18

Durante las semanas que se sucedieron, Baba y yo fuimos distanciándonos progresivamente. Yo salía con el señor Gentleman cada vez que libraba, y ella se veía con Reginald todas las noches. Ni siquiera volvía a casa después de clase por las tardes, y se ponía su abrigo bueno ya desde por la mañana.

—Vais a echar perder —nos decía Joanna durante los desayunos, cuando nos veía las caras macilentas por la falta de sueño y los dedos marrones de nicotina.

—Vete al cuerno —contestaba Baba.

Su tos había empeorado, y había adelgazado mucho.

Tres días más tarde me anunció que tendría que pasar seis meses en un sanatorio. Reginald la había obligado a hacerse unas radiografías y habían descubierto que tenía tuberculosis.

—¡Oh, Baba…! —exclamé yo, y rodeé la mesa para ir a darle un abrazo.

¿Por qué nos habíamos distanciado? ¿Por qué nos habíamos vuelto recelosas y hoscas en las últimas semanas? Apreté mi mejilla contra la suya.

—¡Por Dios, no hagas eso! Seguro que hay miles de microbios flotando a mi alrededor —dijo, y yo me eché a reír.

Tenía mal color, y había perdido su aire aniñado. Ahora parecía mayor y más juiciosa. ¿Era por Reginald o por la enfermedad? Empezó a preparar la maleta.

—Voy a dejar algo de ropa aquí, pero nada de ponértela todos los santos días, ¿eh? —me previno, mientras dejaba de nuevo en su sitio dos vestidos de verano.

Más tarde, Reginald hizo sonar el claxon desde la entrada y yo le pregunté a voces si estaba lista.

La ayudé a ponerse el abrigo de tweed en el recibidor. Se le había desgarrado el forro en una de las mangas, pero al final conseguimos que metiera el brazo. Se quedó inmóvil un momento, toda menuda y flaca, con las mejillas muy coloradas. Sus ojos azules quedaban velados por una capa acuosa, y se mordió el labio para tratar de contener las lágrimas. Se pintó los labios de un color rosado y se sonrió a sí misma valerosamente en el espejo del vestíbulo.

Joanna se quitó el delantal por si entraba Reginald.

—Iré a verte siempre que pueda —le dije.

El sanatorio estaba en Wicklow, y yo sabía que no podría visitarla más de una vez por semana debido al precio de los billetes de autobús. El señor Brennan iba a pagar tres libras semanales por su estancia.

—Pues fuma como una cosaca cada vez que aparezcas por allí para no pillar ningún puñetero virus —me aconsejó, aún sonriente.

Joanna y Gustav se despidieron, y Reginald cargó la maleta y cubrió a Baba con una manta cuando se metió en el coche. Era muy obsequioso con ella, y empezaba a caerme bien.

Me despedí del coche con la mano y ella me devolvió el gesto. Desde el otro lado del cristal, sus dedos delgados y blancos decían adiós a nuestra amistad. Se había marchado. Ya nunca volvería a ser igual, por mucho que lo intentáramos.

Joanna subió a rociar el cuarto con el atomizador de desinfectante y empezó a refunfuñar porque ahora tendría que volver a lavar las mantas, cuando hacía apenas unos meses desde la última vez. Cualquiera habría pensado que Baba había cogido tuberculosis aposta para fastidiarla a ella.

El dormitorio estaba ordenado pero solitario. El maquillaje de Baba y la enorme botella de colonia que le había regalado Reginald ya no estaban, y el tocador parecía desnudo. Había dejado en mi cama el collar azul con una nota: «Para Caithleen, en recuerdo de todos los buenos momentos por los que hemos pasado. Eres una imbécil rematada». Fue entonces cuando me eché a llorar y pensé en todas las veces que habíamos recorrido juntas el trayecto de vuelta a casa desde la escuela, y en lo mucho que disfrutaba echándome a los perros y escribiéndome palabrotas en el brazo con rotulador indeleble.

Estaba nerviosa y me mordía las uñas porque tenía que pedirle un favor a Joanna.

—Joanna, ¿puedo invitar a un amigo a pasar a la salita esta noche?

