en sus salas de estar.

Pero estaba tan contenta que casi no presté atención a los árboles. Estábamos a punto de irnos juntos. Él tomaría un avión a Londres y yo iría en el siguiente. Aseguraba que era lo mejor, por si alguien nos veía en el aeropuerto.

Estaba encantada, y él también. Pasábamos horas en la salita y yo no me cansaba de escrutar su rostro, su rostro huesudo y ascético: aquella nariz fina y esos ojos que hablaban continuamente, unos ojos a los que la pantalla amarilla de la lámpara de la mesa daba unos destellos ambarinos. Algunas noches yo encendía el calefactor eléctrico, pero temía que Joanna lo oliese desde su cuarto.

—¿Sabes qué me preocupa? —me dijo, agarrándome las manos para acariciarlas.

—¿La hipertensión? ¿Tal vez tu edad…? —aventuré, sonriente.

—¡No! —Y me dio una bofetada cariñosa.

—¿Entonces?

—El retorno. El momento de separarnos.

Yo, en cambio, no pensaba en eso. Sólo pensaba en la partida.

—¿Es la primera vez que vas? —pregunté, nerviosa.

—No me preguntes eso.

Arrugó un poco el ceño. Tenía la frente amarillenta, como si bajo la piel le corriera zumo de limón en lugar de sangre.

—¿Por qué no?

—Porque no tiene ningún sentido. Si te digo que no, te pondrás muy triste.

Pero ya estaba triste. Él nunca se entregaría del todo. Era demasiado distante.

—Te estaré esperando para verte bajar por la pasarela del avión —dijo.

A continuación sacó la agenda y tratamos de acordar las fechas. Tuve que salir de la salita para pensar con claridad; no podía ser cualquier día, y cuando él me abrazaba era incapaz de concentrarme. Por fin decidimos una semana, y él lo anotó con lápiz.

Durante los días que siguieron sólo pude pensar en ello. Cuando me lavaba el cuello, me enjabonaba para él, y cuando pesaba paquetes de azúcar en la tienda canturreaba para mis adentros. A los niños les daba caramelos, y a Willie le regalé una pajarita para su camisa de los domingos. Por la calle hablaba sola todo el tiempo. Imaginaba conversaciones entre él y yo, y sonreía a todo el mundo; ayudaba a las ancianas a cruzar la calle y coqueteaba con los conductores de autobús.

Sólo me causaban inquietud unas cuantas cosas: en primer lugar, tenía que pedir la semana libre. Con el señor Burns sería fácil tratar; en cambio, la señora Burns me leía la mente con sus ojos somnolientos.

Además, había dejado de ir a misa, a confesarme y demás. Pero, por encima de todo, mi mayor preocupación era no tener suficiente lencería. Quería un camisón transparente holgado de color azul, para que pudiésemos bailar un vals antes de acostarnos. A decir verdad, aún me acobardaba la idea de meterme en la cama con él.

Mamá tenía unos camisones preciosos, pero yo los había dejado en los cajones e ignoraba si mi padre se habría molestado en sacarlos antes de la subasta de los muebles. Podría haberle escrito para averiguarlo, pero sólo de pensar en él se me encogía el estómago. Llevaba seis semanas sin dirigirle ni una carta, y no quería escribirle nunca más. El señor Gentleman me había comentado que mi padre había cogido la gripe y que las monjas lo cuidaban.

Así pues, se me ocurrió preguntarle a Joanna. Nos llevábamos muy bien desde que Baba se había marchado. Yo la ayudaba con la colada, y una noche después de cenar fuimos juntas al cine. Joanna se rió tanto que le salían gruñidos de la nariz, y la pareja que teníamos al lado nos miraba horrorizada.

—Me voy a Viena —anuncié cuando volvíamos a casa en medio de la apacible noche primaveral cargada de olores nocturnos. Joanna se enganchó a mi brazo, y me sentí muy incómoda: odio que las mujeres se agarren de mi brazo.

Mein Gott! ¿Para qué?

—Voy con un amigo —dije sin darle importancia.

—¿Un hombre? —preguntó, abriendo mucho los ojos y mirándome con asombro, como si los hombres fuesen monstruos.

—Sí —respondí.

Resultaba muy sencillo hablar con Joanna.

—¿El rico?

—El rico —repetí; y se apoderó de mi una repentina ansiedad: ¿esperaría él que corriese con mis gastos?

—Bien. Aquello es muy bonito. La ópera, precioso. Recuerdo mis hermanos regalaron una noche en la ópera en mi veintiún cumpleaños. Me dieron un reloj de pulsera. Quince quilates.

Fue un momento de aguda nostalgia para Joanna. Pero yo seguía preocupada por el precio del billete de avión.

—¿Me prestas un camisón?

Ella se quedó callada un momento y luego dijo:

—Sí. Pero tú ten mucho cuidado. Es de mi luna de miel. Treinta años.

Empalidecí, y le sujeté la cancela para que entrase. Gustav nos esperaba en la puerta con las manos extendidas, como un pedigüeño. Algo pasaba.

—Hermann. Lo hace otra vez, Joanna —dijo.

Joanna entró como un cohete y se lanzó directa a las escaleras. Subía los peldaños de dos en dos y se le veían las perneras del calzón. La precedía un torrente en alemán. Oí que trataba de abrir la puerta del cuarto de Hermann, y a continuación la aporreó y gritó:

—¡Hermann, Hermann! ¡Te vas esta noche!

Pero Hermann no respondía. Sin embargo, cuando subí, me pareció oír llantos al otro lado de su puerta. Había pasado todo el día en cama, con gripe.

—¿Qué ha pasado?

Creía que se habían vuelto todos locos.