Mein Gott, das mal nombre a esta casa. Las señoras vecinas dicen: «¿Qué clase de chicas las tuyas, llegando a horas malas?».

—Es rico —añadí.

Sabía que eso la impresionaría. Joanna tenía el disparatado convencimiento de que si un hombre con dinero venía a casa, iría dejando billetes de cinco libras debajo de los tapetes o se olvidaría el abrigo adrede como regalo para Gustav. Así de ingenua era Joanna. Cuando anuncié que era rico, vi aparecer un halo de ilusión en sus bobalicones ojos azules. Al final accedió, y yo subí a arreglarme para mi cita.

Ésos son los únicos instantes en que doy gracias a Dios por ser mujer: ese rato a última hora de la tarde en el que corro las cortinas, me despojo de la ropa que he llevado todo el día y me preparo para salir. La excitación aumenta por momentos. Me cepillo el pelo a la luz de la lámpara, y los reflejos me recuerdan las hojas del otoño bañadas por el sol. Me oscurezco los párpados con lápiz negro, y me maravilla el aire de misterio que adquieren mis ojos. Detesto ser mujer. Banal, frívola y superficial. Si le confiesas tu amor a una mujer, ella te pedirá que se lo des por escrito para poder mostrárselo a sus amigas. No obstante, en esos ratos soy feliz. El mundo me inspira ternura: acaricio el papel pintado como si fuesen esos pétalos de rosa blancos que se tornan rosáceos en las puntas; agarro mis zapatos viejos y ajados, y se convierten en un ramo de flores plateadas que un hombre ha dejado en mi puerta. Besé la imagen que me devolvía el espejo y salí corriendo, feliz, con prisas y convenientemente alocada.

Me había retrasado y el señor Gentleman esperaba, aburrido. Me regaló una orquídea que tenía dos tonos de morado: uno más claro, y otro muy oscuro. Me la prendí en la rebeca.

Fuimos a un restaurante de Grafton Street, y subimos unas escaleras angostas hasta llegar a una salita poco iluminada, casi lóbrega. El papel de la pared era de rayas blancas y rojas, y de lo alto de la chimenea pendía un cuadro en tonos pardos y negros con un grueso marco dorado; no supe si se trataba del retrato de un hombre o de una mujer, puesto que el cabello quedaba oculto bajo un gorro de volantes negro. Nos acomodamos cerca de la ventana. Como estaba entornada, la brisa hacía flamear hacia el interior las cortinas de nailon, que rozaban levemente el mantel y se agitaban como un abanico a la altura de nuestros rostros. Como de costumbre, nos comportamos con timidez. Las cortinas eran blancas y esponjosas, igual que las nubes en verano, y él estrenaba corbata de cachemir.

—Qué corbata más bonita —observé, con muy poca naturalidad.

—¿Te gusta? —respondió.

Fue una tortura hasta que nos sirvieron la primera copa; a partir de ese momento se relajó un poco y me sonrió. Entonces la sala me pareció de lo más acogedora, con la botella de vino vacía que sostenía una velita roja en lo alto de la mesa. Nunca olvidaré la palidez de sus marcados pómulos cuando se inclinó para coger la servilleta. Me rozó la rodilla un segundo y, acto seguido, me dedicó una de sus miradas lentas, intensas y atormentadas.

—Tengo hambre —dijo.

—Yo también —convine.

Él ignoraba que me había comido dos bollitos por el camino. Me encantaban los bollitos que se compraban en las tiendas, sobre todo los glaseados.

—De toda clase de cosas —aclaró, al tiempo que hincaba la cuchara en una tajada de melón.

Aquella fruta me recordó a él: refrescante, frío, exangüe. Bajo el amplio mantel de lino abrazó mis tobillos con los suyos, y la velada empezó a ser perfecta. La cera de la vela goteaba sobre la mesa.

Ya eran más de las once cuando me acompañó en coche a casa, y se entusiasmó cuando lo invité a pasar. Me avergoncé de la antesala y la moqueta de mala calidad de las escaleras. Al entrar en la salita me percaté de que olía a cerrado, a humedad. Se sentó en el sofá, y yo en la silla con el respaldo alto. Nos separaba la mesa. El vino me había achispado, y empecé a contarle anécdotas, como la de cuando tropecé en la pista de baile y luego pasé el resto de la noche sentada, bebiendo agua. Se divertía, pero sin reír abiertamente; aquella sempiterna sonrisa remota y cautivadora. Yo había bebido bastante y estaba algo mareada; sin embargo, la pequeña parte de mí que seguía sobria contemplaba mi otro yo feliz y escuchaba con atención las alegres tonterías que contaba.

—Ven a sentarte a mi lado —dijo, y obedecí y me senté junto a él. Lo sentí trémulo—. ¿Eres feliz? —me preguntó, siguiendo el contorno de mi cara con un dedo.

—Sí.

—Vas a serlo aún más.

—¿Y eso?

—Vamos a estar juntos. Te voy a hacer el amor.

Hablaba entre susurros, y miraba hacia la ventana, con preocupación, como si alguien nos estuviese espiando desde el patio de atrás. Fui a bajar la persiana —no había cortinas en la salita—. Estaba toda colorada cuando volví a sentarme.

—¿No quieres? —insistió.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

Me arrebujé con la rebeca y lo miré, muy seria. Me dijo que parecía haberme quedado horrorizada. Pero no era cierto; simplemente estaba nerviosa, y, en cierto modo, triste, porque se avecinaba el fin de mi inocencia.

—Pequeña mía… —dijo.

Me rodeó con un brazo y me hizo apoyar la cabeza contra su hombro de modo que mi mejilla reposara en su cuello. Mis lágrimas debieron de resbalarle por el interior del cuello de la camisa. Con la otra mano me acariciaba la rodilla. Me sentía excitada, cálida, violenta.

—¿Hablas francés? —preguntó.

—No. En la escuela di latín —contesté.

Qué ocurrencia, mencionar el colegio en una situación como aquélla. Quise que me tragara la tierra.

—Bueno, es que hay una palabra en francés para describirlo… Significa… Ambiente. Nos marcharemos unos días para estar en el ambiente adecuado.

—¿Adónde?

Pensé con horror en los hoteles de mala muerte de los pueblos del centro de Irlanda, con frascos de salsa mugrientos sobre manteles de cuadros con manchas. Y lluvia tras los cristales. Pero era de esperar que él fuese algo más cuidadoso. Siempre lo era, hasta el punto de aparcar justo a la entrada de los restaurantes donde comíamos para que nadie nos viera juntos por la calle.

—A Viena.

El corazón me dio un vuelco.

—¿Es bonita?

—Es preciosa.

—¿Y qué haremos allí?

—Saldremos a comer y a pasear. Y por las noches iremos a cenar a las montañas, y beberemos vino y admiraremos la ciudad a nuestros pies. Y luego nos iremos a la cama.

Lo expresó con tanta sencillez que en ese instante lo amé más de lo que nunca llegaría a amar a ningún otro hombre.

—¿Y no pasará nada por que vayamos? —pregunté. Necesitaba que me diera seguridad.

—Claro que no, al contrario. Es preciso que rompamos con la rutina.

Frunció un poco el ceño, y a mí me asaltó la imagen del regreso: volver al mismo cuarto, a la misma vida, sin él.

—Pero yo te quiero para siempre —dije, implorante. Él se sonrió y me besó en las mejillas. Unos besos leves como las primeras gotas de lluvia—. ¿Me querrás siempre?

—Ya sabes que no me gusta que hables así —respondió él, al tiempo que jugueteaba con el primer botón de mi rebeca.

—Ya lo sé.

—Entonces ¿por qué lo haces? —insistió, con ternura.

—Porque no puedo evitarlo. Porque sin ti me volvería loca.

Me miró largo rato con aquella mirada suya entre sexual y mística. Entonces pronunció mi nombre despacio (Caithleen…). Oí el rumor de los juncos, y el lamento del zarapito, y todos los sonidos melancólicos de Irlanda, cuando dijo mi nombre.

—Caithleen, quiero decirte algo al oído.

—Adelante —accedí.