—Los riñones. Tiene problema de riñones. El mejor colchón de crin y mis sábanas buenas de lino puro —explicó Joanna.

Nos quedamos plantadas en el descansillo, esperando a que abriera la puerta, y Joanna se echó a llorar.

—Déjalo, Joanna, que marche mañana.

Gustav había subido y estaba parado en el peldaño que hacía girar la escalera hacia la izquierda. Joanna lloró aún más y siguió hablando del colchón y las sábanas, y era evidente que Gustav sentía vergüenza ajena. Se quitó la chaqueta blanca de punto y sacudió los pelos que habían quedado en el cuello.

Me fui a mi habitación, y al cabo de pocos minutos vino Joanna. Llevaba el camisón en la mano, envuelto en papel tisú, y cuando retiró el papel empezaron a caer bolas de naftalina que rodaron por toda la habitación. Era de color lila: el camisón más grande que había visto en mi vida. Me lo probé: parecía una niña interpretando a Lady Macbeth en un teatrillo escolar. Me quedaba enorme. Me até el cinto bien apretado en la cintura, pero seguía siendo una prenda muy rústica.

—Precioso. Pura seda —recalcó ella, palpando el grueso encaje que me caía sobre la mano, tapándola casi por completo.

—Precioso —convine.

Él se pasaría la semana estornudando por la naftalina y me sacaría parecido con alguna de sus tías abuelas. Aun así, era mejor que nada.

—Ve a enseñar a Gustav —dijo mientras me lo ajustaba para que los pliegues cayeran de forma uniforme desde la cintura.

Sostuvo los bajos cuando bajábamos las escaleras, como si de un vestido de novia se tratase.

Gustav se puso colorado y dijo:

—Muy guapa.

—¿Te acuerdas, Gustav? —preguntó Joanna, con una sonrisita.

—No, Joanna.

Estaba leyendo los anuncios por palabras del periódico de la tarde. Dijo que Hermann tenía que irse y que en su lugar meterían a un hombre en condiciones.

—¿Te acuerdas, Gustav? —repitió, acercándose adonde estaba él.

Pero Gustav negó, como si quisiera borrar ese recuerdo. Joanna se sintió ofendida.

—Son todos iguales —afirmó mientras preparábamos la bandeja del refrigerio—. Todos los hombres, iguales todos. No ternura en su interior.

Y a mí se me vino a la cabeza una parte muy tierna del señor Gentleman; ni su cara, ni su carácter; una parte de su cuerpo suave y suplicante.

—Cuidado no quedas embarazada —me advirtió.

Solté una carcajada. Eso era imposible. Para mí, las parejas habían de llevar mucho tiempo casadas para que una mujer se quedase embarazada.

Me dejé puesto el camisón mientras comíamos, porque llevaba el resto de la ropa debajo. Nos quedamos hasta muy tarde repasando los anuncios, hasta que Gustav por fin dio con uno adecuado.

«Músico italiano busca pensión completa con familia extranjera». Sacó el tintero del aparador y Joanna dispuso papel de periódico encima del mantel de terciopelo y luego abrió la vitrina de la vajilla para coger papel timbrado. Lo guardaba bajo llave porque Hermann tenía la costumbre de sisar papel para escribir a su madre y sus hermanas.

A mi vaso de leche con cacao le había salido una película de nata, y la quité con la cucharilla. Se había enfriado.

Gustav se puso las gafas y Joanna le trajo la vieja pluma sin capuchón. Se la habían encontrado tirada en la calle, y escribía como las de las oficinas de correos.

—¿Qué día es hoy, Joanna? —preguntó.

Ella se acercó al calendario de la pared para comprobarlo, entornando los ojos.

—Quince de mayo.

Fue oír aquella fecha y quedarme congelada. En la mesilla de té estaba el periódico de la mañana, y alargué la mano para cogerlo. En la primera página, debajo de los aniversarios, había una esquela en recuerdo de mi ma dre. Cuatro años. Sólo cuatro años, y ya había olvidado la fecha de su muerte; o, al menos, la había pasado por alto. Sentí que, dondequiera que estuviese, habría dejado de quererme, y salí de la salita hecha un mar de lágrimas. Lo peor era que él sí se había acordado. Redibujé mentalmente aquel inserto breve y sencillo con la firma de mi padre.

—Caithleen… —Joanna había salido al vestíbulo.

—No es nada —la tranquilicé, agarrada a la baranda—. No pasa nada, Joanna.

Pero aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Encogí las piernas para taparlas con el camisón y me daban escalofríos. Anhelaba que alguien viniese a darme calor. Creo que esperaba a mamá. Y en mi mente se agolpaban todas las cosas que me dan miedo. Borrachos. Gritos. Sangre. Gatos. Cuchillas de afeitar. Caballos al galope. Fue una noche terrorífica, y la puerta del baño no dejaba de dar golpes. Me levanté sobre las tres para cerrarla y prepararme una bolsa con el agua caliente que salía del grifo. La bolsa no era mía, y sabía que si Baba hubiese estado conmigo me habría aconsejado no usarla, que cogería pie de atleta, un eccema o algo peor. Echaba de menos a Baba. Ella me ayudaba a mantenerme cuerda. Me ayudaba a no darles tantas vueltas a las cosas.

Volví a la cama, y Joanna vino a despertarme a las ocho con una taza de té. Cuando abrí los ojos estaba descorriendo las cortinas para que entrara la luz. Miré al techo gris y agrietado y me di cuenta de que ya no tenía miedo. El sábado siguiente nos iríamos.

Me tomé el té, me acaricié la tripa largo rato, y en cuanto oí ruidos en el cuarto de Hermann di un salto de la cama para entrar primero en el baño.