Me pasé el pelo por detrás de la oreja, y él me lo sostuvo, pues mi cabello tendía a caer hacia delante. Se inclinó y arrimó la boca a mi oreja; primero la besó, y luego dijo:

—Enséñame tu cuerpo. Nunca te he visto las piernas, ni los pechos, nada. Me encantaría verte.

—¿Y no cambiarás de opinión si no te gusto?

Había heredado la desconfianza de mi madre.

—No seas tonta —me riñó, y me ayudó a quitarme la rebeca.

Intenté decidir si debía empezar por quitarme la falda o la blusa.

—No mires —le pedí.

Era muy difícil. No quería que me viera las ligas ni nada de eso. Me despojé de la falda y de todo lo que llevaba debajo, continué con la blusa y la camiseta interior de algodón, y por último me desabroché el sostén, el negro; me quedé muy quieta, temblando ligeramente y sin saber qué hacer con los brazos. Me pasé la mano por el cuello, un ademán que suelo hacer cuando algo me turba. El único punto donde sentía calor era en los lugares que me cubría el pelo: la nuca, y la parte superior de la espalda. Me acerqué, me senté a su lado y me acurruqué junto a él, buscando un poco de calor.

—Ya puedes mirar.

Y él se retiró las manos de los ojos y miró tímidamente hacia el vientre y los muslos.

—Tienes la piel aún más clara que el cutis. Pensé que sería más rosada… —dijo, y me cubrió de besos—. Ahora ya no nos dará vergüenza cuando estemos en Viena. Ya nos hemos visto.

—Yo no te he visto a ti.

—¿Quieres verme?

Yo asentí, y él se quitó los tirantes y dejó caer los pantalones hasta los tobillos. Se quitó todo lo demás y se sentó rápidamente. Sin el traje negro como el carbón y la camisa blanca perdía buena parte de su elegancia.

Algo se movió en el patio, ¿o fue tal vez en la antesala? Pensé en lo espantoso que habría sido que Joanna apareciese en camisón y nos sorprendiese en cueros como dos idiotas en el sofá de pana verde. Se habría puesto a llamar a voces a Gustav, la habrían oído las vecinas y habrían llamado a la policía. Bajé la vista para repasar su cuerpo furtivamente y me reí un poco. Era del todo ridículo.

—¿Qué te hace tanta gracia? —Le había molestado un poco mi risa.

—Es del mismo color que la parte más clara de la orquídea —dije yo, y busqué con la mirada la flor que seguía prendida de mi rebeca.

La toqué. Pero no mi orquídea; la suya. Era suave e increíblemente blanda, como el interior de una flor, y se movía. Me recordó a un muñequito negro que había en lo alto de una hucha, que se meneaba cada vez que alguien introducía una moneda en la ranura. Se lo dije, y él me besó con pasión largo rato.

—Eres una chica muy mala.

—Me gusta ser una chica mala —repliqué, con los ojos como platos.

—No, en realidad no, querida. Eres muy dulce. La chica más dulce que he conocido nunca. Mi chica de campo, con el cabello del color del campo. —Y hundió la cara en mi melena para aspirar su aroma—. Ay, querida, no soy de piedra —añadió, y entonces se incorporó y se subió los pantalones.

Cuando me puse de pie para coger mi ropa, me acarició el trasero; supe entonces que la semana que pasaríamos juntos sería maravillosa.

—Voy a hacerte un té —anuncié cuando ya estábamos vestidos y él se arreglaba el pelo con mi peine.

Fuimos de puntillas hasta la cocina. Encendí el fogón y llené sin hacer ruido el hervidor dejando que el agua del grifo entrase por el lateral. Joanna había echado el candado a la nevera para protegerla de los atracones nocturnos de Hermann, pero encontré unas galletas en una lata olvidada. Aunque estaban reblandecidas, se las comió. Se marchó nada más acabar el té. Era viernes, de modo que tenía que emprender el largo camino de regreso al pueblo. Las noches entre semana dormía en un club de caballeros en Stephen s Green.

Me quedé en el umbral y él bajó la ventanilla para despedirse con la mano. Se alejó sin hacer el más mínimo ruido. Entré en casa, puse la orquídea en una taza con agua y la subí a mi cuarto para ponerla en la caja de naranjas, junto a mi cama. Estaba demasiado contenta como para dormirme.